Síndromes extraños
Algunas veces nuestra cabeza se rebela contra la realidad, alterando nuestras percepciones y generando síndromes y trastornos que bien podrían entrar en la categoría de insólitos.
Una colección de los padecimientos más extravagantes que afectan a la mente humana.
Extraños, inclasificables a veces, incluso pintorescos y lo suficientemente raros como para que su tratamiento sea en ocasiones extremadamente complejo... La mente humana es aún en muchos aspectos terra incognita a pesar de los numerosos avances de las últimas décadas en el ámbito de la psiquiatría. Alucinaciones, delirios, trastornos disociativos de toda índole, percepciones alteradas… las patologías psiquiátricas son infinitas, y más allá de las más conocidas, existe un interminable listado de síndromes con poca o ninguna visibilidad que afectan a individuos a lo largo y ancho del globo. Son tan temibles como fascinantes, y un reto mayúsculo para la ciencia. La mente puede ser a veces una trampa letal, y empujarnos a distorsionar y deformar la realidad hasta límites insospechados. Tanto, como para llegar a generar una realidad alternativa o paralela, de la que no siempre será fácil escapar. La infrecuencia de muchos de estos trastornos los arrinconan en el terreno de la anécdota y de la pura y mera curiosidad; pero son, a pesar de todo, un reto gigantesco para la psiquiatría y un infierno para los pacientes que los padecen.
Síndromes viajeros
Viajar a un lugar lejano y exótico, sumergirse en las maravillas arquitectónicas y artísticas de una deslumbrante ciudad renacentista, conocer culturas sustancialmente diferentes a la nuestra, es casi siempre una experiencia enriquecedora y gratificante. Pero la mente no siempre camina a la misma velocidad que nuestra sed por conocer y explorar mundos nuevos. El choque cultural, de hecho, puede llegar a causar estragos; el abismo entre las expectativas, entre la imagen idílica y evocada a partir de mil estereotipos de ese viaje soñado y la realidad, o simplemente la incapacidad de nuestro cerebro para adaptarse al brusco cambio, a la excepcional variedad de nuevos y excitantes estímulos, puede incluso llegar a arruinarnos las vacaciones. “Había llegado a ese grado de emoción en el que se tropiezan las sensaciones
La embajada japonesa en la capital francesa tiene abierta una línea telefónica de manera ininterrumpida durante 24 horas para atender a los turistas que padecen el Síndrome de París.
celestes dadas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la iglesia de Santa Croce me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme.” Así describía allá por el año 1817 el escritor francés Henri-Marie Beyle en su libro Nápoles y Florencia: un viaje de Milán a Reggio, la brutal colisión con la deslumbrante e inabarcable belleza de una de las ciudades más hermosas del mundo: Florencia. Beyle, más conocido como Stendhal, autor de obras maestras de la literatura universal como La cartuja de Parma o Rojo y negro, un enamorado de Italia, sucumbió, literalmente, a la plástica irresistible del antaño centro neurálgico del Renacimiento italiano y europeo. Sencillamente Florencia era demasiado bella como para pasear sus ojos por ella y salir indemne e ileso.
La belleza puede ser un arma de doble filo, y Stendhal conoció en la urbe italiana los efectos más perversos y dañinos de la exposición continuada al arte grandioso, inmortal y omnipresente de la majestuosa Florencia. No fue, naturalmente, el único. Por alguna misteriosa razón la ciudad toscana tenía esa ambigua capacidad para cautivar provocando sensaciones y reacciones extremas. Otros después de Stendhal han caído en el singular embrujo de Florencia: vértigos, mareos, desvanecimientos, euforia, depresión… al parecer el cuerpo humano tiene un límite, incluso para la belleza. No fue, sin embargo, hasta 1979 cuando la psiquiatra italiana Graziella Magherini bautizó finalmente aquel extraño desconcierto florentino, otorgándole la categoría ‘oficial’ de patología, en honor a su primera víctima, como Síndrome de Stendhal, característico, aunque no exclusivo, de Florencia, y descrito como un cúmulo de sensaciones excepcionalmente intensas frente a una obra de arte cuya belleza nos desborda. Síndrome que afecta en especial a personas particularmente sensibles, y cuyos casos reportados se multiplicaron desde finales del siglo pasado con el exponencial aumento de turistas procedentes de todos los rincones del mundo en la hipnótica ciudad italiana. Así, la sobreexposición a la belleza del arte perfecto puede acabar arruinando el viaje a la perla del Renacimiento europeo. Y ésa es parte de la magia de Florencia.
