Muy Interesante Historia (Mexico)

La traición internacio­nal de Napoleón

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Además de traicionar a los franceses con aquella obsesiva concentrac­ión de poder en sus manos, hay que tener en cuenta que Napoleón llevó a cabo una traición aún más notable e innecesari­a, así como una de las que más cara le salió: la traición a sus aliados internacio­nales en las numerosas guerras que libró a lo largo y ancho del continente. Era una costumbre que el corso empezó en 1806, cuando rompió el Tratado de Schönbrunn, firmado con Prusia apenas seis meses antes tras la victoria en la batalla de Austerlitz, también conocida como la batalla de los Tres Emperadore­s. Según ese papel rubricado, Prusia dos como supuestos traidores de su causa. Comenzaba así el periodo más despótico y opresor de su mandato, en el que no tuvo reparos en centraliza­r la justicia en un único Tribunal Revolucion­ario e intensific­ar la represión a través de la ley de Pradial. Esta ley anulaba todas las garantías de los acusados, que no pudieron presentar testigos y defensores desde entonces. Fue el comienzo de un oscuro periodo de siete semanas en el que se decapitaro­n a más de 1,300 personas en la ciudad de París.

Al final se quedó aislado y se ganó numerosos enemigos que comenzaron a conspirar en su contra. El 26 de julio de 1794, no se le ocurrió otra cosa que presentars­e en la se convertía en aliado de Francia y recibía, a cambio de ciertas concesione­s territoria­les, el reino de Hannover.

Sin embargo, el traicioner­o y ambicioso emperador quiso llegar a un acuerdo con los británicos para que le dejara las manos libres en la conquista del Viejo Continente, y para ello no dudó en ofrecer a Londres la soberanía sobre Hannover. Se trataba de una cesión fraudulent­a que los ingleses comunicaro­n rápidament­e a los prusianos. Esa fue la razón de que se desatara la cuarta Guerra de la Coalición y de que comenzara, aunque a Napoleón ni se le pasaba por la cabeza, el principio del fin de su reinado. asamblea con una nueva lista de enemigos de la Revolución a los que había que guillotina­r, pero se negó a revelar sus nombres pese a las súplicas. Al día siguiente, los diputados empezaron a recriminar­le sus atrocidade­s a gritos, sin dejarle hablar, y lo detuvieron. Dos días después, tras ser liberado por la comuna de París y nuevamente apresado por las tropas leales a la Convención, fue llevado a la plaza de la Revolución sin la pomposa peluca que solía lucir. En su lugar, llevaba una venda ensangrent­ada que el verdugo le arrancó. A continuaci­ón fue acomodado bajo el filo de la cuchilla y todos aquellos que un año antes le aclamaban, clamaron: “¡Abajo el tirano!”. Y su cabeza rodó.

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(1807), de Horace Vernet. Napoleón en la batalla de Friedland

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