Muy Interesante Historia (Mexico)
El 13 de agosto de 1943, un segundo bombardeo sobre Roma mataría a 500 civiles.
Igualmente es fueron los bombardeos sobre Roma, que el papa trató de evitar por todos los medios posibles (ni siquiera el Vaticano se libraría de ellos, el 5 de noviembre de 1943 y el 1 de marzo de 1944, si bien los responsables de estos dos ataques fueron, casi con plena seguridad, aparatos fascistas). A pesar de las advertencias de Pío XII para que los británicos no pusieran en peligro las relaciones entre la Santa Sede e Inglaterra, la Ciudad Eterna fue golpeada durante cerca de un año por la aviación aliada.
Cuando el emisario Myron Charles Taylor rogó a Churchill que no lo hiciera y que, en caso de que fuera inevitable, la RAF se limitara a bombardear objetivos militares, el primer ministro replicó: “Los bombardeos nocturnos no se prestan a la precisión”. El 10 de julio de 1943 Roosevelt anticipó que el desembarco de las tropas aliadas en suelo italiano se vería acompañado por ataques aéreos, pero aseguró que se respetarían tanto las iglesias e instituciones religiosas como la neutralidad del Vaticano. Unos días después, el 19, Roma sufrió el mayor raid de la guerra hasta entonces, con más de 1,000 bombas arrojadas por 540 aviones que, pese a su extremo cuidado, no pudieron evitar los destrozos en la basílica de San Lorenzo Extramuros, lo que sería convenientemente aprovechado por la propaganda del Eje. La destitución de Mussolini el 25 de julio avalaría que el castigo fue efectivo, aunque no concluyente. El 13 de agosto, un segundo bombardeo mataría a 500 civiles y convertiría Roma en una inmensa pira funeraria; a lo largo de la guerra, la capital sufriría 50 ataques más, que descargaron miles de toneladas de bombas. Harto de ver tantos cadáveres de inocentes en las calles, el clero estalló contra la ofensiva en un momento en el que las dependencias del Vaticano acogían a 15,000 refugiados, muchos de ellos judíos. Aunque los comandantes aliados no cesaron en su arremetida y a Pío XII no le quedó más remedio que resignarse a las matanzas.
Por lo demás, fuera del Viejo Continente, la percepción sobre el papel de la Iglesia durante la guerra no fue tan controvertida. En sus radiomensajes de Navidad el papa no necesitaba poner nombre a quienes abusaban del poder para que sus destinatarios los reconocieran y hallaran consuelo en sus palabras. “Su voz –decía el New York Times– es una voz solitaria en el silencio y la oscuridad que envuelven Europa esta Navidad”. Tampoco los nazis se prestaban al engaño y clamaron, por ejemplo, contra su discurso de 1942, en el que, por fin, habló de esos “cientos de millares de personas que, sin
culpa propia alguna, a veces sólo por razones de nacionalidad o raza, se ven destinados a la muerte o a un progresivo aniquilamiento”.
Sus condenas, es verdad, seguían siendo genéricas y no cambiarían ni siquiera en los últimos meses de la guerra, cuando los judíos húngaros deportados a partir de mayo de 1944 se transformaron en “ciudadanos húngaros sometidos a vejaciones en razón de su nacionalidad u origen”, pero la polémica sobre “el papa de Hitler” sería posterior.
Después de la guerra
En la actualidad, la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas con 180 Estados soberanos; en el momento en que Pío XII fue elegido papa no llegaban a 40, y entre ellos no se contaban Gran Bretaña (hasta 1982) ni Estados Unidos (hasta 1984). Sin embargo, el fin de la Segunda Guerra Mundial y la división del planeta en dos grandes bloques no hizo sino subrayar el anticomunismo de la Iglesia católica, permanentemente hostigada en los países del Este.
En 1947, el papa Pío XII dijo que la Iglesia condenaba la existencia de regímenes marxistas, y dos años después, desde la plaza de San Pedro, planteó lo que el Estado antirreligioso pretendía de la institución: su silencio y servilismo. El 1 de julio de 1949 la Congregación del Santo Oficio dio un paso más y decretó la excomunión de los fieles que profesaran la doctrina comunista y, sobre todo, la de aquellos que la defendieran y propagaran. Ya no había equidistancias, para satisfacción de los presidentes Truman y Eisenhower, quien celebró la lucha del santo padre contra “esa cosa mala y mortal que es el comunismo, que trata de aplastar nuestra tierra y ganar las almas de los hombres”.
Unos años antes, Stalin, menospreciando la fuerza del Vaticano, había preguntado al ministro de Asuntos Exteriores francés Pierre Laval cuántas divisiones tenía el papa para convencerlo de que rebajara la presión sobre los católicos en su país. La Guerra Fría le daría la respuesta.