Pero no es la urbe italiana la única gran ciudad europea capaz de hacer perder el norte a los viajeros que la visitan. Tanto o más imponente que Florencia es la ‘Ciudad de la Luz’, la icónica capital francesa. París es uno de los primeros destinos turísticos del mundo, y rara vez provoca otra cosa en el visitante que estupefacción antes sus mil y una maravillas; sin embargo hay excepciones que confirman la regla. No más de una docena de turistas japoneses caen cada año víctimas del llamado Síndrome de París. Fue el psiquiatra nipón Hiroaki Ota quien por primera vez identificó los síntomas de esta curiosa patología que afecta mayoritariamente a sus compatriotas, aunque no son inmunes los turistas procedentes de otros países del Extremo Oriente. El Síndrome de París es, de hecho, un choque cultural extraordinariamente severo que puede llegar a requerir atención médica. Tal es así que la embajada japonesa en la ciudad del amor tiene abierta una línea telefónica de manera ininterrumpida durante 24 horas para asesorar y atender a los turistas que padecen sus síntomas. Alucinaciones, ansiedad, despersonalización, mareos o taquicardia son sólo algunos de los síntomas recurrentes, causados fundamentalmente por la enorme brecha entre las expectativas, el París soñado y el París real, que en poco
se parece a esa urbe idílica inmortalizada por películas tan populares en el país del sol naciente como Amélie. La realidad de una megalópolis europea, ruidosa y caótica, tan ajena a los parámetros culturales del turista oriental, provoca, muy especialmente en mujeres treintañeras, la aparición de un síndrome que en la gran mayoría de los casos se diluye en el plazo máximo de veinticuatro o cuarenta y ocho horas, a partir de las cuales los turistas japoneses afectados se liberan de sus efectos y pueden finalmente disfrutar de las maravillas de la capital gala en todo su esplendor.
Tanto o más extremos son los efectos que sufren algunos viajeros que, movidos por un sentimiento de devoción religiosa, visitan Jerusalén, padeciendo un trastorno mental que provoca delirios y alucinaciones varias. La proximidad de los Santos Lugares y de la huella de Jesucristo provoca ocasionalmente alteraciones severas en la conducta, recogidas y estudiadas por el doctor Yari Bar en el centro de salud mental de Kfar Shaul, donde en los años 70 se dio nombre a esta peculiar patología. Los pacientes extranjeros de visita en la capital israelí experimentan cuadros de ansiedad, aislamiento y comportamientos extraños tales como la ejecución de actos de purificación y abluciones ataviados en túnicas blancas, sufriendo trastornos de personalidad que los empujan a identificarse con algunas de las figuras bíblicas más prominentes, como Moisés, Juan el Bautista, la Virgen María, María Magdalena o Jesucristo. La atmósfera mística del lugar es el estímulo de estos delirios místicos y mesiánicos que se dan, sobre todo, en personas con cierta predisposición debido a sus ideas religiosas.
Las estadísticas dicen que el síndrome de Jerusalén afecta únicamente a una media de dos turistas al mes, si bien los casos se multiplican en periodos críticos como las festividades de Navidad o la Semana Santa, y en circunstancias normales sus síntomas desaparecen poco después de cuatro o cinco días, tras los cuales los pacientes dejan finalmente atrás las alucinaciones y pueden seguir su viaje con normalidad.
