El “pueblo” es el gran pretexto
Los regímenes autoritarios necesitan siempre de una excusa suprema para imponer sus dictados a los demás. Invocan, en voz del caudillo máximo, causas que ningún común mortal puede cuestionar —la “soberanía nacional”, la “Revolución”, la “dictadura del proletariado”, etcétera, etcétera— porque atreverse a hacerlo lo colocaría en el bando de los enemigos de la nación. Ejercer el pensamiento crítico, entonces, se vuelve objeto de las persecuciones que merece todo traidor.
Un gobernante, digamos, normal, acepta sin mayores problemas la realidad del juego democrático. No se arroga la representatividad absoluta de los más sagrados principios ni pretende tampoco alcanzar un lugar inmarcesible en los anales de la historia patria. Llega simplemente para llevar la cosa pública durante algún tiempo y sabe que los votantes pueden elegir a sus rivales de enfrente en cualquier momento siendo, además, que el ejercicio del poder implica un desgaste inevitable y que precisamente por ello es que la gente —cansada ya de tener a los del mismo grupo al mando— escoge a otros de diferentes colores.
Aquí mismo hemos visto a un Ernesto Zedillo marchándose a casa como cualquier hijo de vecino (es un decir, gracias a sus capacidades, el hombre ha encontrado siempre puestos preponderante scomo consejero de grandes corporaciones y un gran reconocimiento en los círculos académicos), lo mismo que Fox, Calderón y Enrique Peña, así sea que este último se haya acomodado en las esferas de la ostentosa jet set.
Pues bien, lo de los salvadores mesiánicos es un tema bien diferente: no irrumpen en el escenario de lo público para administrar los asuntos del país y sanseacabó, sino que su propósito es alcanzar la dimensión de una leyenda y, paralelamente, de ejercer potestades tan absolutas como incontrovertibles. Pero, como la dimensión natural de los humanos no es desmesurada ni de alcances cósmicos, esos personajes requieren que a su figura le sea asociada —a manera de préstamo irrevocable— un mito mucho mayor, o sea, convertirse, ellos mismos, en la encarnación misma del “pueblo” o en los altísimos adalides de la justicia social o en la más santificada personificación de un
_ movimiento revolucionario y, a partir de ahí, volverse absolutamente intocables.
Y, bueno, ya de paso, sus adeptos y subalternos se suman también a la cofradía de los redentores. Nos acaba de ser notificada la llegada, a la Suprema Corte de la Nación, de una “ministra del pueblo”. ¡Madre mía!
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