Muy Interesante (México)

El escritor de Cuévano

Jorge Ibargüengo­itia desmenuzó a la clase media mexicana y a sus políticos.

- Por Francisco Herrera Coca

Jorge Ibargüengo­itia fue, de alguna manera, un escritor autobiográ­fico. Muchos de sus textos, tanto literarios como sus artículos de opinión, trataban sobre sí mismo. En ellos se retrató de un modo que desafió las convencion­es de la literatura mexicana: se mostraba “provincian­o”, antiintele­ctual y en varias ocasiones se burló de sí mismo.

“Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras... Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir en la capital”, escribió el propio Ibargüengo­itia acerca de su vida.

Pese a abandonar su tierra natal a tan corta edad, nunca dejó del todo Guanajuato, lugar que se convirtió (junto con la Ciudad de México) en el escenario perfecto para gran parte de su narrativa, aunque en sus cuentos y novelas Guanajuato sería rebautizad­o como Cuévano.

Acompañado de su madre, María de la Luz Antillón, y de su tía, Emma, Ibargüengo­itia creció en una antigua casa porfiriana, donde desde pequeño descubrió la escritura. Redactó tres hojas de papel que formaban un pequeño periódico, el cual mostraban las orgullosas mujeres a cuanto visitante llegaba a la casa, hasta que una tía lo compró por un centavo; el incipiente escritor había logrado su primera venta, aunque no todas serían tan sencillas.

Cuando estudiaba la primaria conoció a quien más tarde sería uno de sus grandes amigos: Manuel Felguérez, zacatecano, que con los años se convertirí­a en uno de los pintores más importante­s de México.

Un ingeniero en busca de oficio

Por insistenci­a de la tía Emma, Jorge ingresó a la escuela de Ingeniería de la Universida­d Nacional Autónoma de México (UNAM). Sólo duró tres años, al darse cuenta de que había equivocado la profesión. Regresó a Guanajuato, donde dedicó los siguientes tres años a rescatar el rancho familiar.

Dedicaba sus jornadas a intentar volver productivo el rancho de San Roque, cuando un día conoció a un amigo de su madre, el dramaturgo Salvador Novo, quien presentaba la obra de teatro Rosalba y los Llaveros, de Emilio Carballido. Novo invitó a Ibargüengo­itia a la función, y el joven asistió gustoso. Aquella representa­ción lo conmovió de una manera que no volvería a repetirse en su vida; abandonó el rancho y tres meses después ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

Al llegar a la Facultad, el joven se inscribió en la única clase que enseñaba a escribir: Teoría y composició­n dramática, impartida

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