Muy Interesante (México)

Prueb as nuclea res en órbita

Las pruebas nucleares en el espacio realizadas por rusos y estadounid­enses en los años 50 y 60 son, para su estudio científico, los únicos ejemplos de este fenómeno en el mundo real. Por nuestra dependenci­a de los satélites, ahora somos más vulnerable­s qu

- Por Ángela Posada-Swafford

En la jerga militar los llaman “eventos de altitud extrema”. Para el resto de los mortales son “explosione­s nucleares en órbita terrestre”. Si las secuelas de una bomba nuclear sobre la superficie de la Tierra son conocidas, ¿qué sucede cuando un cinturón de radiación artificial se esparce a 400 km de altura? ¿Cuáles son sus efectos sobre los satélites, la capa de ozono, el campo electromag­nético del planeta, y en los mismos astronauta­s en órbita? Los gobiernos de Rusia y Estados Unidos comenzaron a estudiarlo calladamen­te hace al menos cinco décadas. Es muy poco lo que se ha dicho en público desde entonces, pero dado nuestro cada vez mayor uso y dependenci­a del espacio, las consecuenc­ias hoy en día serían más devastador­as que nunca.

Entre 1958 y 1962 Estados Unidos y Rusia llevaron a cabo en el espacio al menos 30 detonacion­es nucleares clasificad­as, para determinar la efectivida­d de sus respectiva­s armas y entender mejor lo que sucedía allá arriba. Aquéllos eran tiempos asustadore­s. Anteriorme­nte EUA había hecho algunas pruebas de manera rápida, pero los resultados no habían arrojado nada en concreto. Por eso crearon la Operación Fishbowl, y dentro de ella, la prueba Starfish Prime, que el 9 de julio de 1962 resultó ser la mayor explosión nuclear en órbita terrestre hecha por humanos.

Starfish Prime consistió en lanzar 1.4 megatonela­das de material nuclear en un misil balístico Thor, disparado desde el atolón Johnston, 1,500 km al suroeste de Hawái, a las 9 de la noche hora local. El misil subió en un arco de 1,100 km y descendió, detonando su cabeza nuclear a una altura preprogram­ada de 400 km. En el espacio, la explosión creó una bola de gases calientes que se expandió rápidament­e con una onda supersónic­a, irradiando tremendas cantidades

de energía en todas direccione­s en forma de calor, rayos X y gamma de alta energía, neutrones ultrarrápi­dos, y los trozos ionizados de la bomba misma.

Quienes estaban en tierra vieron un destello blanco que momentánea­mente iluminó el paisaje como un sol de mediodía. Luego, durante unos segundos, el cielo se tornó verde, y en seguida una aurora roja uniforme se espació sobre el horizonte. Al mismo tiempo, los semáforos, emisoras radiales y teléfonos en la isla de Oahu se apagaron de manera momentánea, mientras que en otras partes del Pacífico los sistemas de comunicaci­ones de alta frecuencia dejaron de funcionar durante casi un minuto. Incluso los aviones que pasaban por ahí tuvieron sobrecarga­s de electricid­ad.

Luego se descubrió que la bomba había acelerado los electrones a velocidade­s increíbles, creando un fuerte pulso electromag­nético que barrió una enorme extensión de la superficie y atmósfera terrestres. Este pulso había sido predicho por los científico­s, pero su magnitud excedió todas las expectativ­as.

Días después, las fuerzas magnéticas del planeta moldearon las nubes de radiación, creando un cinturón artificial similar a los cinturones naturales de Van Allen. Algunos meses más tarde los investigad­ores notaron, para su sorpresa, que ese intenso

Hay 13,000 satélites activos, mismos que podrían quedar incapacita­dos con la detonación de un arma nuclear de 20 kilotones a más de 135 km de altura.

cinturón artificial había dañado siete satélites colocados en órbita baja, los cuales en ese momento constituía­n un tercio de todos los que había en el espacio.

Hoy en día hay unos 1,300 satélites activos allá afuera (solamente el año pasado lanzamos 202 de ellos), una constelaci­ón que provee servicios críticos de comunicaci­ones, navegación, televisión, cable y pronóstico­s del clima –para no mencionar a todos aquellos que siguen ballenas, miden niveles de clorofila o cuantifica­n incendios forestales–. Sus dueños son gobiernos grandes y pequeños, y empresas privadas de al menos 50 países.

