Heliogábalo
Gil cerraba la semana con un libro excepcional de Mary Beard, catedrática emérita de Cambridge, que en 2016 recibió el Premio Princesa de Asturias, quien ha escrito una obra notable en torno a la historia y el mundo romano
Gil cerraba la semana con un libro excepcional entre las manos: Emperador de Roma (Crítica, 2023) de Mary Beard, catedrática emérita de Cambridge y editora de clásicas del Times Literary Supplement. En el año 2016 recibió el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales. Beard se sabe desde luego de memoria a Suetonio, de hecho es una Suetonia moderna, y ha escrito una obra notable en torno a la historia y el mundo romano. Gil lee aún estas páginas y no ha soportado la tentación de arrojar aquí unas tabletas de Heliogábalo, el poder y el delirio. Aquí vamos.
Bienvenidos al mundo de los emperadores romanos. Algunos, como Calígula y Nerón, aún son, hoy en día, sinónimos de exceso, crueldad y sadismo ocasional. Otros, como el «emperador filósofo» Marco Aurelio con sus Meditaciones (o, mejor dicho, como yo las llamo, sus Apuntes para sí mismo), son todavía éxitos de ventas internacionales. Y otros son casi desconocidos incluso para los especialistas. ¿Quién reconoce hoy en día a Didio Juliano, que en el año 193 e. C. se supone que compró su acceso al trono durante algunas semanas, cuando la guardia imperial subastó el imperio al mejor postor?
El emperador Heliogábalo era un adolescente sirio que fue emperador de Roma hasta 218 e. C. y hasta su asesinato en el 222. Estaba tan entregado a la extravagancia que nunca llevó el mismo par de zapatos más de una vez (una rareza que nos recuerda a Imelda Marcos, la antaña «primera dama» de Filipinas, que supuestamente tenía más de tres mil pares de zapatos guardados en sus armarios).
Con perversa y costosa osadía, Heliogábalo cubría sus jardines de verano con hielo y nieve procedentes de las montañas, y solo comía pescado o marisco cuando se hallaba a muchos kilómetros del mar.
Varias historias ponen el foco en su travestismo, en su maquillaje e incluso en su intento de cambiar de género quirúrgicamente. Un escritor contemporáneo, Dion
Estos hombres gobernaron un territorio desde la actual Escocia hasta el Sahara
Casio, autor de una ingente historia de Roma en 80 volúmenes desde sus orígenes hasta el siglo III, aseguraba que “el emperador le había pedido a los médicos que lo dotaran de partes íntimas femeninas mediante una incisión”. En nuestros días ha sido considerado un transgénero pionero que desafió radicalmente los rígidos estereotipos binarios.
Antiguos relatos de su reinado dedican páginas y páginas a enumerar mediante extravagantes listas las desconcertantes excentricidades del emperador, sus extrañas subversiones y sus abominables crueldades, entre ellas, a la cabeza de algunos listados, los sacrificios humanos de niños.
En un extraño aparte, el biógrafo de Heliogábalo asegura que, cuando se representaba un adulterio en escena, el emperador insistía en que la acción se llevara a cabo «de verdad».
Sin duda, eso se convertía en un espectáculo de sexo en vivo. Pero la lógica desconcertante era que invertía el hecho y la ficción y creaba un mundo caótico en el que nadie podía saber quién (o qué) estaba actuando. Una autocracia corrupta en la que todo era humo y espejos distorsionadores.
El poder del emperador iba más allá de la capacidad de matar, no se detenía ante nada.
Heliogábalo fue el vigésimo sexto emperador romano, más o menos (su puesto exacto en la lista numérica depende de a cuántos usurpadores fracasados decidamos incorporar). Los emperadores entraban y salían, y muchos de ellos han caído en el olvido. Algunos han dejado una huella indeleble en la cultura occidental. Calígula (que ocupó el trono desde el año 37 hasta el 41 e. C.) se hizo inolvidable por haber propuesto a su caballo favorito para ocupar un alto cargo político, y Adriano (que gobernó entre el año 117 y el 138), por haber construido la «Muralla» que atraviesa el norte de Inglaterra. Sin embargo, pocos son los que han oído hablar de Vitelio (un glotón insaciable que gobernó unos pocos meses en el año 69), o del autoritario Pertinax (con un reinado igualmente breve en el año 193). No todos dejaron un prolongado recuerdo.
Estos hombres (todos ellos hombres: ninguna «emperatriz» ocupó jamás el trono) gobernaron un vasto territorio que abarcaba, en su máxima extensión, desde la actual Escocia hasta el Sahara y desde Portugal hasta Irak, con una población estimada, fuera de Italia, de unos cincuenta millones de personas.
Como todos los viernes, Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el
_ mesero se acerca con la charola que soporta la botella de Glenfiddich 15, Gamés pondrá a circular la máxima de Tierno Galván por el mantel tan blanco: “el poder es como un explosivo, o se maneja con cuidado, o estalla”.