Caza al leviatán
Desde la noche de los tiempos el hombre y la ballena han protagonizado duelos encarnizados en el mar; la captura de estos cetáceos se convirtió, de hecho, en una de las mayores industrias de la era preindustrial.
Pero Jehová tenía dispuesto un gran pez para que se tragara a Jonás, y éste permaneció en el vientre del pez tres días y tres noches.” En las entrañas del monstruo, el castigo divino de Jonás, toma forma la ballena como mito. Es la materialización del Leviatán del Antiguo Testamento, una criatura temible y majestuosa, que reina en las extensas aguas y se interpone, invencible, entre el hombre y el dominio del mar, convertida en el antagonista perfecto; en la quintaesencia de los mitos del mar inexplorado e impenetrable. La ballena no es un pez cualquiera. Tiene algo de sagrado y diabólico a la vez. “Y creó Dios los grandes cetáceos y todos los seres vivos que serpentean y bullen en las aguas”, reza el Génesis. Domarla, derrotarla, es cabalgar entre lo heroico y lo sacrílego. Es desafiar al diablo, pero también a Dios; enfrentarse al rostro más colérico y airado de la naturaleza. La ballena o el Leviatán, simple cetáceo y al mismo tiempo criatura mitológica. Pez y monstruo, guardián de un territorio virgen, el océano, vedado para el hombre. Cetus para los griegos, materializó la ira de Poseidón, quien creó al monstruo marino en represalia por el atrevimiento de Casiopea, la cual se había aventurado a afirmar que su hija Andrómeda era más bella que las mismísimas Nereidas. En la mitología japonesa Amemasu, una gigantesca ballena, es la causante de los tsunamis que asolan las islas del archipiélago nipón desde tiempos inmemoriales; para los maoríes, por otro lado, su más lejano antepasado, Paikea, llegó a Nueva Zelanda a lomos de una ballena, que lo había rescatado tras volcar su canoa en mar abierto. Más allá de las brumas del mito, los grandes cetáceos son una obsesión recurrente para el hombre desde tiempos muy antiguos.
Ballenas varadas
Al menos desde el Neolítico, como lo prueba el arte rupestre del Fiordo de Alta, en Noruega, cuyas figuras de animales –que incluyen ballenas– datan de mediados del V milenio a. C. Más antiguos aún, impresos en la roca desde hace 8,000 años, son los petroglifos de Bangudae, en Corea del Sur, donde se documentan las primeras representaciones de escenas de caza de ballenas de las que, hasta hoy, tenemos noticias. Indicios todos ellos que certifican la antigüedad de esta práctica, y el interés de las primeras comunidades humanas por los grandes cetáceos. Imposible, no obstante, saber cuándo y cómo comenzaron nuestros antepasados a lanzarse al mar para enfrentarse cara a cara con el Leviatán. Con toda seguridad, los primeros encuentros fueron totalmente accidentales. Sólo las ballenas varadas en la costa, en un tiempo en el que las técnicas de navegación eran tan precarias, eran presa asequible para estas comunidades primitivas. Poco a poco, y ante el enorme atractivo del suculento botín, dichas comunidades costeras habrían comenzado a hacerse a la mar en pequeñas embarcaciones con el objetivo de hostigar al cetáceo, acorralándolo, y empujándolo progresivamente hacia la costa.