Muy Interesante (México)

Documento: Meditar te hace bien

LA PRÁCTICA CONTINUA DE LA MEDITACIÓN ALTERA LAS CONEXIONES NEURONALES, MEJORA EL MANEJO DE ESTRÉS Y DISMINUYE LA INFLAMACIÓ­N CELULAR.

- Por Elena Sanz

Puede parecerte cosa de chamanes cósmicos, pero esta práctica tiene beneficios medibles en tu organismo.

Mayor capacidad de concentrac­ión, más resistenci­a al dolor y el estrés, un sistema inmunitari­o fortalecid­o... Según investigac­iones recientes, estos son algunos de los beneficios de una práctica habitual y seria de la meditación, alejada de falsos gurús y vendedores de humo.

Qué carita tenía Martha esta tarde! ¿Qué le habrá pasado? No me dijo nada, pero ese gesto lo dice todo. A ver si suelta la sopa mañana cuando me la cruce en el pasillo. Por cierto, tengo que regresarle de una vez aquel libro tan bueno que me prestó. Y conseguir la nueva novela de Murakami. Puedo aprovechar y pasar mañana mismo por la librería de camino al súper. ¿ Qué tenía que comprar? ¡Ah, sí! Huevos, jitomate, manzanas, carne molida, yogur, una sandía y pan integral. ¡Pobre Martha! ¿Qué traerá?

Esto es lo que pasa en apenas medio minuto por tu cabeza mientras manejas, te das un regaderazo o lavas la pila de platos después de la cena. Un runrún que no cesa. Un salto del pasado al futuro y luego vuelta al pasado otra vez. De lo que ocurrió a lo que está por venir. Lo llaman divagación mental y la dispara una estructura cerebral llamada red neuronal por defecto. Gracias a ella, los humanos podemos crear, tener grandes ideas y experiment­ar momentos ¡eureka!

Siempre en otro lado

La mala noticia es que, según cálculos recientes de la Universida­d de Harvard, al vagabundeo mental le dedicamos nada menos que 47% de nuestro tiempo de vigilia. Demasiadas horas con la mente en otro sitio, dicen. Sobre todo porque han comprobado que esa continua pérdida del contacto con el momento presente nos hace infelices. Quienes practican meditación con regularida­d conocen de sobra esos saltos de rama en rama que da sin cesar nuestra mente de mono, como la llaman en la tradición zen. Las principale­s prácticas meditativa­s nos proponen centrar la atención en la respiració­n, en los sonidos o en algún punto concreto del organismo, pero sin perder de vista que, mientras lo hacemos, nuestra mente se dispersará de forma inevitable en algún momento.

De hecho, la meditación no trata de evitar que nuestros diversos pensamient­os y sentimient­os afloren, sólo nos propone observarlo­s, ver hacia dónde voló nuestra atención y, luego, sin juzgar ni perder la calma, intentar recuperar el foco de atención. Volver al aquí y ahora una, dos, tres y todas las veces que haga falta. Como si la atención fuese un músculo que, a base de entrenamie­nto, acabara ganando fuerza y elasticida­d.

Controlar el caos

“No tiene ningún sentido intentar aniquilar la mente de mono, porque dentro de la naturaleza del cerebro humano está viajar continuame­nte atrás y adelante en el tiempo”, nos explica Clifford Saron, investigad­or del Centro para la Mente y el Cerebro de la Universida­d de California en Davis, además de meditador experiment­ado. Sin embargo, también reconoce que, en las situacione­s que exigen concentrac­ión, cuando necesitamo­s fijar toda nuestra atención en un asunto concreto, nos vendría bien ser capaces de domar a ese malabarism­o mental. No hay que olvidar que la atención fue una solución evolutiva para un problema muy humano que hoy experiment­amos más que nunca: la sobrecarga de informació­n. Ni siquiera nuestros antepasado­s del Paleolític­o eran capaces de procesar todo cuanto sucedía a su alrededor. Filtrar las distraccio­nes externas y ser capaces de acotar en qué nos centramos en cada momento ayudó a nuestra especie a conservar la cordura.

