Muy Interesante Historia (Mexico)
Mir Jafar, el enemigo público número uno de India
El nombre de Mir Jafar provoca sarpullidos en el subcontinente indio, y un cuadro de Francis Hayman, presente en la National Portrait Gallery de Londres, nos ayuda a entender por qué. En él, vemos a Robert Clive (Clive de la India) saludando a este personaje, cada uno con su séquito, con un elefante detrás. La escena de Hayman tiene lugar tras la batalla de Plassey (1757), una victoria del ejército británico frente a las tropas, mucho más numerosas, del último nawab independiente de Bengala, Siraj ud-daulah.
Mir Jafar “vendió” al nawab, contribuyendo, así, a la gloria de Clive y al asentamiento en esa región de la Compañía Británica de las Indias Orientales, la corporación colonial fundada en tiempos de Isabel I por unos emprendedores ingleses.
¿Qué ganó el aristocrático general con su traición? Pues, para empezar, sucedió a Siraj ud-daulah en el gobierno, aunque, para ello, tuviera que resignarse a ser una marioneta en manos de los británicos. Más tarde, incapaz de satisfacer los requerimientos de sus amos, se echó en brazos de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, lo que propició su destitución por su yerno, Mir
Qasim, que también acabaría enfrentado a quienes lo habían sentado en el trono. De nuevo, Mir Jafar tomó las riendas del poder hasta su muerte en 1765.
“La ignominia asociada a ese nombre no nos hace sentir bien”, comentó uno de sus descendientes, el doctor S. M. Reza
Ali Khan, en una entrevista de 2020; sin tratar de justificar los actos de su antepasado, añadió que las circunstancias en el siglo XVIII eran muy diferentes. Según él, Siraj tampoco había completamente inocente, ya que había liquidado a varios familiares para sentarse en el trono. Y no fue Mir Jafar el único colaboracionista. A finales de ese siglo, el ministro Mir Sadiq posibilitaría la victoria británica en la cuarta guerra anglo-mysore (1798-99), tras traicionar en un asedio al llamado Tigre de Mysore, Tipu Sultan.
supuesto, en el de los Sonderkommandos, forzados a cooperar con los nazis en las cámaras de gas. Hubo excepciones, naturalmente. En este sentido, un traidor a su pueblo fue Chaim Mordechai Rumkowski, presidente del Judenrat del gueto de Lodz, que obró como un cacique con su propia gente, plenamente identificado con la perversidad de Hitler.
Finalmente, cerramos esta galería de traidores a su país, sus principios o su propia sangre con un hombre que negó el pan y la sal a muchos de sus compañeros de oficio: el genial cineasta Elia Kazan, director de películas como Un tranvía llamado Deseo o La ley del silencio. Cuando en 1999 recibió el Oscar honorífico de manos de Martin Scorsese y Robert de Niro, algunos invitados a la ceremonia se quedaron sentados y no le aplaudieron. ¿El motivo? En los años 50, Kazan, que había pertenecido al Partido
Comunista y renegado de él, delató a varios de sus amigos ante el Comité de Actividades Norteamericanas de Joseph Mccarthy, en esa época de renovadas tinieblas que fue la caza de brujas. De nuevo, nos sacude el dilema. ¿Pactó este Fausto con Mefistófeles por convicción, por miedo al ostracismo, para seguir medrando en la industria del cine? En A life, sus memorias, reconstruye su testimonio, la humillación que sintió entonces y las secuelas de desdén y amistades perdidas, pero deja en el aire –con la ambigüedad de los traidores, o, sencillamente, de los seres humanos– el fondo de su encrucijada: “No quería cooperar con ese comité, pero, por otro lado, no quería defender al Partido con mi silencio en los puntos críticos de la investigación”. En realidad, Kazan no buscaba el favor de sus lectores con una especie de arrepentimiento. Lo hecho, hecho estaba.