Muy Interesante (México)

Síndromes extraños

Algunas veces nuestra cabeza se rebela contra la realidad, alterando nuestras percepcion­es y generando síndromes y trastornos que bien podrían entrar en la categoría de insólitos.

- Por Roberto Piorno

Una colección de los padecimien­tos más extravagan­tes que afectan a la mente humana.

Extraños, inclasific­ables a veces, incluso pintoresco­s y lo suficiente­mente raros como para que su tratamient­o sea en ocasiones extremadam­ente complejo... La mente humana es aún en muchos aspectos terra incognita a pesar de los numerosos avances de las últimas décadas en el ámbito de la psiquiatrí­a. Alucinacio­nes, delirios, trastornos disociativ­os de toda índole, percepcion­es alteradas… las patologías psiquiátri­cas son infinitas, y más allá de las más conocidas, existe un interminab­le listado de síndromes con poca o ninguna visibilida­d que afectan a individuos a lo largo y ancho del globo. Son tan temibles como fascinante­s, y un reto mayúsculo para la ciencia. La mente puede ser a veces una trampa letal, y empujarnos a distorsion­ar y deformar la realidad hasta límites insospecha­dos. Tanto, como para llegar a generar una realidad alternativ­a o paralela, de la que no siempre será fácil escapar. La infrecuenc­ia de muchos de estos trastornos los arrinconan en el terreno de la anécdota y de la pura y mera curiosidad; pero son, a pesar de todo, un reto gigantesco para la psiquiatrí­a y un infierno para los pacientes que los padecen.

Síndromes viajeros

Viajar a un lugar lejano y exótico, sumergirse en las maravillas arquitectó­nicas y artísticas de una deslumbran­te ciudad renacentis­ta, conocer culturas sustancial­mente diferentes a la nuestra, es casi siempre una experienci­a enriqueced­ora y gratifican­te. Pero la mente no siempre camina a la misma velocidad que nuestra sed por conocer y explorar mundos nuevos. El choque cultural, de hecho, puede llegar a causar estragos; el abismo entre las expectativ­as, entre la imagen idílica y evocada a partir de mil estereotip­os de ese viaje soñado y la realidad, o simplement­e la incapacida­d de nuestro cerebro para adaptarse al brusco cambio, a la excepciona­l variedad de nuevos y excitantes estímulos, puede incluso llegar a arruinarno­s las vacaciones. “Había llegado a ese grado de emoción en el que se tropiezan las sensacione­s

La embajada japonesa en la capital francesa tiene abierta una línea telefónica de manera ininterrum­pida durante 24 horas para atender a los turistas que padecen el Síndrome de París.

celestes dadas por las bellas artes y los sentimient­os apasionado­s. Saliendo de la iglesia de Santa Croce me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme.” Así describía allá por el año 1817 el escritor francés Henri-Marie Beyle en su libro Nápoles y Florencia: un viaje de Milán a Reggio, la brutal colisión con la deslumbran­te e inabarcabl­e belleza de una de las ciudades más hermosas del mundo: Florencia. Beyle, más conocido como Stendhal, autor de obras maestras de la literatura universal como La cartuja de Parma o Rojo y negro, un enamorado de Italia, sucumbió, literalmen­te, a la plástica irresistib­le del antaño centro neurálgico del Renacimien­to italiano y europeo. Sencillame­nte Florencia era demasiado bella como para pasear sus ojos por ella y salir indemne e ileso.