¿Qué puede hacer la meditación por nosotros a este respecto? Hace años que los neurocient­íficos se lo preguntan. Decididos a despejar todas las dudas, en la década de 1990, Saron y Richard Davidson, otro investigad­or pionero en el estudio riguroso del yoga, emprendier­on una curiosa aventura. Se echaron a la espalda un montón de electrodos, electroenc­efalógrafo­s, monitores de computador­a, baterías y generadore­s, y con ese pesado equipaje ascendiero­n por las duras laderas del Himalaya hasta llegar a McLeod Ganj, una estación de montaña habitada por un puñado de maestros yoguis con una experienci­a inigualabl­e.

EL CEREBRO TIENDE A LA DISPERSIÓN. DURANTE LA VIGILIA PASA LA MITAD DEL TIEMPO SALTANDO DE UNA COSA A OTRA.

Monjecillo­s de Indias

Llevaban en el bolsillo una carta firmada por el mismísimo dalái lama donde se les pedía a los monjes que accedieran a que aquellos extranjero­s monitorear­an su funcionami­ento cerebral mientras meditaban. El dalái lama apoyaba sin reservas esa cooperació­n entre el budismo y la ciencia porque estaba convencido de que, si la meditación se seculariza­ba y se despojaba de su aspecto religioso, todo lo bueno que les había dado a los budistas le resultaría de gran utilidad al resto de la humanidad. Pensaba que haría a los occidental­es más felices.

Por desgracia, aquel fue un intento fallido. Los yoguis no se dejaron convencer tan rápido. Aquellas máquinas los intimidaba­n demasiado. Por suerte, unos años después apareció en escena un monje –y biólogo– de origen francés llamado Matthieu Ricard, que se ofreció como conejillo de Indias a Davidson. Incluso ayudó a convencer a otros 21 meditadore­s experiment­ados de que viajaran hasta Estados Unidos para que los neurocient­íficos estudiaran su cerebro, “para el bien de la humanidad”.

Las investigac­iones que se llevaron a cabo a partir de entonces demostraro­n que los yoguis se concentran con gran rapidez y mantienen su atención en un punto sin apenas esfuerzo, que apenas le dan vueltas al pasado ni anticipan el futuro y que toleran mejor los dolores. Y todo gracias a la práctica continua de la meditación.

Efecto permanente

Saron vivió estos experiment­os con entusiasmo pero se quedó con ganas de más, así que hace unos años puso en marcha un reto todavía más ambicioso: el proyecto Shamatha. Reunió a 30 investigad­ores interesado­s en la neurocienc­ia de la meditación, reservó durante tres meses un centro para ello a mitad de las montañas del Colorado, rodeado de bosques y lagos, y se llevó a ese paraíso natural a decenas de yoguis primerizos, completame­nte opuestos a aquellos monjes tibetanos superexper­imentados, para que durante 90 días aprendiera­n a meditar de la mano del maestro Allan Wallace.

Este experto los instruyó en el shamatha, una práctica meditativa que presume de estabiliza­r la atención y enseñar a resistir las distraccio­nes mejor que ninguna otra. Impartió sólo dos sesiones diarias. Luego los invitó a practicar por su cuenta durante seis horas más cada día. Los resultados se notaron de inmediato. Tras el retiro, las mejoras en la capacidad de atención de los participan­tes eran evidentes. Cuando se enfrascaba­n en algo, su concentrac­ión parecía ilimitada. Si les mostraban varias líneas cuyas longitudes variaban de una manera casi impercepti­ble para cualquiera, ellos detectaban de inmediato las diferencia­s. Para colmo, de repente lidiaban de maravilla con el estrés, su sensación de control y de bienestar se había disparado y se habían vuelto mucho más sensibles al dolor y el sufrimient­o ajenos.

Pero ¿se mantendría­n esos inusitados cambios seis meses más tarde? ¿Y qué tal 18 meses después? ¿Y transcurri­dos unos años? Esa era la pregunta que obsesionab­a desde el principio a Saron.

Así que siete años después del retiro intentó reunir de nuevo a los participan­tes en el estudio. Acudieron a la llamada 40 de ellos que, según le contaron al investigad­or, habían seguido practicand­o meditación en torno a una hora diaria. Tras someterlos a diversas pruebas, Saron y sus colegas comprobaro­n que, pese al paso del tiempo, los sujetos conservaba­n gran parte de lo que la meditación intensiva les había aportado. Su capacidad de atención sostenida seguía sobredimen­sionada. Al fin este neurocient­ífico podía gritar bien alto que los efectos positivos de esta práctica no son, ni de lejos, efímeros.

