Estreno de Fidelio 2 20 de noviembre de 1805
Cada vez que Fidelio llega a los escenarios se anuncia como “¡la única ópera de Beethoven!”. Esto le ha creado un aura de leyenda que despista un poco sobre sus virtudes musicales y lleva a preguntarse por qué el músico no se adentró nunca más en uno de los géneros que proporcionaban más popularidad, prestigio y dinero. Podría responderse: porque Fidelio fue un fracaso, pero eso no es del todo cierto: cuando se estrenó en 1805 no se llamaba Fidelio sino Leonora, y Beethoven había empezado a trabajar en ella en 1802 tras aceptar la propuesta del director del Theater an der Wien en la capital austriaca. Se enfrentó al reto con su característico nivel de autoexigencia y, tras muchos borradores, quedó lista en 1805. El argumento contaba la lucha de una mujer –Leonora– para liberar a su marido de una injusta condena a prisión, para lo cual se disfrazaba de varón con el nombre de Fidelio. El fiasco de sus tres primeras representaciones se debió a que Viena estaba invadida por las tropas francesas, y los aristócratas y burgueses habían huido a sus posesiones en el campo. La ópera se estrenó en una sala casi vacía. La mayoría de los escasos espectadores eran oficiales franceses muy poco amigos de la innovación musical.
Otra oportunidad
La cosa salió mejor en el reestreno del año siguiente, pero las localidades baratas, que eran las más rentables, seguían sin llenarse. Cuando el director del teatro propuso al músico que hiciera la obra más accesible al público, este contestó: “No escribo para las masas. ¡Yo compongo para personas cultas!”. El director le recordó que sólo con la gente culta no se llenaba un teatro y que, si se negaba a hacer cambios, sería responsable del fracaso. También le advirtió que su contrato le garantizaba un suculento porcentaje de la taquilla y que si hubieran pagado a Mozart ese mismo porcentaje “se habría hecho rico”. Entonces Beethoven exigió que le devolvieran su partitura y la enterró en un cajón.
Su amigo y protector, el príncipe Lichnowsky, logró convencerlo de que la retocara, pero el nuevo reestreno tampoco fue un éxito incontestable. Años después, en 1813, repentinamente, fue el propio músico quien decidió que su ópera necesitaba cambios profundos que llevaron a otro estreno más en Viena en 1814. Para entonces, la capital austriaca había sido liberada, Napoleón partía a la isla de Elba y Fidelio –“una celebración universal de la libertad y de la caída de la tiranía”, según el escritor británico Daniel Snowman– triunfó por fin.
A lo largo de su vida, Beethoven realizó otros intentos de componer ópera, con temas como Babilonia o el viaje de Ulises, pero ninguno llegó a cristalizarse. En 1822 escribió que nunca volvería al género, pues “la sinfonía es mi verdadero elemento”. Estaba ya muy sordo. Su amigo, el dramaturgo Franz Grillparzer, que escribió el libreto de una segunda ópera de la que no volvió a saber nada, apuntó otra razón: “Se había acostumbrado tanto al vuelo libre de la imaginación que ningún libreto de ópera del mundo habría podido encauzar sus efluvios entre unos límites dados”.
Beethoven era un hombre de trato difícil, pero a la vez se lamentaba por no encontrar el amor verdadero. ¿Era capaz de amar? Intensamente, según se lee en su famosa misiva a la amada inmortal: “Vivir, sólo puedo hacerlo contigo o con nadie; he decidido errar por los caminos hasta el día en que pueda volar a tus brazos y sentirme del todo en mi patria cerca de ti. Rodeado por ti, podré sumergir mi alma en el reino de los espíritus”. ¿Quién era la destinataria? La carta fue encontrada junto a otros documentos del músico al día siguiente de su muerte, así que nunca llegó a su destino.
El tono del escrito está entre los más apasionados salidos de la pluma de un hombre ya apasionado de por sí, para lo bueno y para lo malo. Algunos biógrafos se han propuesto descubrir la identidad de la enigmática mujer a partir de los datos disponibles. Beethoven la escribió entre el 6 y 7 de julio de 1812 en el balneario de Toeplitz (Bohemia), adonde había acudido en busca de un remedio para su sordera. En el texto se menciona que la destinataria se encuentra en ese momento en la ciudad de Karlsbad y permite deducir que habitualmente residía en Viena, que se habían visto pocos días antes en Praga y que se trata de alguien a quien el músico conoce desde hace tiempo. Los expertos creen que debía de ser una mujer mal casada o separada de su marido.
Josephine Brunsvik, Pepi, la tercera hija de una familia de la nobleza húngara a la que Beethoven empezó a dar clases de piano en 1799, encaja con esos datos. El músico fue también amigo de Teresa y Franz, sus hermanos mayores, y sus sentimientos hacia Pepi eran profundos, pero por medio estaba la distancia de clases. En su libro The Letters of Beethoven (1961), Emily Anderson habla de 13 cartas del músico a Josephine que revelan su amor, el deseo de casarse con ella y su consciencia de la barrera social que los separaba. De hecho, tras enviudar en 1804, Pepi volvió a casarse en 1810 con alguien de su círculo: el barón Christoph von Stackelberg. El matrimonio no fue feliz, él la abandonó y la dejó arruinada y con dos hijos en 1812. El 30 de junio de ese año estaba en Viena, sola, y Beethoven también andaba por la ciudad.
¿Quién sería?
La otra posible candidata es Antonie Brentano, hija de diplomáticos, mecenas de las artes, amiga de Beethoven y que no sólo se encontraba en Viena, sino también en Karlsbad –lo que no se sabe en el caso de Pepi– en las fechas correctas. Pero hay factores en contra: en Praga estaba con su marido, Franz, y uno de sus hijos, lo que complicaba cualquier encuentro. Además, el músico fue a pasar unos días con el matrimonio en Karlsbad sólo tres semanas después de la fecha de la carta. Dado que Beethoven también era amigo de Franz, de ser cierto el romance habría sido muy cínico pasar unos días con los dos como si nada.
¿Pepi o Antonie? Quizá nunca lo sabremos, pero cabe mencionarse esta carta de Teresa Brunsvik escrita en 1846: “¿Por qué mi hermana Josephine no se casó con él [Beethoven] cuando era viuda? ¡Hubiera sido más feliz que con Stackelberg! ¡Es el amor a sus hijos lo que la ha hecho renunciar a su propia felicidad!”. Además, pocas semanas después de su estancia en Viena, Josephine confesó a su hermana que estaba embarazada y el 9 de abril de 1813 dio a luz una niña, Minona. Sumando fechas, es difícil resistirse a la idea de que Beethoven, después de todo, sí dejó descendencia en este mundo. Aunque muchos expertos lo piensen, ninguno cuenta con la prueba decisiva de que el compositor consumó, al menos en una ocasión, la pasión que sentía por su amada inmortal.