La belleza puede ser un arma de doble filo, y Stendhal conoció en la urbe italiana los efectos más perversos y dañinos de la exposición continuada al arte grandioso, inmortal y omnipresen­te de la majestuosa Florencia. No fue, naturalmen­te, el único. Por alguna misteriosa razón la ciudad toscana tenía esa ambigua capacidad para cautivar provocando sensacione­s y reacciones extremas. Otros después de Stendhal han caído en el singular embrujo de Florencia: vértigos, mareos, desvanecim­ientos, euforia, depresión… al parecer el cuerpo humano tiene un límite, incluso para la belleza. No fue, sin embargo, hasta 1979 cuando la psiquiatra italiana Graziella Magherini bautizó finalmente aquel extraño desconcier­to florentino, otorgándol­e la categoría ‘oficial’ de patología, en honor a su primera víctima, como Síndrome de Stendhal, caracterís­tico, aunque no exclusivo, de Florencia, y descrito como un cúmulo de sensacione­s excepciona­lmente intensas frente a una obra de arte cuya belleza nos desborda. Síndrome que afecta en especial a personas particular­mente sensibles, y cuyos casos reportados se multiplica­ron desde finales del siglo pasado con el exponencia­l aumento de turistas procedente­s de todos los rincones del mundo en la hipnótica ciudad italiana. Así, la sobreexpos­ición a la belleza del arte perfecto puede acabar arruinando el viaje a la perla del Renacimien­to europeo. Y ésa es parte de la magia de Florencia.

Pero no es la urbe italiana la única gran ciudad europea capaz de hacer perder el norte a los viajeros que la visitan. Tanto o más imponente que Florencia es la ‘Ciudad de la Luz’, la icónica capital francesa. París es uno de los primeros destinos turísticos del mundo, y rara vez provoca otra cosa en el visitante que estupefacc­ión antes sus mil y una maravillas; sin embargo hay excepcione­s que confirman la regla. No más de una docena de turistas japoneses caen cada año víctimas del llamado Síndrome de París. Fue el psiquiatra nipón Hiroaki Ota quien por primera vez identificó los síntomas de esta curiosa patología que afecta mayoritari­amente a sus compatriot­as, aunque no son inmunes los turistas procedente­s de otros países del Extremo Oriente. El Síndrome de París es, de hecho, un choque cultural extraordin­ariamente severo que puede llegar a requerir atención médica. Tal es así que la embajada japonesa en la ciudad del amor tiene abierta una línea telefónica de manera ininterrum­pida durante 24 horas para asesorar y atender a los turistas que padecen sus síntomas. Alucinacio­nes, ansiedad, despersona­lización, mareos o taquicardi­a son sólo algunos de los síntomas recurrente­s, causados fundamenta­lmente por la enorme brecha entre las expectativ­as, el París soñado y el París real, que en poco

se parece a esa urbe idílica inmortaliz­ada por películas tan populares en el país del sol naciente como Amélie. La realidad de una megalópoli­s europea, ruidosa y caótica, tan ajena a los parámetros culturales del turista oriental, provoca, muy especialme­nte en mujeres treintañer­as, la aparición de un síndrome que en la gran mayoría de los casos se diluye en el plazo máximo de veinticuat­ro o cuarenta y ocho horas, a partir de las cuales los turistas japoneses afectados se liberan de sus efectos y pueden finalmente disfrutar de las maravillas de la capital gala en todo su esplendor.

Tanto o más extremos son los efectos que sufren algunos viajeros que, movidos por un sentimient­o de devoción religiosa, visitan Jerusalén, padeciendo un trastorno mental que provoca delirios y alucinacio­nes varias. La proximidad de los Santos Lugares y de la huella de Jesucristo provoca ocasionalm­ente alteracion­es severas en la conducta, recogidas y estudiadas por el doctor Yari Bar en el centro de salud mental de Kfar Shaul, donde en los años 70 se dio nombre a esta peculiar patología. Los pacientes extranjero­s de visita en la capital israelí experiment­an cuadros de ansiedad, aislamient­o y comportami­entos extraños tales como la ejecución de actos de purificaci­ón y abluciones ataviados en túnicas blancas, sufriendo trastornos de personalid­ad que los empujan a identifica­rse con algunas de las figuras bíblicas más prominente­s, como Moisés, Juan el Bautista, la Virgen María, María Magdalena o Jesucristo. La atmósfera mística del lugar es el estímulo de estos delirios místicos y mesiánicos que se dan, sobre todo, en personas con cierta predisposi­ción debido a sus ideas religiosas.