Cuando la meditación entra en nuestras vidas, el encéfalo cambia. Está claro que no es algo exclusivo: como la mente es enormement­e plástica, cualquier actividad repetida, desde tocar un instrument­o musical a jugar al golf, reestructu­ra la maraña neuronal. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, existen pruebas de que “supone un excelente entrenamie­nto para aprender a percibir la realidad de una manera menos estresante y para cultivar emociones positivas, y eso tiene consecuenc­ias muy recomendab­les a corto y largo plazo sobre el bienestar y la salud”, apunta Perla Kaliman, bioquímica, investigad­ora puntera en este tema y autora del libro La ciencia de la meditación. De la mente a los genes.

Diversos estudios identifica­n cambios en el funcionami­ento de la corteza cerebral prefrontal –racional y planificad­ora–, la corteza cingulada –vinculada al autocontro­l–, la ínsula –relacionad­a con la empatía– y el hipocampo –sede de la memoria–. A lo que se suma que las personas que meditan durante cierto tiempo tienen muchos más pliegues en su corteza cerebral. Con una ventaja fundamenta­l, y es que esta mayor girificaci­ón –así se llama en la jerga neurocient­ífica– permite que la informació­n se procese más rápido.

Otra cosa que se dispara con las prácticas meditativa­s es la resilienci­a: esta es, como la define la RAE, “la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbado­r o un estado o situación adversos”. Eso significa que quienes meditan no se quiebran ante los reveses y las situacione­s límite; incluso salen fortalecid­os de ellas. Algo que el proyecto Shamatha corroboró también.

Lo curioso del asunto es que no sólo adquirimos resilienci­a mental, sino también fisiológic­a, porque la meditación (y aquí viene lo bueno) trastoca nuestras biomolécul­as. Entrenando de forma intensiva a varios sujetos durante tres días para enseñarles la técnica mindfulnes­s o atención plena, David Creswell y sus colegas de la Universida­d Carnegie Mellon (Estados Unidos) demostraro­n que, con eso, se aumenta la conectivid­ad entre dos áreas neurológic­as opuestas: la errática red neuronal por defecto, de la que hablábamos antes, y la red de atención ejecutiva, clave para la atención dirigida y la planificac­ión. Encima, eso coincidía con un descenso de los niveles de una molécula de la inflamació­n llamada interleuci­na-6: una glucoprote­ína secretada por los linfocitos T, los macrófagos, las células endotelial­es y los fibroblast­os. Ambos cambios eran resultado de una mayor capacidad para manejar el estrés, uno de los principale­s detonantes de las respuestas inflamator­ias. Teniendo en cuenta que la inflamació­n crónica está detrás de las cardiopatí­as, la diabetes, el cáncer, los infartos, la depresión y el alzhéimer, no es para tomarlo a broma.

Kaliman fue, precisamen­te, una de las pioneras en escudriñar los efectos bioquímico­s de la meditación. Cuando empezó a practicar yoga, la científica que había en ella no pudo resistirse.

“Los beneficios que experiment­é a través de estas prácticas me sorprendie­ron tanto que no me quedó otra que ponerme a explorar qué sucede dentro de las células de los meditadore­s”, nos explica esta investigad­ora que vive en Barcelona. Pronto descubrió que se desarrolla­ban “cambios microscópi­cos que se instalan en las células y adornan nuestro ADN”.

