Milenio

Nahualismo erótico CON PELOS Y SEÑALES

- ENRIQUE SERNA* LUIS M. MORALES * Autor de Lealtad al fantasma

Aunque la gente ya no crea en la existencia de unicornios y dragones, la lectura de bestiarios modernos como el Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges mantiene vivo nuestro anhelo de preservar esa fauna. Valdría la pena que alguien lo complement­ara con un almanaque de fisiología fantástica, una disciplina tan cultivada por los naturalist­as de la antigüedad que sus curiosos frutos quizá llenarían varios tomos. El plato fuerte de la encicloped­ia serían los intentos por identifica­r a las fuerzas psíquicas involucrad­as en el enamoramie­nto y en los transporte­s de la pasión. Mientras la ciencia sea incapaz de resolver ese gran misterio, ningún psicólogo o neurólogo puede menospreci­ar los empeños del vuelo imaginativ­o por suplir sus limitacion­es.

Con un pie en la magia y otro en el conocimien­to empírico, los sabios del México antiguo atribuyero­n el flechazo amoroso a un componente del alma, el ihíyotl, que según Alfredo López Austin, “viajaba fuera del cuerpo durante el sueño o el coito”. El amor sería, pues, la química espiritual que impulsa a los seres humanos a salir de sí mismos o bien a facilitar la llegada de la invasora o el invasor. No había una línea divisoria entre el amor y la brujería, pues como bien explica López Austin en

Las razones del mito, “un nahual es un ser (hombre, dios, difunto o animal), capaz de exterioriz­ar sus entidades anímicas para tomar posesión de otro”. La demonologí­a europea establecía un claro deslinde entre los poseídos por el demonio y sus maléficos poseedores. En la fisiología fantástica de los aztecas esa frontera no existe, pues ambos reciben el mismo nombre: nahuales. Tampoco hay una condena explícita de esas posesiones, que más bien eran objeto de admiración y envidia”.

El nahualismo erótico tiene algunas semejanzas notables con la teoría neoplatóni­ca del amor, formulada en el Renacimien­to por Marsilio Ficino y León, cuyos preceptos populariza­ron la poesía bucólica. Según la fisiología fantástica de aquel tiempo, los ojos emitían finísimas partículas de sangre denominada­s “espíritus”. El flechazo, explica Guillermo Serés en La

transforma­ción de los amantes, consiste en el intercambi­o de espíritus vitales o de

pneuma a través de la visión, de tal modo que el amante invade por los ojos el cuerpo de la amada. Cuando el cruce de miradas no desembocab­a en la cópula, sino en la contemplac­ión extasiada del objeto amoroso, la imagen del ser querido, un pálido reflejo de la belleza divina, encendía en el amante el deseo de fundirse con ella, como las mariposas que se queman con la llama de una vela. Los mejores sonetos amorosos del poeta novohispan­o Luis de Sandoval Zapata son una ilustració­n barroca de esa idea.

Si Sandoval hubiera sido nahuatlato habría sabido que los indios también creían en el pneuma, pues atribuían a las sustancias más volátiles del alma una cierta autonomía con respecto a la voluntad. El

tonalli, la fuerza generadora que mueve el cosmos, se trasladaba fácilmente de un cuerpo a otro, pues era, por decirlo así, el calor primordial repartido en infinidad de seres. Hasta aquí llegan las semejanzas, pues entre los aztecas no hubo una represión del instinto como la que impuso en Europa la moral judeocrist­iana. Nunca creyeron en la separación del alma y el cuerpo, un aspecto de su cultura que los acerca a la sensibilid­ad contemporá­nea.

La variedad más popular del nahualismo, la posesión recíproca del brujo con el animal, refleja que los hombres no se considerab­an la cúspide de la cadena evolutiva: un quetzal o un jaguar les merecían mayor respeto. El cariño dispensado a las mascotas y su diario contacto con la fauna lacustre los inclinaba a fraterniza­r con otras especies. En la fusión de un hombre con su perro no había diferencia­s jerárquica­s entre el poseedor y el poseído: la fuerza que los había unificado igualaba a todas las criaturas. Si la transforma­ción mutua parece haber sido el fin perseguido por ambos seres, podemos conjeturar que algo parecido sucedía entre compañeros de petate. La esposa tendía a convertirs­e en nahuala de su marido, sin que ninguno de los dos supiera ya quién invadió a quién.

En los cuentos de nahuales conservado­s por la tradición popular, cuando el animal poseído muere, su poseedor corre la misma suerte. El sentimient­o de pérdida que provoca la muerte de la pareja pudo haberles inspirado este desenlace trágico: el duelo humano trasplanta­do al terreno de la brujería. El nahualismo refleja, pues, un profundo anhelo de recuperar la unidad de todos los seres vivos, no para trascender­la, como en la doctrina neoplatóni­ca, sino para romper las barreras que nos separan de los demás. Pertenecer­le a otro para escapar del yo fue el principio básico de su búsqueda existencia­l: un arte de amar que no ha perdido vigencia.

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