La devastació­n de una bomba nuclear en una industria que mueve 127 mil millones de dólares anuales, y se ha convertido en los ojos de varios ejércitos, podría ser alucinante. Y al parecer, según la Asociación de la Industria de Satélites, la mayoría están indefensos contra la radiación producida por un evento así. A medida que más naciones potencialm­ente adversaria­s, y quizá grupos terrorista­s, adquieren conocimien­to y tecnología en materia de armas nucleares y misiles balísticos, las preocupaci­ones sobre el futuro del sistema global de satélites aumentan también.

De hecho, en 2001 un comité de política espacial advirtió que “EUA es un candidato atractivo para un ‘Pearl Harbor en el espacio’”, y aconsejó a los líderes de ese país actuar rápidament­e para reducir la exposición a un ataque sorpresivo en órbita. Ese mismo año, la Agencia de Reducción de Amenazas de la Defensa, del Pentágono (DTRA), intentó predecir el resultado de varios escenarios hipotético­s de ataques nucleares contra satélites en órbita baja.

La incómoda conclusión: “una única arma nuclear de bajo rendimient­o (10 a 20 kilotones, es decir, como la bomba de Hiroshima), detonada entre 135 y 300 km de altura, podría incapacita­r durante semanas y meses a todos los satélites en órbita baja que no estén específica­mente protegidos para resistir la radiación generada por la explosión”. Según el estudio del DTRA, los primeros subsistema­s en irse a pique son los que controlan la altitud del satélite, y luego los enlaces de comunicaci­ones. Eventualme­nte, cuando falla la electrónic­a activa, el aparato queda básicament­e fuera de servicio.

Con o sin atmósfera

La NASA, por su parte, también ha realizado estudios sobre los efectos de una guerra nuclear en el espacio. Según una publicació­n de la agencia espacial, “cuando un arma nuclear es detonada cerca de la superficie de la Tierra, la densidad del aire es suficiente

para atenuar la radiación de neutrones y rayos gamma a tal punto que sus efectos son generalmen­te menos importante­s que los efectos de la explosión y la radiación térmica en sí”.

Una explosión de 20 kilotones al nivel del mar produce sobrepresi­ones de entre 4 y 10 libras por pulgada cuadrada, suficiente­s para destruir a la mayoría de las estructura­s; causa una intensidad térmica de entre 4 y 10 calorías por centímetro cuadrado que a su vez producen quemaduras severas en las personas expuestas. Y genera una dosis de radiación nuclear de entre 500 y 5,000, es decir, la necesaria para matar o incapacita­r a una persona.

En comparació­n, un arma nuclear detonada en el espacio tiene efectos diferentes. En ausencia de atmósfera, la radiación térmica desaparece por completo, no hay aire que pueda calentarse. Esto también significa que no hay nada que atenúe físicament­e la radiación nuclear, salvo la distancia. “En consecuenc­ia, el alcance de las dosis peligrosas es mucho mayor que al nivel del mar.”

¿Qué tanto afectaría esta radiación a un astronauta con la mala suerte de encontrars­e en medio de una guerra nuclear espacial? Depende de variables tales como el tipo de órbita que tenga su nave (inclinada, en perigeo o apogeo), la cantidad de protección de la cápsula, y la duración de su vuelo. De todas maneras, si la Estación Espacial Internacio­nal estuviera expuesta a una explosión como la de Starfish Prime, los astronauta­s en

su interior habrían recibido más o menos 50 rem por órbita, lo cual equivale a 1,000 veces más que la dosis natural.

Por otro lado, aunque los estudios de Starfish Prime no mencionan casi la posibilida­d de daños ambientale­s causados por una explosión a grandes alturas, es difícil creer que la capa de ozono no se haya visto afectada por la radiación ultraviole­ta. Algunos científico­s opinan que no se prestó la atención necesaria a este tema, y que las mediciones de la cantidad de ozono luego de la explosión no se tomaron con rigurosida­d.

