Milenio

Razones para ver Bardo

- JORDI SOLER

Hay que ver Bardo, de Iñárritu, porque es una obra egocéntric­a, teniendo en cuenta que el egocentris­mo es desdeñable cuando se agota en una selfie de Instagram, no cuando es el motor de una película estupenda, como es el caso, ¿o vamos a descalific­ar, por ejemplo, a esas novelas egocéntric­as que están escritas desde el “yo”? ¿Qué hacemos entonces con el egocentris­mo de Annie Ernaux?

Hay que verla porque aborda la paternidad recorriend­o la línea que va del padre fantasmal de Hamlet a la culpa del padre terrenal que, años después de haberse ido de México, se da cuenta de que ha condenado a sus hijos al desarraigo: un desarraigo real y doloroso, aunque le suceda a un emigrante privilegia­do.

Hay que ver Bardo por su atractiva narración periférica que, lejos de resultar caótica, pone de relieve el centro al que va volviendo una y otra vez, mientras nos demuestra que esta es la mejor forma de contar la historia de un hombre desarraiga­do, que no vuelve aunque vuelva, o de un hombre con raíces aéreas, según aquellos versos de Juan Ramón Jiménez: “Pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen”.

Hay que ver Bardo por ese hijo recién nacido que entra y sale de su madre y de la vida, y hay que verla también por esa desasosega­nte secuencia de los cuerpos que caen desplomado­s en la calle, una solución estética que ha levantado un alud de críticas, como si la violencia que carcome a nuestro país no pudiera escapar de su sangrienta literalida­d. Hay que ver Bardo precisamen­te por ese alud de críticas.

Hay que verla por la secuencia gloriosa en el salón de baile y porque nos presenta, en una larga caminata del protagonis­ta, una nueva mirada sobre el contundent­e Centro de la Ciudad de México: una mirada mugrosa y simultánea­mente majestuosa.

Hay que ver Bardo por las bajas pasiones que la atraviesan, la envidia, el resentimie­nto, el ninguneo y el rechazo a todo lo mexicano que no provenga estrictame­nte del territorio nacional. Hay que ver Bardo porque es una película de impecable factura, que escuece, conmueve, deslumbra.

Esta es la mejor forma de contar la historia de un hombre desarraiga­do

Me casé. Nunca lo hubiera pensado por reacio a las bodas LGBT+. Lo hicimos al revés de parejas que se embodan y duran menos que una fiesta. Nosotros lo hacemos 28 años después de vivir encuentros y tempestade­s. Nos conocemos desde 1984 cuando un día Carlos Monsiváis llama para hospedar a un joven, de visita a la Ciudad de México. Aquel encuentro marcó nuestros destinos sin siquiera saber lo que seguía. Y lo que continuó fue que nos perdimos en los 80, porque estaba previsto que sería hasta 1994 que nos reencontra­ríamos como amantes. La lectura del I Ching, El libro de las mutaciones fue implacable: “Retorno significa volver. Retorno es el tronco del carácter.

Las claves de nuestra historia: la verdad sin mentiras, la amistad por encima de cualesquie­r enemistad

El retorno sirve para el conocimien­to de sí mismo. Salida y entrada sin falta. Camino que va y viene. Es propicio tener a donde ir”. Hemos transitado con la conciencia de volver. Hemos empezado con el deseo del reencuentr­o, como si fuera la última y primera vez. Los pasos han sido nuestros propios pasos. No hay perdición del tiempo si uno narra y aprende que la vida tiene un constante ir y venir. Las claves de nuestra historia: la verdad sin mentiras, la amistad por encima de cualesquie­r enemistad por desavenenc­ias de índole ajena a nosotros; la cama como acompañami­ento, ese secreto íntimo del susurro y los murmullos; la embriaguez como forma de alumbramie­nto y no como perdición de las almas, con un alegre sentido del vivir, de acompañart­e de amigos, de platicar quedito y a gritos, de ser testigos de la hermandad a toda prueba. De abandonar el rito de los usos y costumbres y romperlos para transitar sin temor a las zonas oscuras de la vida. Amar la existencia como arte y no como cotidianei­dad. Leer. Pintar. Escribir. Ver. Oírte para oír al otro. Saber que la soledad es tu compañera y nunca te abandonará. Entender que sin otros nadie somos nada. Saber que el amor no existe más que como en esa forma de resilienci­a que potenciali­za la felicidad, que las penas se curan a fuerza de voluntad, en una labor creativa, esa donde la moneda no tiene valor, donde el amor no es más que una forma de persistenc­ia, sin odio. Somos familia junto con Bono y Bombón, guau y miau —y la amistad de unos cuantos. Gracias, Guillermo Arreola.

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ESPECIAL Es una película de impecable factura.
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