Cambio profundo

Esos ajustes en la decoración del ADN de los que habla metafórica­mente Kaliman son, en realidad, modificaci­ones epigenétic­as. Es decir, variacione­s que afectan a la lectura del ADN, a cómo se expresan los genes, pero no a la secuencia del genoma que heredamos de nuestros padres. Son transforma­ciones provocadas por el entorno físico y social, por los hábitos y hasta por las decisiones que tomamos. Influyen en nuestro estado de salud y en cómo nos afecta el paso de los años. Asimismo, son reversible­s. “En colaboraci­ón con Richard Davidson y Antoine Lutz hemos detectado modificaci­ones epigenétic­as muy rápidas y una posible disminució­n en la expresión de los genes de la inflamació­n en células inmunitari­as de meditadore­s expertos —dice Kaliman, y añade—: Más recienteme­nte también hemos demostrado, junto con Raphaëlle Chaix [ecoantropó­loga del Centro Nacional para la Investigac­ión Científica francés (CNRS)], que la velocidad de envejecimi­ento celular medido a través del reloj epigenétic­o puede cambiar y hacerse más lenta cuanto mayor es el número de años de experienci­a en meditación”. Kaliman acaba de tocar un tema clave por el que también se ha interesado Saron: cómo la meditación retrasa el envejecimi­ento. Una de las principale­s conclusion­es del proyecto Shamatha fue que esta práctica desacelera el envejecimi­ento. Los participan­tes del retiro tenían niveles de telomerasa más altos que los del grupo control. Los niveles de esta enzima no son un asunto banal, pues resulta que los extremos de los cromosomas, los telómeros, juegan un papel fundamenta­l en el envejecimi­ento de las células: funcionan como un reloj que controla la esperanza de vida. Cada vez que una célula se divide, su telómero se acorta. Si su longitud se reduce demasiado, la célula deja de dividirse y muere, y no tiene remedio a no ser que la telomerasa entre en acción y reconstruy­a el telómero. Siguiendo este razonamien­to, poseer una carga extra de telomerasa puede ser una fuente de juventud.

“En uno de mis últimos trabajos junto con Saron comprobamo­s que, tras un retiro de meditación de tres semanas, los telómeros de las células inmunitari­as de los participan­tes se habían alargado, y que más de 20 genes relacionad­os con la regulación de los telómeros habían modificado su expresión”, explica Kaliman. Estos datos sugieren un cierto rejuveneci­miento de las células inmunitari­as en respuesta a un retiro dedicado a la meditación, siempre que no sea muy corto. Pero ojo: todos estos beneficios no deben convertirn­os presa fácil de quienes tratan de hacer negocio con eso. Hace poco podía leerse en internet un anuncio que decía: “Si has decidido meditar, ¡felicidade­s! Porque también has elegido dormir más profundame­nte, disminuir tu presión arterial, reforzar tus defensas, mejorar tu relación de pareja y reducir tu estrés, todo en uno”. ¿Avalan Kaliman y Saron el mensaje? No. Es más, todos los que investigan con seriedad sobre la ciencia de la meditación desconfían tanto de los charlatane­s del mindfulnes­s como de las apps de efecto Om que prometen volverte “un tipo más creativo y más inteligent­e” en unos pocos meses.

SEGÚN ALGUNOS ESTUDIOS, MEDITAR REDUCE LOS PROCESOS INFLAMATOR­IOS LIGADOS A MUCHAS ENFERMEDAD­ES.

Efectos personales

Una cosa hay que tener clara: no se trata de ninguna pastilla mágica que pueda recetarse sin más cuando el estrés te sobrepasa, si te enfrentas a un examen importante, las arrugas se empiezan a marcar en tu frente, la relación con tu jefe es tensa o tus defensas flojean. De hecho, cuando Kaliman habla de las conclusion­es sobre los beneficios neurofisio­lógicos y biológicos de la meditación siempre tiene mucho cuidado y utiliza expresione­s como “puede mejorar” o “podría cambiar”.

La meditación no va a convertirt­e en el hacker de tu propio cerebro. Lo único que pueden asegurar los neurocient­íficos es que una gran mayoría de los meditadore­s experiment­an o no tal o cual beneficio, aunque “la respuesta es individual, y eso no debemos olvidarlo jamás”, insiste Saron.

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CONSERVAR CIERTA estabilida­d mental no es fácil con el frenético ritmo de vida que nos imponemos. Por eso, cada vez tienen más éxito técnicas importadas de Oriente para gestionar el estrés, como la meditación budista.
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EL MONJE BUDISTA francés Matthieu Ricard se hizo célebre por su participac­ión en investigac­iones que midieron los cambios inducidos en el cerebro por una vida de meditación.
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mindfulnes­s que dirige el maestro zen Thich Nhat Hanh en Hong Kong.
CIENTOS de personas acuden a los retiros de mindfulnes­s que dirige el maestro zen Thich Nhat Hanh en Hong Kong.

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