No le llamen debate
El relojito fue el primero en abandonar la escena de ese crimen cívico llamado debate. Lo que me dio verlo doblar las manecillas fue una tremenda envidia: ¿quién me regresa esa hora y pico de mi vida que podría haber aprovechado en cosas más interesantes como, no sé, mirar secarse la pintura? ¿Por qué no hubo verificadores de datos o, siquiera, alguien que le diera a los candidatos un toque eléctrico en las nachas cuando se agarraban como la Guayaba y la Tostada, o cuando no contestaban las preguntas, amarrándose en los mismos retobos y clichés que vienen regurgitando desde que arrancaron sus campañas?
He de decir que la candidata por Morena se mostró mucho menos acartonada que de costumbre. Se veía fresca, dejando de lado sus disfraces autóctonos hechos en China que usa en las giras, y conservó un temple que no ha tenido al reclamar otras “entrevistas violentas”. Esto en apariencia, porque en esencia siguió mintiendo como si la realidad estuviera en barata: mostró una y otra cartulina con estadísticas engañosas, trató de que confundiéramos percepciones con hechos, cacareó una ristra de logros inexistentes o exagerados, acusó a su rival de lo que adolece la cleptocracia que ella representa como la mejor de sus lacayos y puso cara de que el aluxe le hablaba cuando Gálvez le espetó las infinitas inhumanidades de su gestión alrededor de las tragedias de la Línea 12, el covid, los recortes a programas sociales y el Rébsamen, entre otras.
Gálvez, por su parte, se vio cansada, con un maquillaje excesivo y señorial, sin esa chispa, ese filo gracioso y articulado que la caracteriza y que ha dejado una y otra vez al de la saliva invencible como insecto en parabrisas. Es difícil disentir con su mensaje: que ella no pertenece a ningún partido, que es una candidata ciudadana y que los mexicanos merecemos mucho más de nuestros funcionarios: que la prosperidad, la paz y el Estado de Derecho no son imposibilidades. Pero aunque conectó un par de buenos golpes —“eso es más falso que tu acento tabasqueño”—, la impresión que dejó es que, teniendo un arsenal de desastres cortesía de la T4 que ya lo quisiera Ucrania, apenas llegó a tirititito.
¿Qué puede decirse de Álvarez Máynez, un patiño sin la menor posibilidad de llegar a puerto? ¿Uno cuyos compinches han desplegado las trácalas más sucias de la vieja clase política mientras él se mal vende como un converso de la modernidad y de la juventud? ¿Uno que nomás no puede sacudirse la etiqueta de esquirol? Lo único que hay que aplaudirle es que consiguió sostener, durante todo el tiempo al aire, una sonrisa macabra que superó las mejores elegías de Jack Torrance en The Shining.
Con todo lo anterior, que nadie se llame a engaño: lo que se juega entre las únicas dos candidaturas con posibilidades es, por un lado, el podrido proyecto restaurador de la vieja dictadura y, por
_ el otro, una gestión imperfecta pero que apuesta por una prosperidad cabal, moderna y democrática, una donde el presidente es nuestro empleado, no nuestro mesías.
Ojalá entendiéramos más pronto que tarde que todo lo demás es mera utilería.
¿Quién me regresa esa hora y pico que podría haber aprovechado en cosas más interesantes?