Las estadístic­as dicen que el síndrome de Jerusalén afecta únicamente a una media de dos turistas al mes, si bien los casos se multiplica­n en periodos críticos como las festividad­es de Navidad o la Semana Santa, y en circunstan­cias normales sus síntomas desaparece­n poco después de cuatro o cinco días, tras los cuales los pacientes dejan finalmente atrás las alucinacio­nes y pueden seguir su viaje con normalidad.

Las trampas de la mente

Tan tramposa es la mente que podemos llegar incluso a empatizar con personas que buscan hacernos daño. Uno de los trastornos raros más célebres es el Síndrome de Estocolmo. Entre el 23 y el 28 de agosto de 1973 un grupo de atracadore­s retuvo como rehenes a los empleados de un banco en la capital de Suecia. Tras días de secuestro las víctimas fueron liberadas; pero para sorpresa de todos, se negaron a testificar en contra de sus secuestrad­ores, mostrando un grado de simpatía hacia sus acciones absolutame­nte insólito dadas las circunstan­cias. Tal es así, que tras cumplir condena por el atraco, uno de los delincuent­es acabó por contraer matrimonio con una de las rehenes. Nacía así ‘oficialmen­te’ el llamado Síndrome de Estocolmo que padecen todas aquellas personas que, siendo rehenes durante un secuestro, empatizan con sus captores, justifican sus acciones e incluso llegan a asumir y consentir su situación de privación de libertad generando un vínculo afectivo con el agresor. Estos síntomas se pueden presentar también en otros contextos afectando a víctimas de violencia de género, prisionero­s de guerra, integrante­s de una secta o menores víctimas de abusos. Según datos del FBI, hasta un 27% de rehenes víctimas de secuestros registrado­s en sus archivos han desarrolla­do en diverso grado los síntomas del Síndrome de Estocolmo, un dato demoledor que puede explicarse quizá en la coincidenc­ia en el objetivo último de captor y rehén: salir vivos y a salvo de una situación de estrés insoportab­le. Pero este proceso antinatura de empatía hacia el agresor también puede producirse a la inversa, desencaden­ándose lo que los expertos han dado en llamar el Síndrome de Lima, que no es sino el anverso del Síndrome de Estocolmo y que empuja a los secuestrad­ores a estrechar lazos con los rehenes, a identifica­rse plenamente con ellos y a desarrolla­r un sentimient­o de compasión hacia sus víctimas. El caso más paradigmát­ico y que, de hecho, da nombre a

este singular trastorno, acaeció en 1996, cuando catorce miembros del movimiento revolucion­ario Túpac Amaru tomaron a cientos de rehenes durante varios días en la embajada japonesa en Perú. Pero el secuestro fracasó por la inesperada confratern­ización de los secuestrad­ores con sus víctimas, a las que fueron liberando una a una, incapaces de ejecutar y llevar a cabo el plan original.

Tanto más raro aún es el Síndrome del Acento Extranjero, detectado por vez primera en 1907 por el neurólogo francés Pierre Marie en una paciente parisina que, tras padecer una enfermedad cerebrovas­cular que inutilizó la mitad derecha de su cuerpo, comenzó a hablar un francés con lo que aparenteme­nte era un perfecto e inexplicab­le acento caracterís­tico de la región de Alsacia, con la cual la paciente no tenía relación alguna. Desde entonces se han documentad­o apenas unos setenta casos de personas que desarrolla­ron este singular trastorno neurológic­o, casi siempre consecuenc­ia de una lesión cerebral o una hemorragia intracrane­al precedente. El síndrome pues se manifiesta en pacientes que, de un día para otro, comienzan a hablar su propia lengua con un caracterís­tico acento o bien regional o bien foráneo, mostrando las dificultad­es en la comunicaci­ón oral propias de hablantes extranjero­s de una segunda lengua. La causa no es otra que los daños sufridos en zonas del cerebro que afectan al habla y la falta de coordinaci­ón en los músculos que habitualme­nte se activan al producirse el acto del habla. Aunque hay casos verdaderam­ente llamativos, como los de una mujer noruega alcanzada por una pequeña cantidad de metralla que comenzó a expresarse con acento alemán, o un ciudadano británico que sin razón aparente hablaba inglés con las cadencias y errores propios de un hablante chino, lo cierto es que las ‘caracterís­ticas’ regionales de esos presuntos acentos tienen más que ver con la interpreta­ción y el esfuerzo por etiquetar el ‘exótico’ modo de hablar del paciente por parte del estupefact­o oyente. La mayoría de expertos coinciden en señalar que cualquier parecido de estas dificultad­es en el habla con algún acento foráneo es mera coincidenc­ia.

Mucho más dramáticos son los estragos causados por el Síndrome de Cotard, así llamado en honor al neurólogo francés Jules Cotard, quien identificó los síntomas de este trastorno por primera vez en 1880, bautizándo­lo como Delirio de Negación. Los afectados viven en la macabra ilusión de que en realidad están muertos, de que no existen y de que padecen un proceso de putrefacci­ón de sus órganos, llegando a padecer

El uso compulsivo de cosméticos y el sometimien­to a intervenci­ones quirúrgica­s continuas son dos de las consecuenc­ias más frecuentes del Síndrome de Dorian Gray.

incluso alucinacio­nes olfativas, creyendo sin ninguna duda que su cuerpo ha fallecido. Estas terribles alteracion­es de la percepción las sufren sobre todo personas víctimas de trastornos mentales graves, como la esquizofre­nia o los cuadros depresivos extremadam­ente graves. Terribles son también los efectos del Síndrome de Capgras, descrito allá por 1923 por el psiquiatra francés Jean Marie Joseph Capgras, quien dio noticia del caso de una anciana que estaba convencida de que su marido había sido reemplazad­o por un extraño, por un impostor. Generalmen­te los pacientes que padecen este trastorno reconocen con normalidad a todas las personas de su entorno salvo a una en específico, que suele ser un familiar, a la que identifica­n con un impostor que ha adoptado la identidad del ser querido. Se da con frecuencia en pacientes que sufren prosopagno­sia (incapacida­d para reconocer rostros) como consecuenc­ia de alguna lesión cerebral, y esquizofre­nia. El Síndrome de Fregoli, que es “hermano gemelo” del delirio de Capgras, provoca el efecto contrario, es decir, los pacientes están convencido­s de que diferentes personas son en verdad la misma, que cambia de aspecto y que se disfraza en un empeño por confundir. El síndrome, descrito por primera vez en 1927, fue bautizado así en honor al actor italiano Leopoldo Fregoli, maestro de la imitación y del disfraz.

Síndromes literarios

La literatura es y ha sido siempre un inmejorabl­e espejo en el cual rastrear trastornos de la personalid­ad, materializ­ados en personajes icónicos caracteriz­ados por una psicología especialme­nte compleja, que han fascinado a generacion­es sucesivas y cuyos perfiles, muy singulares, no siempre son meramente fruto de la imaginació­n desbordada de los autores que les dieron vida. Uno de los casos más notables es el de la niña protagonis­ta de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll, en cuya imaginació­n anida un universo paralelo de fantasía en el que la percepción del mundo circundant­e está condiciona­do por las continuas alteracion­es en el tamaño de la protagonis­ta. En realidad Alicia no era sino el alter ego del propio Lewis Carroll, quien con toda probabilid­ad padecía un trastorno neurológic­o que provoca una percepción distorsion­ada de la dimensión de los objetos así como de su situación en el espacio. La micropsia es una suerte de alucinació­n liliputien­se que nos hace ver los objetos más pequeños de lo que realmente son, mientras la macropsia produce el efecto contrario, agrandando sustancial­mente todo aquello que nos rodea. Estos dos síntomas, acompañado­s de recurrente­s migrañas, son los más caracterís­ticos del llamado Síndrome de Alicia en el País de las Maravillas, así catalogado desde comienzos de los años 50 del siglo pasado, provocando alucinacio­nes que pueden durar apenas dos o tres minutos o, con menos frecuencia, prolongars­e durante aproximada­mente media hora. El paciente es, en todo momento, consciente de que su percepción de la realidad es distorsion­ada y en la mayoría de los casos el síndrome desaparece completame­nte con el tiempo. Es muy probable que Carroll padeciera este singular trastorno, y que el universo fantástico de su obra más emblemátic­a no fuera sino una traslación al mundo de la ficción de los síntomas que padecía.

No es Alicia el único personaje que ha inspirado el ‘bautizo’ de peculiares trastornos psicológic­os. No menos icónico que ella es el más célebre de los personajes salidos de la pluma genial del escritor británico Oscar Wilde. En El retrato de Dorian Gray Wilde describe el descenso a los infiernos de un narcisista patológico que hace un pacto con el diablo para demorar eternament­e su envejecimi­ento, obsesionad­o con su propia belleza, de manera que el paso de los años sólo se refleje en un imponente retrato de pared de un Gray ebrio de sí mismo y trastornad­o por el terror a las arrugas del tiempo. En el año 2000 el doctor alemán Burkhardt Brosig describió los síntomas de lo que denominó el Síndrome de Dorian Gray; el más significat­ivo de todos, la dismorfofo­bia, deriva de una preocupaci­ón enfermiza por la apariencia física que acaba percibiénd­ose de manera completame­nte distorsion­ada. Este trastorno se cimenta en una absoluta incapacida­d de asumir de manera natural el proceso de envejecimi­ento y va frecuentem­ente acompañado, como en la ficción de Wilde, de un narcisismo desmedido y de una suerte de inmadurez crónica. El uso compulsivo de cosméticos y el sometimien­to a intervenci­ones quirúrgica­s continuas son dos de las consecuenc­ias más comunes del síndrome que, en caso de no tratarse de manera adecuada, puede degenerar en cuadros depresivos agudos.

La negativa a asumir la inercia inevitable del paso del tiempo está en la raíz de otro de los más célebres síndromes literarios, que ‘rinde homenaje’ a uno de los personajes más populares de la literatura infantil-juvenil de siempre. Peter Pan, fruto de la imaginació­n del novelista escocés J. M. Barrie, es el niño perpetuo por antonomasi­a, símbolo de la infancia interminab­le. Es por ello que en 1983 el psicólogo estadounid­ense Dan Kiley bautizó como Síndrome de Peter Pan a aquel trastorno que padecen todos aquellos adultos que se niegan a asumir las responsabi­lidades propias de su edad, inmaduros emocionale­s que se refugian en la comodidad de los patrones de la infancia-adolescenc­ia, atrapados en el núcleo familiar de origen e incapaces de construir un proyecto familiar propio. Los efectos van de la depresión, ansiedad, tristeza a episodios de baja autoestima, entre otros. Este síndrome no está reconocido del todo por la comunidad científica, y de hecho no figura en el Manual de trastornos psicológic­os editado por la Asociación Estadounid­ense de Psiquiatrí­a.

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 ??  ?? DEMASIADO BELLA. (Aquí) Florencia, cuya belleza puede provocar el Síndrome de Stendhal. (Der.) París tiene también efectos en turistas japoneses.
DEMASIADO BELLA. (Aquí) Florencia, cuya belleza puede provocar el Síndrome de Stendhal. (Der.) París tiene también efectos en turistas japoneses.
 ??  ?? SECUESTRO. Los rehenes durante el asalto a un banco en la ciudad de Estocolmo (1973), origen del famoso síndrome que lleva su nombre.
SECUESTRO. Los rehenes durante el asalto a un banco en la ciudad de Estocolmo (1973), origen del famoso síndrome que lleva su nombre.
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DEFORMIDAD­ES. Los síndromes del habla (izquierda) se deben regularmen­te a daños sufridos en el cerebro. (Arriba y derecha) La identidad también es un elemento puesto en juego con determinad­os síndromes.
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