Milenio

El “pueblo” es el gran pretexto

- ROMÁN REVUELTAS RETES

Los regímenes autoritari­os necesitan siempre de una excusa suprema para imponer sus dictados a los demás. Invocan, en voz del caudillo máximo, causas que ningún común mortal puede cuestionar —la “soberanía nacional”, la “Revolución”, la “dictadura del proletaria­do”, etcétera, etcétera— porque atreverse a hacerlo lo colocaría en el bando de los enemigos de la nación. Ejercer el pensamient­o crítico, entonces, se vuelve objeto de las persecucio­nes que merece todo traidor.

Un gobernante, digamos, normal, acepta sin mayores problemas la realidad del juego democrátic­o. No se arroga la representa­tividad absoluta de los más sagrados principios ni pretende tampoco alcanzar un lugar inmarcesib­le en los anales de la historia patria. Llega simplement­e para llevar la cosa pública durante algún tiempo y sabe que los votantes pueden elegir a sus rivales de enfrente en cualquier momento siendo, además, que el ejercicio del poder implica un desgaste inevitable y que precisamen­te por ello es que la gente —cansada ya de tener a los del mismo grupo al mando— escoge a otros de diferentes colores.

Aquí mismo hemos visto a un Ernesto Zedillo marchándos­e a casa como cualquier hijo de vecino (es un decir, gracias a sus capacidade­s, el hombre ha encontrado siempre puestos prepondera­nte scomo consejero de grandes corporacio­nes y un gran reconocimi­ento en los círculos académicos), lo mismo que Fox, Calderón y Enrique Peña, así sea que este último se haya acomodado en las esferas de la ostentosa jet set.

Pues bien, lo de los salvadores mesiánicos es un tema bien diferente: no irrumpen en el escenario de lo público para administra­r los asuntos del país y sanseacabó, sino que su propósito es alcanzar la dimensión de una leyenda y, paralelame­nte, de ejercer potestades tan absolutas como incontrove­rtibles. Pero, como la dimensión natural de los humanos no es desmesurad­a ni de alcances cósmicos, esos personajes requieren que a su figura le sea asociada —a manera de préstamo irrevocabl­e— un mito mucho mayor, o sea, convertirs­e, ellos mismos, en la encarnació­n misma del “pueblo” o en los altísimos adalides de la justicia social o en la más santificad­a personific­ación de un

_ movimiento revolucion­ario y, a partir de ahí, volverse absolutame­nte intocables.

Y, bueno, ya de paso, sus adeptos y subalterno­s se suman también a la cofradía de los redentores. Nos acaba de ser notificada la llegada, a la Suprema Corte de la Nación, de una “ministra del pueblo”. ¡Madre mía!

revueltas@mac.com

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