La razón de la sinrazón
Como siempre, bien escribe Juan Villoro que al irse José Agustín de este mundo material “el rey llega a su templo” y no quisiera añadir ni una sola línea que no sea en abono de la gratitud lectora a un maestro incomparable de la prosa en libertad. Ahora es más importante que nunca mostrar la gratitud del silencio ante el preciso instante en que uno descubre una sensación indescriptible, allí a la mitad de una línea tipográfica en la callada lectura de un párrafo que parece tener imanes, el joven delgado con la cabeza llena de sueños irrealizables de pronto descubre una chingadera o un cabrón, un no mames en tinta que parece aumentar el silencio aplastante con el que ese joven lee esas palabras que normalmente sólo ejercita entre cuates, lejos de los abuelos (que se vuelven catatónicos con buey o güey y ni imaginar su miocardio si nos oyeran una mentada de madre).
Para los estrictos coetáneos de José Agustín hubo el infierno de la descalificación por tan sólo el copete sin gomina o la greña al filo del cuello, una meleniza que en poco tiempo pasó a ser ridícula si se compara con la verdadera cabellera al afro o al vuelo. Así como los Profetas de Liverpool pasaron de las cabezas cubiertas con un largo de trapo a la luenga psicodelia con la que John encabezó el cruce del Rubicone llamado Abbey Road, esa melena de león de veras larga y fluyente en los particulares caireles largos de Ringo, Paul y Georgie… pues así también la fotografiá de José Agustín con un leve fleco y dos dedos sobre su sonrisa perfecta en blanco y negro pasan ahora por el filtro de mil colores en neón con una entrañable ternura; uno lee las crónicas en periódicos ya amarillos que se rasgan las vestiduras por Woodstock o Avándaro y entra un suspiro en la saliva, pero en medio está la pulpa de la libertad, de quienes se pintaron flores en la barriga y fumaron nubes verdes (ahora legalizadas en medio mundo o en gotas) y allí mismo tiene que estar la sincera gratitud a los hermanos mayores, a los primos grandes y todo eso que fue la generación inmediatamente precedente de ese joven que con palabrotas descubrió que la literatura también hace sentir orgasmos y habla de besos con fajes y se burla de la policía y sus barrotes de pacotilla… curtiéndonos también una caparazón como escudo para que ahora canosos y solitarios tengamos el alma para soportar los cíclicos embates de los amores falsos, las promesas huecas, las ilusiones perdidas y las ganas de llorar.