Milenio

Mientras todo duerme

- IRENE VALLEJO*

La noche tiene sus náufragos. Son esas personas que tienen los ojos abiertos en la oscuridad, anticipand­o el cansancio del día siguiente pero seguros de que no dormirán más. En su insomnio, acechan los ruidos, reconocen el paso de las horas en la intensidad de las tinieblas, escuchan la radio o se levantan a dar unos pasos mecánicos. Todos estos náufragos se parecen, pero cada uno se siente el único al que han dejado solo en medio de una multitud que reposa.

Hace algo menos de veinte siglos, un poeta romano llamado Estacio conoció el destierro nocturno del insomnio. Para acortar la espera de la mañana, escribió una plegaria al sueño. Estacio imaginaba la naturaleza entera cayendo suavemente en el alivio y el olvido, de donde solo él quedaba excluido: “Calla todo el ganado, los pájaros y las fieras, y los árboles, reclinados, simulan un agotado reposo. Disminuye el estruendo de los ríos bravos, se alisa el rizado del agua, y los mares descansan, arrellanad­os sobre la tierra. La séptima Luna contempla cómo velan mis penosos ojos”. ¿Cómo podré resistir?, se pregunta Estacio. Sabe que en algún otro lugar, bajo el manto de la misma oscuridad, un hombre estará abrazando a una mujer, así que pide al dios que le conceda el sueño que los amantes renuncian a dormir. Y si toda una noche de reposo es un exceso, suplica al menos que le roce el dios del descanso: “Tócame solo con la punta de tu vara —con eso basta—, o pasa junto a mí suavemente de puntillas”. En la honda noche, quien está despierto sueña con dormir pues el encuentro diario con la nada lo es todo.

Hace algo menos de veinte siglos, el poeta Estacio conoció el destierro nocturno del insomnio

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