Me he portado mal
Una investigación demuestra que nuestro cerebro se adapta al comportamiento deshonesto mediante la acumulación de pequeños actos corruptos. El porqué nos permitimos ser deshonestos es algo que los científicos están estudiando.
Imagine el lector que lo invitan a participar en un concurso. Lo que tiene que hacer es muy sencillo: observando una foto, adivinar con otra persona el número de monedas contenidas en frascos de cristal. Sólo usted puede ver la imagen con claridad; su socio, un desconocido del otro lado de la red, tiene una imagen borrosa. Si se acercan a la cantidad real, ambos ganarán un poco de dinero y tendrán algo curioso para relatar en casa. Hasta aquí todo está bien. Pero luego le dicen que si usted aumenta o disminuye el número de monedas en los frascos recibirá más dinero que su compañero. Le piden que mienta. ¿Qué haría? ¿Seguiría el juego, o actuaría honestamente? Aunque están en el mismo equipo, usted y su compañero no se conocen. Ni siquiera se han visto. Su interacción se limita a los mails que él le envía con sus cálculos de monedas. Además, puede estar seguro de que él no sabrá que mintió si eleva sólo un poco el monto en el frasco. “Necesito nuevos lentes”, se disculpará usted para luego salir de ahí con unos billetes de más. Nada mal.
Si pudiera ver dentro de su cerebro, tal como hicieron la Dra. Tali Sharot y su equipo del Affective Brain Lab mediante escáneres cerebrales, se daría cuenta de que cuando miente o engaña a su compañero, la parte que presenta mayor actividad es la amígdala. En el escáner ésta muestra mayor requerimiento de oxígeno. Como explica la doctora Sharot: “Cuando mentimos para obtener beneficios personales, nuestra amígdala produce una sensación negativa que limita el grado en que estamos dispuestos a mentir”. Se podría decir que es el sitio del cerebro donde se cocinan los sentimientos de culpa y vergüenza.