Milenio

La rosa tatuada

- Rafael.perezgay@milenio.com @RPerezGay

No conocí el Cine Encanto, gran templo de los sueños que construyó el arquitecto Francisco Serrano en 1937, perfecta construcci­ón art-déco ubicada en Serapio Rendón 87, colonia San Rafael. El sismo de 1957 lo dañó y lo hirió de muerte. Sobrevivió en el abandono hasta que fue derruido.

Ese gran buque zarpaba en la oscuridad con sus tres niveles de butacas ocupadas por las ilusiones de quienes habitaron la ciudad de los cuarenta y los cincuenta. En 1955 se estrenó en ese lugar La rosa tatuada con Burt Lancaster y Anna Magnani basada en la obra de Tennessee Williams, la historia de una viuda que desata su erotismo en amores indecibles con un camionero.

Esta breve historia se abrió pasó entre azares que me pusieron frente a una fotografía de la esquina de Sonora y Nuevo León. Exactament­e en esa esquina una farmacia ofreció sus medicinas, a unos pasos de la papelería Foyo, que ha pactado con la inmortalid­ad. En esa arista de la colonia Condesa, en lo alto del edificio, en la azotea, se anunciaba el Cine Encanto con un espectacul­ar endeble: La rosa tatuada.

Un fotógrafo de la vida diaria tomó la foto desde la fuente del Parque España, con su modesta torre de agua y hechizos poéticos, no citaré de nuevo a Pacheco. Es decir, la fotografía fija en el tiempo de ese cantón urbano del año de 1955: coches de la época, un

El sismo de 1957 dañó el Cine Encanto y lo hirió de muerte

camión de a cuarenta centavos el boleto, una sombra que atraviesa rumbo al misterio del pasado.

En aquel año yo no existía, pero mi familia sí. A veces cuesta imaginar que las cosas sucedan sin que uno figure en la fotografía, pero mi principio de exclusión funciona bien. La madre de mi padre, mi abuela Guadalupe Gay, la hija de Peter que tuvo un bar en el centro, no repetiré aquí esa historia, obtuvo un trabajo como dependient­a, así se les llamaba, la mujer que atendía la farmacia de la esquina de la que hablo. En esa foto de 1955 y bajo el anuncio del Cine Encanto estaba mi abuela Lupe despachand­o medicinas. Termino: cuando mi padre se moría de tristeza a los 91 años y caminaba por un pasillo de fotografía­s que él

_ mismo había puesto en exhibici ón, señalaba con su largo índice tembloroso a su madre. Ahora lo entiendo: su rosa tatuada.

Nunca pude contarle esta trama de la memoria, apenas abrí esa puerta.

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