Los infartos
Ayer el Presidente, ante los cuestionamientos incómodos de Jorge Ramos en la mañanera —¡Jesús! Que no se vuelva a colar éste, ponme al Lord Molécula en primera fila y no le des el micrófono a nadie más—, dijo que el alud de sangre con que su T4 irriga a México es cosita de nada: que en el país más gente se muere por infarto que por asesinato.
Y tiene razón, pero sólo si habla de los infartos que llegan cada que un mexicano sale de casa y ve a alguien, a cualquier sombra sospechosa, a la vuelta de la esquina. Cada que se toma el metro. Cada que un policía nos dirige la mirada, aunque seamos más inocentes que un cordero lechal. Cada que hay que viajar por carretera. Cada que los hijos se van el fin de semana sin que sepamos si los volveremos a ver.
Porque bajo su gobierno —o el de sus sucedáneos, como Evelyn Salgado y Delfina Gómez— los campesinos se ven obligados a enfrentarse a machetazo limpio contra los sicarios que los acosan, mientras que los policías estatales se dedican a secuestrar, torturar y extorsionar a ciudadanos. Las narcofosas cubren el país y el escarnio desde el poder es para las madres buscadoras. Nuestros tesoros naturales y arqueológicos más importantes están tomados por el crimen organizado y no se pueden visitar más. Los niños de 12 años deben empuñar fusiles para proteger sus tierras ancestrales a falta de gobierno que los defienda. Las carreteras se han convertido en cajas chicas de los malandros. Los narcos atacan nuestros pueblos serranos con drones militares. Los indígenas chiapanecos se ven desplazados de sus comunidades originarias por las bandas locales como jaguares ante el Tren Maya. En otros tiempos, en otros mundos, una sola de estas ocurrencias hubiera bastado para tumbar a cualquier presidente. Pero en el México de hoy, mientras nos lleva redondamente la tiznada, el presidente dice que no es para tanto, culpa e injuria a los mensajeros, le reparte abrazos a los capos y emplea a su flamante Guardia Nacional militarizada en regentear farmaciototas, volar avioncitos y armar trenecitos. Y no pasa nada.
Incluso el peor PRI de la dictadura, el mismo que desenfadadamente negociaba con los capos, al menos les ponía ciertas condiciones, siendo la primera de éstas que conservaran cierta paz social. Pero López Obrador sólo se ocupa de cebar su frágil ego para verse como el gran estadista que él sueña ser, apostándole no a la resolución de los problemas, sino a montar un aparato burocrático que nos venda un espejismo de país que sólo existe en su imaginación. Porque no es que su estrategia sea apuntalar los programas sociales para desincentivar la delincuencia —que, sin control ni registro alguno y con francas intenciones clientelares y electorales, no hacen la menor mella—, ni que le apueste a la rehabilitación sobre el castigo —el famoso abrazos, no balazos—. En realidad
_ el sexenio de López y sus cientos de miles de cadáveres es uno de inacción redonda, de capitulación voluntaria, abyecta y total por parte del Estado ante el crimen organizado como nunca antes habíamos visto en México.
Y con esos tanates piden continuidad.
A uno le dan cuando sale de casa, al viajar por carretera o cada que los hijos se van el fin de semana