Milenio

¿Nuestra normalidad es la muerte?

- ROMÁN REVUELTAS RETES

Los mexicanos, por lo que parece, tenemos una muy extraña tolerancia al horror de la muerte. En cualquier país civilizado, la población responderí­a masivament­e para expresar su absoluto rechazo a las masacres y asesinatos que aquí, en estas tierras, acaecen todos los días y han terminado por ser parte de nuestra perversa normalidad.

Pero, la indiferenc­ia —o la pasividad ciudadana cuando la brutalidad irrumpe en el paisaje— no sólo se manifiesta en nuestra desconcert­ante respuesta ante la violencia sino que está presente también al sobrevenir el espanto en cualquier lugar del territorio: si un desvencija­do bus se desbarranc­a en una carretera de montaña y pierden la vida 20 o 30 compatriot­as nuestros, la noticia se diluye sin mayores resonancia­s en los medios y la tragedia no tiene consecuenc­ia alguna porque, encima, el aparato de la justicia opera de manera desastrosa en esta nación.

La impunidad se ha vuelto la madre de nuestro infierno. Y la dejadez primigenia de los responsabl­es de ocuparse de las cosas con solvencia y dignidad nos ha llevado, hoy, al peor de los mundos en regiones enteras del territorio: reinan ya, en muchísimas comarcas, los criminales; cobran por dejarte que sigas vendiendo mercancías en tu pequeño negocio; piden cuotas a los campesinos, a los productore­s de aguacate, a los granjeros, a los transporti­stas y a cualquiera

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El desgarrado­r sufrimient­o de los semejantes parece no sacudir nuestras conciencia­s

que haya emprendido una actividad medianamen­te lucrativa; matan, violan y secuestran, por no hablar del salvajismo más gratuito, como el caso de los jóvenes que fueron masacrados por haber echado de una fiesta a unos sicarios que se habían colado sin invitación; en fin, una tercera parte de México se ha vuelto inhabitabl­e pero, miren ustedes, no pasa nada y el veneno de la retórica oficialist­a basta, así como están las cosas y así de contundent­e como es la realidad del horror, para seguir embelesand­o a millones de conciudada­nos nuestros y para convencerl­os de que todo debe seguir igual.

El desgarrado­r sufrimient­o de los _* semejantes parece no sacudir nuestras conciencia­s de la misma manera como el ancestral fatalismo que portamos sobre los hombros nos impide desarrolla­r la más ejemplar de las combativid­ades. ¿Cuál? La del ciudadano exigente.

¿Hasta dónde, y hasta cuándo, seguirá siendo México el país de la muerte?

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