¿Nuestra normalidad es la muerte?
Los mexicanos, por lo que parece, tenemos una muy extraña tolerancia al horror de la muerte. En cualquier país civilizado, la población respondería masivamente para expresar su absoluto rechazo a las masacres y asesinatos que aquí, en estas tierras, acaecen todos los días y han terminado por ser parte de nuestra perversa normalidad.
Pero, la indiferencia —o la pasividad ciudadana cuando la brutalidad irrumpe en el paisaje— no sólo se manifiesta en nuestra desconcertante respuesta ante la violencia sino que está presente también al sobrevenir el espanto en cualquier lugar del territorio: si un desvencijado bus se desbarranca en una carretera de montaña y pierden la vida 20 o 30 compatriotas nuestros, la noticia se diluye sin mayores resonancias en los medios y la tragedia no tiene consecuencia alguna porque, encima, el aparato de la justicia opera de manera desastrosa en esta nación.
La impunidad se ha vuelto la madre de nuestro infierno. Y la dejadez primigenia de los responsables de ocuparse de las cosas con solvencia y dignidad nos ha llevado, hoy, al peor de los mundos en regiones enteras del territorio: reinan ya, en muchísimas comarcas, los criminales; cobran por dejarte que sigas vendiendo mercancías en tu pequeño negocio; piden cuotas a los campesinos, a los productores de aguacate, a los granjeros, a los transportistas y a cualquiera
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El desgarrador sufrimiento de los semejantes parece no sacudir nuestras conciencias
que haya emprendido una actividad medianamente lucrativa; matan, violan y secuestran, por no hablar del salvajismo más gratuito, como el caso de los jóvenes que fueron masacrados por haber echado de una fiesta a unos sicarios que se habían colado sin invitación; en fin, una tercera parte de México se ha vuelto inhabitable pero, miren ustedes, no pasa nada y el veneno de la retórica oficialista basta, así como están las cosas y así de contundente como es la realidad del horror, para seguir embelesando a millones de conciudadanos nuestros y para convencerlos de que todo debe seguir igual.
El desgarrador sufrimiento de los _* semejantes parece no sacudir nuestras conciencias de la misma manera como el ancestral fatalismo que portamos sobre los hombros nos impide desarrollar la más ejemplar de las combatividades. ¿Cuál? La del ciudadano exigente.
¿Hasta dónde, y hasta cuándo, seguirá siendo México el país de la muerte?