Las trampas de la mente
Tan tramposa es la mente que podemos llegar incluso a empatizar con personas que buscan hacernos daño. Uno de los trastornos raros más célebres es el Síndrome de Estocolmo. Entre el 23 y el 28 de agosto de 1973 un grupo de atracadores retuvo como rehenes a los empleados de un banco en la capital de Suecia. Tras días de secuestro las víctimas fueron liberadas; pero para sorpresa de todos, se negaron a testificar en contra de sus secuestradores, mostrando un grado de simpatía hacia sus acciones absolutamente insólito dadas las circunstancias. Tal es así, que tras cumplir condena por el atraco, uno de los delincuentes acabó por contraer matrimonio con una de las rehenes. Nacía así ‘oficialmente’ el llamado Síndrome de Estocolmo que padecen todas aquellas personas que, siendo rehenes durante un secuestro, empatizan con sus captores, justifican sus acciones e incluso llegan a asumir y consentir su situación de privación de libertad generando un vínculo afectivo con el agresor. Estos síntomas se pueden presentar también en otros contextos afectando a víctimas de violencia de género, prisioneros de guerra, integrantes de una secta o menores víctimas de abusos. Según datos del FBI, hasta un 27% de rehenes víctimas de secuestros registrados en sus archivos han desarrollado en diverso grado los síntomas del Síndrome de Estocolmo, un dato demoledor que puede explicarse quizá en la coincidencia en el objetivo último de captor y rehén: salir vivos y a salvo de una situación de estrés insoportable. Pero este proceso antinatura de empatía hacia el agresor también puede producirse a la inversa, desencadenándose lo que los expertos han dado en llamar el Síndrome de Lima, que no es sino el anverso del Síndrome de Estocolmo y que empuja a los secuestradores a estrechar lazos con los rehenes, a identificarse plenamente con ellos y a desarrollar un sentimiento de compasión hacia sus víctimas. El caso más paradigmático y que, de hecho, da nombre a
este singular trastorno, acaeció en 1996, cuando catorce miembros del movimiento revolucionario Túpac Amaru tomaron a cientos de rehenes durante varios días en la embajada japonesa en Perú. Pero el secuestro fracasó por la inesperada confraternización de los secuestradores con sus víctimas, a las que fueron liberando una a una, incapaces de ejecutar y llevar a cabo el plan original.
Tanto más raro aún es el Síndrome del Acento Extranjero, detectado por vez primera en 1907 por el neurólogo francés Pierre Marie en una paciente parisina que, tras padecer una enfermedad cerebrovascular que inutilizó la mitad derecha de su cuerpo, comenzó a hablar un francés con lo que aparentemente era un perfecto e inexplicable acento característico de la región de Alsacia, con la cual la paciente no tenía relación alguna. Desde entonces se han documentado apenas unos setenta casos de personas que desarrollaron este singular trastorno neurológico, casi siempre consecuencia de una lesión cerebral o una hemorragia intracraneal precedente. El síndrome pues se manifiesta en pacientes que, de un día para otro, comienzan a hablar su propia lengua con un característico acento o bien regional o bien foráneo, mostrando las dificultades en la comunicación oral propias de hablantes extranjeros de una segunda lengua. La causa no es otra que los daños sufridos en zonas del cerebro que afectan al habla y la falta de coordinación en los músculos que habitualmente se activan al producirse el acto del habla. Aunque hay casos verdaderamente llamativos, como los de una mujer noruega alcanzada por una pequeña cantidad de metralla que comenzó a expresarse con acento alemán, o un ciudadano británico que sin razón aparente hablaba inglés con las cadencias y errores propios de un hablante chino, lo cierto es que las ‘características’ regionales de esos presuntos acentos tienen más que ver con la interpretación y el esfuerzo por etiquetar el ‘exótico’ modo de hablar del paciente por parte del estupefacto oyente. La mayoría de expertos coinciden en señalar que cualquier parecido de estas dificultades en el habla con algún acento foráneo es mera coincidencia.
Mucho más dramáticos son los estragos causados por el Síndrome de Cotard, así llamado en honor al neurólogo francés Jules Cotard, quien identificó los síntomas de este trastorno por primera vez en 1880, bautizándolo como Delirio de Negación. Los afectados viven en la macabra ilusión de que en realidad están muertos, de que no existen y de que padecen un proceso de putrefacción de sus órganos, llegando a padecer
El uso compulsivo de cosméticos y el sometimiento a intervenciones quirúrgicas continuas son dos de las consecuencias más frecuentes del Síndrome de Dorian Gray.
incluso alucinaciones olfativas, creyendo sin ninguna duda que su cuerpo ha fallecido. Estas terribles alteraciones de la percepción las sufren sobre todo personas víctimas de trastornos mentales graves, como la esquizofrenia o los cuadros depresivos extremadamente graves. Terribles son también los efectos del Síndrome de Capgras, descrito allá por 1923 por el psiquiatra francés Jean Marie Joseph Capgras, quien dio noticia del caso de una anciana que estaba convencida de que su marido había sido reemplazado por un extraño, por un impostor. Generalmente los pacientes que padecen este trastorno reconocen con normalidad a todas las personas de su entorno salvo a una en específico, que suele ser un familiar, a la que identifican con un impostor que ha adoptado la identidad del ser querido. Se da con frecuencia en pacientes que sufren prosopagnosia (incapacidad para reconocer rostros) como consecuencia de alguna lesión cerebral, y esquizofrenia. El Síndrome de Fregoli, que es “hermano gemelo” del delirio de Capgras, provoca el efecto contrario, es decir, los pacientes están convencidos de que diferentes personas son en verdad la misma, que cambia de aspecto y que se disfraza en un empeño por confundir. El síndrome, descrito por primera vez en 1927, fue bautizado así en honor al actor italiano Leopoldo Fregoli, maestro de la imitación y del disfraz.
