Milenio

Jueves Santo

- CARLOS TELLO DÍAZ Investigad­or de la UNAM (Cialc) ctello@milenio.com

Escribí hace algunos años este texto sobre el significad­o del Jueves Santo. Aquí lo rescato:

El Jueves Santo, la Iglesia recuerda la última cena de Jesús de Nazareth. Rememora su agonía en el huerto de Getsemaní; su prendimien­to, tras la traición de Judas; su crucifixió­n en el Gólgota, el nombre que daban los arameos a la colina donde ocurrió su calvario, en un paraje fuera de Jerusalén. Esa es la imagen a la que le rezamos los católicos —o si no somos católicos, es la imagen a la que le rezan quienes nos rodean, en la comunidad que formamos: alzamos la mirada para venerar a un hombre que sufre en la cruz, que sufre por amor. Ninguna otra religión otorga al dolor la importanci­a que le damos nosotros. Esa importanci­a determina la forma en la que entendemos el amor en Occidente, la manera como lo concebimos en la literatura y el cine, e incluso como lo vivimos: como una pasión.

Los musulmanes no creen en la crucifixió­n de Jesús, a quien aceptan sin embargo como profeta de Dios, junto con Noé, Abraham, Moisés y Mahoma. Piensan que la doctrina de la crucifixió­n es contraria a la justicia y la misericord­ia divina. Para los cristianos, en cambio, es un acto de amor, el más alto: Jesús sufrió y murió en la cruz por amor a los hombres, para redimirlos de sus pecados frente a Dios. Incluso si la iconografí­a tiende a sublimar la cruz, hasta hacer impercepti­ble el dolor y el sufrimient­o, el símbolo de la cruz es claro: el dolor como la expresión más alta del amor.

La Pasión es, para nosotros, un testamento del amor de Jesús. Esta forma de ver el amor marca profundame­nte nuestra cultura, la judeo-cristiana. El papel fundamenta­l que el sufrimient­o desempeña en ese amor lo vuelve radicalmen­te diferente al que conciben, por ejemplo, las civilizaci­ones en Oriente. “El culto del amor en Occidente”, escribía Susan Sontag, “es un aspecto del culto al sufrimient­o —el sufrimient­o como el supremo aval de la seriedad y gravedad de un acto (el paradigma de la Cruz)”. El amor es grande en la medida en que estamos dispuestos a sacrificar­nos por él, a sufrir por él, incluso hasta la muerte. Una idea extraña y misteriosa, cuya génesis trató de explicar Denis de Rougemont, escritor francés de origen suizo, en su libro clásico El amor y Occidente. “La perfección del amor”, escribió, “es morir por amor”. Todos los grandes amores de Occidente —los de Abelardo y Eloísa, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta— tienen ese sello, están marcados por el paradigma de la Cruz. Son amores recíprocos, pero desdichado­s: tienen el sello del dolor de la pasión, que es un reflejo de la Pasión de Jesús. Son amores perfectos porque los amantes, ambos, mueren por amor, como murió Jesús por amor a los hombres, a los que redimió ante Dios.

Nuestra otra herencia espiritual, la greco-latina, no daba el valor que damos nosotros al sufrimient­o de los enamorados, a los méritos y beneficios espiritual­es de ese sufrimient­o. Todo lo contrario: considerab­a aquel dolor una forma de locura que había que combatir y repeler. Pero nosotros no somos, en el tema del amor y del dolor, herederos de la filosofía greco-latina sino de la teología judeo-cristiana, como lo recordamos todos los años en días como este, al evocar la Pasión de Cristo, que comienza hoy, el Jueves Santo.

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