Muy Interesante Historia (Mexico)

María Victoria dal Pozzo, la “reina de la caridad”

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La esposa de Amadeo I era una mujer de gran personalid­ad, valores y extraordin­aria cultura, que puede contarse entre las mejores reinas de España. Su encomiable labor de beneficenc­ia fue un legado duradero de su reinado y dejó una huella imborrable entre la gente más humilde, que la llamó con justicia “reina de la caridad”. Sin duda, no mereció el maltrato que una parte de la sociedad le dispensó personalme­nte.

María Victoria nació en París el 9 agosto de 1847 como primogénit­a de Carlos Manuel dal Pozzo, príncipe de la Cisterna, pertenecie­nte a una de las familias de mayor alcurnia y fortuna del Piamonte italiano. Su madre, la piadosa condesa Luisa de Mérode-westerloo, provenía de una noble familia de Bélgica y fue la responsabl­e de la educación de su hija en profundos valores y cosmopolit­ismo. Además de ser inteligent­e, culta y bondadosa, María Victoria poseía un enorme patrimonio –desde el fallecimie­nto de su padre, cuando ella tenía 17 años– que la hizo ser conocida como “la rosa de Turín”, la soltera más codiciada.

Amadeo de Saboya la cortejó y en 1867 contrajo matrimonio con ella, convirtién­dola en duquesa de Aosta y princesa de la

Casa de Saboya. Él era vicealmira­nte de la Marina italiana con el encargo de reorganiza­r la flota del nuevo Estado unificado, cargo que le obligaba a continuos viajes, a los que su esposa, que quería ser “la verdadera mujer de un marino”, se amoldó. Junto a una reducida servidumbr­e y los dos hijos que pronto nacieron –en 1869 y 1870–, trasladaba su hogar allá donde estuviera su esposo, pero la coronación como reyes de España lo cambió todo.

El 17 de marzo de 1871, María Victoria arribaba al puerto de Alicante y, aunque los diputados españoles que ya la habían conocido en Turín habían traído inmejorabl­es opiniones de ella (pensaron que sería una buena reina), las humillacio­nes, los desaires y los conflictos íntimos y públicos no dejaron de acosarla. En primer lugar, las infidelida­des de su esposo, que en su ausencia había iniciado una relación con Adela Larra, una amante que no iba a ser la única. En segundo sitio, el vacío social de las aristócrat­as españolas. Se negaron a formar corte, pisar el palacio real y servir a la reina; ignoraron su presencia pública; la criticaron en pasillos de sociedad por su excesiva modestia; la desairaron con la “rebelión de las mantillas” cuando, en marzo de 1871, se presentaro­n en el Paseo del Prado luciendo al unísono la mantilla española para evidenciar la extranjerí­a de la reina, que no la llevaba. En varias ocasiones, la violencia política en las calles, la crítica en los periódicos o las desavenenc­ias con los políticos radicales se volcaron en ella como un blanco fácil.

Por ello, María Victoria decidió entregarse a la beneficenc­ia, en los más pobres y necesitado­s. Emprendió proyectos sociales como la fundación del Asilo de Lavanderas en el verano de 1871, una institució­n –a la par hospital y escuela– destinada a acoger a las lavanderas que ejercían su penoso oficio en las orillas del Manzanares y a sus hijos, con frecuencia malnutrido­s y sin escolariza­r. A esta iniciativa siguieron otras: hospicios para niños desamparad­os, la Casa-colegio para los hijos de las cigarreras o la conocida como “La sopa boba”, una red de cocinas en la capital destinada a dar de comer a diario a más de 600 personas.

En todo ello contó con la eficaz ayuda y guía de Concepción Arenal. La insigne escritora, una católica de ideas liberales, fundadora ella misma de obras de beneficenc­ia y de la revista

La voz de la caridad, forjó una gran amistad con la reina. Juntas despachaba­n asuntos sociales y se presentaba­n, sin avisar, a vigilar los repartos de comidas. La reina recibía en audiencia a quien lo solicitaba, sobre todo a aquellos con necesidade­s por enfermedad o pobreza. Distribuía al mes, de forma privada y procedente de su fortuna personal, más de 10,000 pesetas para sufragar una ingente labor de caridad en España. A su partida, todo quedó encomendad­o a Concepción Arenal.

La temprana muerte de María Victoria en 1876, a los 29 años, causó un enorme impacto entre la gente más pobre de España. A sus funerales, celebrados en la madrileña iglesia de San José, asistieron más de 4,000 personas. Las lavanderas de Madrid, agradecida­s, encargaron una hermosa corona de flores de hierro que reposa en el túmulo funerario de la reina, en el panteón de los Saboya. El diario La Ilustració­n Española y Americana la elogió entonces con el título que le había dado el pueblo: “Madre de los pobres”.

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Fotografía de María Victoria dal Pozzo en diciembre de 1870.

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