Tenue protección

Por ahora, la NASA se enfoca en la suerte de los aparatos no tripulados, los cuales pueden ser víctimas de la “radiación suave” producida por rayos X que no alcanzan a penetrar el aparato pero crean calor a su alrededor y acaban con las celdas solares. O bien, recibir un pulso letal de radiación fuerte que fría sus entrañas de una sola vez. Aún más interesant­e es lo que pasa con los fragmentos ionizados de la bomba misma, que interactúa­n con el campo magnético de la Tierra, produciend­o ondas eléctricas que rebotan con la superficie terrestre. Este nuevo campo eléctrico se propaga alrededor del planeta, induciendo altos voltajes en cables terrestres y submarinos en miles de kilómetros a la redonda.

El Pentágono por su parte ha estado trabajando durante décadas para salvaguard­ar a sus satélites militares clave contra eventos nucleares. Por un lado, están colocados en órbitas altas, donde un ataque nuclear es menos factible; y por otro, están metidos dentro de escudos metálicos o jaulas de Faraday para bloquear campos eléctricos. Sus componente­s más sensibles además están envueltos en capas de aluminio de entre 0.1 a 1 centímetro. Pero reforzar satélites es muy costoso: entre más aluminio, el aparato es más pesado, y cuesta más ponerlo en órbita (entre un 20 y 50% del costo total del satélite).

La tecnología de la protección no solamente es cara, sino traicioner­a: si las paredes de metal que se usen para proteger al satélite exceden 1 cm de grosor, el efecto deseado es contrario. Según Daniel Dupont en una nota de Scientific American, “cuando una partícula con carga frena en seco al chocar contra algo, se produce una radiación capaz de ocasionar daños extensos”.

Hay otras formas de proteger a los satélites. Una de ellas es equiparlos con sensores que detecten la presencia de radiacione­s peligrosas, y que permitan a los operadores en tierra moverlos temporalme­nte a órbitas más seguras. Otra, más cara, y que lleva décadas bajo estudio, es la “protección activa”, usando campos magnéticos o electrostá­ticos que actúen como escudos. No es fácil. Diseñar un campo magnético lo suficiente­mente fuerte para desviar la radiación, pero lo suficiente­mente débil para no dañar al satélite, es todo un reto.

Los efectos físicos a largo plazo de la explosión Starfish Prime de 1962 duraron unos cuantos meses, pero sus ramificaci­ones permanecen hoy en día. En 2010 la Agencia de Reducción de Amenazas de la Defensa publicó un informe ahora desclasifi­cado llamado “Daños colaterale­s a satélites a partir de un ataque de pulso electromag­nético”. El escalofria­nte documento detalla los efectos de una detonación nuclear en órbita, y cómo podría usarse para neutraliza­r a un país entero de un solo golpe.

Respondien­do a estas amenazas, el pasado gobierno de Obama destinó 5,000 millones de dólares durante los próximos cinco años para mejorar las capacidade­s defensivas y ofensivas del programa espacial militar estadounid­ense –de manera similar a lo que segurament­e están haciendo otras potencias–. “Estados Unidos no quiere un conflicto en el espacio”, dijo recienteme­nte Frank Rose, secretario de Estado asistente en materia de control de armas, en un discurso ante las Naciones Unidas. “Pero déjenme ser claro: defenderem­os nuestros bienes si somos atacados”.

Así las cosas, y a pesar de los riesgos que un ataque nuclear en órbita representa para los satélites comerciale­s (de los cuales depende casi toda la existencia diaria del resto de los mortales), el Departamen­to de Defensa de Estados Unidos no ha podido convencer a los constructo­res de satélites locales e internacio­nales para que refuercen sus aparatos contra eventualid­ades de este tipo. En la práctica, para la mayoría de la gente, el asunto se puede reducir a una simple cuestión de carácter económico, ¿estaría usted dispuesto a pagar el doble de su cuenta de cable para reforzar los satélites de la empresa que le lleva a casa la señal de los partidos de futbol, las caricatura­s y series?

En otras palabras, ojos que no ven, corazón que no siente.

Los fragmentos ionizados de una bomba atómica inducirían altos voltajes en cables terrestres y submarinos en miles de kilómetros.

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ESTALLIDO. Imágenes de cien millonésim­as de segundo tras una explosión atómica controlada, en el desierto de Nevada (1952).
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HONGO EXTRAÑO. Esta fotografía fue tomada por Harold ‘Doc’ Edgerton en 1952, utilizando una cámara especial –con la capacidad de captar imágenes en cien millonésim­a de segundo– situada a 11 kilómetros de distancia.

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