Síndromes literarios
La literatura es y ha sido siempre un inmejorable espejo en el cual rastrear trastornos de la personalidad, materializados en personajes icónicos caracterizados por una psicología especialmente compleja, que han fascinado a generaciones sucesivas y cuyos perfiles, muy singulares, no siempre son meramente fruto de la imaginación desbordada de los autores que les dieron vida. Uno de los casos más notables es el de la niña protagonista de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, en cuya imaginación anida un universo paralelo de fantasía en el que la percepción del mundo circundante está condicionado por las continuas alteraciones en el tamaño de la protagonista. En realidad Alicia no era sino el alter ego del propio Lewis Carroll, quien con toda probabilidad padecía un trastorno neurológico que provoca una percepción distorsionada de la dimensión de los objetos así como de su situación en el espacio. La micropsia es una suerte de alucinación liliputiense que nos hace ver los objetos más pequeños de lo que realmente son, mientras la macropsia produce el efecto contrario, agrandando sustancialmente todo aquello que nos rodea. Estos dos síntomas, acompañados de recurrentes migrañas, son los más característicos del llamado Síndrome de Alicia en el País de las Maravillas, así catalogado desde comienzos de los años 50 del siglo pasado, provocando alucinaciones que pueden durar apenas dos o tres minutos o, con menos frecuencia, prolongarse durante aproximadamente media hora. El paciente es, en todo momento, consciente de que su percepción de la realidad es distorsionada y en la mayoría de los casos el síndrome desaparece completamente con el tiempo. Es muy probable que Carroll padeciera este singular trastorno, y que el universo fantástico de su obra más emblemática no fuera sino una traslación al mundo de la ficción de los síntomas que padecía.
No es Alicia el único personaje que ha inspirado el ‘bautizo’ de peculiares trastornos psicológicos. No menos icónico que ella es el más célebre de los personajes salidos de la pluma genial del escritor británico Oscar Wilde. En El retrato de Dorian Gray Wilde describe el descenso a los infiernos de un narcisista patológico que hace un pacto con el diablo para demorar eternamente su envejecimiento, obsesionado con su propia belleza, de manera que el paso de los años sólo se refleje en un imponente retrato de pared de un Gray ebrio de sí mismo y trastornado por el terror a las arrugas del tiempo. En el año 2000 el doctor alemán Burkhardt Brosig describió los síntomas de lo que denominó el Síndrome de Dorian Gray; el más significativo de todos, la dismorfofobia, deriva de una preocupación enfermiza por la apariencia física que acaba percibiéndose de manera completamente distorsionada. Este trastorno se cimenta en una absoluta incapacidad de asumir de manera natural el proceso de envejecimiento y va frecuentemente acompañado, como en la ficción de Wilde, de un narcisismo desmedido y de una suerte de inmadurez crónica. El uso compulsivo de cosméticos y el sometimiento a intervenciones quirúrgicas continuas son dos de las consecuencias más comunes del síndrome que, en caso de no tratarse de manera adecuada, puede degenerar en cuadros depresivos agudos.
La negativa a asumir la inercia inevitable del paso del tiempo está en la raíz de otro de los más célebres síndromes literarios, que ‘rinde homenaje’ a uno de los personajes más populares de la literatura infantil-juvenil de siempre. Peter Pan, fruto de la imaginación del novelista escocés J. M. Barrie, es el niño perpetuo por antonomasia, símbolo de la infancia interminable. Es por ello que en 1983 el psicólogo estadounidense Dan Kiley bautizó como Síndrome de Peter Pan a aquel trastorno que padecen todos aquellos adultos que se niegan a asumir las responsabilidades propias de su edad, inmaduros emocionales que se refugian en la comodidad de los patrones de la infancia-adolescencia, atrapados en el núcleo familiar de origen e incapaces de construir un proyecto familiar propio. Los efectos van de la depresión, ansiedad, tristeza a episodios de baja autoestima, entre otros. Este síndrome no está reconocido del todo por la comunidad científica, y de hecho no figura en el Manual de trastornos psicológicos editado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría.