Parte I Corre Homo, corre
David Raichlen es un fanático del ejercicio. No porque pase todo el tiempo entrenando –corre aproximadamente unos 40 kilómetros por semana– sino porque este joven investigador de la Universidad de Arizona, en Estados Unidos, experto en antropología biológica, ha dedicado su vida a estudiar el papel que la actividad física tuvo en la evolución humana. Decir que ella nos convirtió en los humanos que somos puede parecer exagerado, pero Raichlen tiene sus razones para suponerlo. “Desde el cerebro hasta los huesos, la falta de actividad física parece tener un impacto negativo en la salud”, explica vía correo electrónico el investigador. La razón, según ha descubierto, podría estar relacionada con el cambio en los niveles de actividad de nuestros antepasados, que eran mucho mayores que los actuales, casi nulos comparados con los de aquel entonces.
“Creemos que el cambio hacia altos niveles de actividad física durante nuestra transición como cazadores-recolectores en el pasado remoto dio lugar a un requisito fisiológico para realizarla en pos de mantener la salud... Esta perspectiva puede jugar un papel importante en la prevención y manejo de enfermedades que aparecen en la vejez.”
Antiguos deportistas
Para David Raichlen no cabe duda que nuestros antepasados del Paleolítico ( periodo que va de los 2.85 millones de años hasta hace unos 10,000 años) fueron excelentes atletas. Basta con acudir a la evidencia antropológica. O como él hizo, viajar a Tanzania para conocer a los hadza, una de las últimas comunidades que aún hoy mantienen su legado como cazadores recolectores.
Cada día los hombres de esta tribu dejan sus moradas y caminan con arco y flechas al hombro en busca de su próximo alimento. Su vida, afirma el investigador, quien vivió varios
meses entre ellos, se ha mantenido casi sin cambios desde hace miles de años. Por ello, su estudio nos puede brindar una idea de los niveles de actividad física a la que se vieron sometidos los primeros hombres cuando nos configuramos como especie.
A través de rastreadores GPS el equipo de Raichlen registró la distancia y la rapidez de los viajes diarios de algunos de los integrantes de la tribu. También monitoreó su ritmo cardiaco y estado de salud. Los hallazgos muestran una gran diferencia con el tipo de vida que hoy llevamos: desde los más pequeños infantes hasta los adultos mayores realizan actividades que requieren esfuerzo físico, como caminar para acarrear agua y alimentos o la elaboración de herramientas y adornos.
En tanto que la Organización Mundial de la Salud recomienda un promedio de 150 minutos por semana de actividad moderada a intensa –es decir, unos 30 minutos al día (que por cierto la mayoría no alcanzamos a cubrir)–, los hadza completan ese nivel de actividad en sólo dos días: 75 minutos diarios, cuando menos.
“Ellos tienen niveles muy bajos de hipertensión”, explicó Raichlen cuando sus resultados fueron publicados a finales del año pasado en la revista especializada American Journal of Human Biology. “En Estados Unidos la mayoría de la población mayor de 60 años tiene hipertensión. Entre los hadza, apenas 20 a 25%. En cuanto a niveles de lípidos en la sangre, no hay prácticamente ninguna evidencia de que el pueblo hadza tenga riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares, las cuales incluso son escasas en la edad avanzada”.
Esto lo ha llevado a sospechar que los altos niveles de actividad física podrían estar relacionados con el mantenimiento de la salud en la vejez.
Una de las dificultades de este enfoque (el de comparar hombres actuales con nuestros ancestros paleolíticos) es que hoy día éstos tienen cuerpos mucho más pequeños.
Mentes bajo el Sol
David Raichlen no es el único que piensa que el ejercicio tuvo un papel fundamental en moldearnos como especie. Algunos incluso han considerado que nuestra bioquímica y fisiología pudieron desarrollarse en función de la actividad física. Quizá una prueba de esta hipótesis son los dedos pequeños de los pies, los cuales tendrían ese tamaño con el fin de permitirnos avanzar sin estorbar a cada paso. También las grandes articulaciones de nuestras piernas parecieran hechas ex profeso para amortiguar el impacto de dar un paso.
Otros van más allá y le atañen a nuestra resistencia física la razón de nuestro éxito como especie. Varias teorías tratan de explicar y conocer cómo fue que nuestros ancestros se volvieron tan buenos ‘atletas’ como para cazar con el método de cansar a sus presas más veloces, y qué efectos pudo tener esto. Las hipótesis de lo que el ejercicio pudo hacer por nosotros van desde habernos proveído de una salud envidiable (por tanto, nuestra pésima salud actual está ligada a nuestros bajos niveles de actividad física) hasta haber provocado el agrandamiento de un órgano tan importante como lo es el cerebro.
Algunas de las teorías evolucionistas que explican cómo logramos tener nuestros grandes cerebros, van desde aquellas que sostienen que ocurrió a partir de un cambio en la dieta que introdujo el consumo abundante de carne –una alimentación con gran cantidad de grasas animales y proteínas aumentaría progresivamente el volumen cerebral–, hasta aquellas que señalan que, como cazadores-recolectores, era necesario formar planes y comunicar ideas complejas –digamos por ejemplo cuestiones como la manera de atrapar animales mucho más grandes–. Tener ese tipo de pensamiento complejo era imprescindible si no se deseaba morir aplastado –o quedarse sin comer–.
Sin embargo, para David Raichlen ver las cosas sólo desde ese punto de vista es un tanto sesgado. Después de todo, por mucho que el cerebro pensara en cómo atrapar a la presa, quien lo llevó hasta ella fueron las piernas. O dicho de otra manera, fue su buena condición física la que les permitió a esos primeros hombres, desarmados y carentes de herramientas, cazar a la bestia, persiguiéndola durante horas y días hasta cansarla. Luego comían la carne. Bajo esta hipótesis, sería así como aumentaron su nivel de proteínas lo suficiente para permitir que el cerebro creciera. Luego encontraron nuevas maneras de cazar y se convirtieron en un animal capaz de adaptarse a casi cualquier ambiente. Nuestro cerebro, por decirlo de la manera más simple posible, fue el pequeño regalo por haber nacido con una constitución física acorde al ejercicio hace millones de años.
En 2011 el Dr. Raichlen examinó la relación entre el ejercicio y el tamaño del cerebro a través de una amplia gama de mamíferos terrestres. Para ello él y su equipo analizaron los datos contenidos en varios estudios existentes, mismos que reflejaban el tamaño del cerebro con relación a la masa corporal de diversos animales como perros, zorros, ratones, gatos, ovejas y cabras, y su resistencia física. Para este último valor se seleccionaron aquellos estudios en los que los animales andaban sobre una caminadora a intensidad variable, cambiando la velocidad o la inclinación, mientras se medía el consumo de oxígeno y la concentración de lactato en los especímenes –el lactato es un compuesto orgánico que se genera en el cuerpo; además de ser un producto secundario del ejercicio, también es un combustible para ello–.
Lo que él y sus colegas encontraron fue interesante. Aquellas especies que presentaban una tasa metabólica máxima (es decir, una mayor frecuencia de actividad física), como por ejemplo los perros y las ratas, también tenían un cerebro de un tamaño mayor en relación con su cuerpo.
Estos resultados coinciden con lo demostrado en 1999 por investigadores del Departamento de Zoología de la Universidad de Wisconsin-Madison, EUA, quienes se dieron a la tarea de criar un linaje de ratones que fueran ‘adictos’ a la rueda de entrenamiento. Eligieron a los ejemplares que demostraban mayores aptitudes para estar más tiempo en la rueda, y luego los cruzaron entre sí. Tras varias generaciones (14 en total) concibieron una generación de ratones con predisposición al ejercicio.
Dos cambios en estos roedores les llamaron la atención. Físicamente tenían una musculatura que sobresalía del resto; de modo innato presentaban altos niveles de cierta sustancia que promueve el crecimiento del tejido. Pero también una proteína llamada FNDC, o factor neurotrófico derivado del cerebro, el cual es conocido por tener un papel importante para el rendimiento y la resistencia física –y de paso–, impulsar el crecimiento del cerebro. Ésta ha sido una de las primeras evidencias experimentales que de alguna manera muestran cómo la actividad física pudo ser el vehículo que hiciera que el cerebro de nuestros antepasados creciera. Entonces, ¿la vida sedentaria afectará nuestra evolución a futuro?