Milenio

La razón de la sinrazón

- AGUA DE AZAR JORGE F. HERNÁNDEZ

Como siempre, bien escribe Juan Villoro que al irse José Agustín de este mundo material “el rey llega a su templo” y no quisiera añadir ni una sola línea que no sea en abono de la gratitud lectora a un maestro incomparab­le de la prosa en libertad. Ahora es más importante que nunca mostrar la gratitud del silencio ante el preciso instante en que uno descubre una sensación indescript­ible, allí a la mitad de una línea tipográfic­a en la callada lectura de un párrafo que parece tener imanes, el joven delgado con la cabeza llena de sueños irrealizab­les de pronto descubre una chingadera o un cabrón, un no mames en tinta que parece aumentar el silencio aplastante con el que ese joven lee esas palabras que normalment­e sólo ejercita entre cuates, lejos de los abuelos (que se vuelven catatónico­s con buey o güey y ni imaginar su miocardio si nos oyeran una mentada de madre).

Para los estrictos coetáneos de José Agustín hubo el infierno de la descalific­ación por tan sólo el copete sin gomina o la greña al filo del cuello, una meleniza que en poco tiempo pasó a ser ridícula si se compara con la verdadera cabellera al afro o al vuelo. Así como los Profetas de Liverpool pasaron de las cabezas cubiertas con un largo de trapo a la luenga psicodelia con la que John encabezó el cruce del Rubicone llamado Abbey Road, esa melena de león de veras larga y fluyente en los particular­es caireles largos de Ringo, Paul y Georgie… pues así también la fotografiá de José Agustín con un leve fleco y dos dedos sobre su sonrisa perfecta en blanco y negro pasan ahora por el filtro de mil colores en neón con una entrañable ternura; uno lee las crónicas en periódicos ya amarillos que se rasgan las vestiduras por Woodstock o Avándaro y entra un suspiro en la saliva, pero en medio está la pulpa de la libertad, de quienes se pintaron flores en la barriga y fumaron nubes verdes (ahora legalizada­s en medio mundo o en gotas) y allí mismo tiene que estar la sincera gratitud a los hermanos mayores, a los primos grandes y todo eso que fue la generación inmediatam­ente precedente de ese joven que con palabrotas descubrió que la literatura también hace sentir orgasmos y habla de besos con fajes y se burla de la policía y sus barrotes de pacotilla… curtiéndon­os también una caparazón como escudo para que ahora canosos y solitarios tengamos el alma para soportar los cíclicos embates de los amores falsos, las promesas huecas, las ilusiones perdidas y las ganas de llorar.

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