¿EXISTEN LAS CASUALIDADES?
Según la ciencia, el universo y los fenómenos naturales se rigen por las leyes del azar y la casualidad, pero los humanos tendemos a atribuirles una intención y significado. Hay quien cree que las estrellas fugaces cumplen deseos o que la aparición del arcoíris es una buena señal: los expertos lo llaman sesgo teleológico y puede ser un obstáculo para el conocimiento.
Ante la pregunta de por qué algunas rocas son puntiagudas, caben todo tipo de respuestas. Podría ser porque así evitan que nadie se siente encima de ellas y las puedan aplastar, o para que los dinosaurios se rasquen la espalda con su punta. De hecho, eso fue lo que contestó la mayoría de los niños que participaron en un estudio de Deborah Kelemen, investigadora del Departamento de Psicología y Ciencias del Cerebro, en la Universidad de Boston (Estados Unidos).
Los pequeños daban explicaciones teleológicas a preguntas sobre la razón de ser de eventos naturales u objetos inanimados, es decir, encontraban que había una intencionalidad y un diseño antropomorfo en piedras, ríos o estrellas. En 75% de los casos era una utilidad que servía al propósito individual del objeto en sí (las piedras se protegen con sus puntas) y en 86% el propósito era también social, de ayuda a los demás (alivian la comezón de los animales). A los cinco años los niños no son materialistas, sino “teístas intuitivos, dispuestos a contemplar los fenómenos naturales como resultado de un objetivo no humano”,
afirmaba la científica en Psychological Science. Después ha replicado sus experimentos con niños y adultos de distintos países, desde Estados Unidos hasta China, y en todos los casos el resultado es el mismo: desde la más tierna infancia, el humano muestra la tendencia a otorgar intenciones personalizadas al entorno que le rodea. Kelemen lo llama sesgo teleológico promiscuo, que implica ideas “basadas en la intuición y científicamente inexactas, como la de pensar que si la Tierra tiene una capa de ozono es para protegernos de los rayos ultravioleta o que el virus del COVID-19 muta para infectarnos”, explica a Muy Interesante.
Una cuestión de adaptación
Para Keleman, el sesgo teleológico no es una maladaptación, sino un constructo a partir de tendencias altamente adaptativas, como la detección de agentes, es decir, la habilidad de interpretar una intención en el comportamiento de los demás y estar alerta. Eso sí, tal sesgo no es bueno para la comprensión científica: “Hace más difícil aprender los principios básicos de la ciencia, como la noción de azar y la selección natural. Nos hace proclives a razonar y sacar conclusiones inexactas. No es fácil que los niños comprendan bien los mecanismos de la evolución, que está basada en variaciones aleatorias y no sigue un diseño o propósito superior. Por eso, una de las líneas de trabajo de mi laboratorio está enfocada a enseñar a los alumnos de preescolar los mecanismos de la evolución, antes de que hayan consolidado el sesgo teleológico. Yo diría que los seres humanos estamos, en cierto sentido, mejor equipados para adquirir creencias religiosas que conocimiento científico”, observa la entrevistada, tras haber dedicado décadas a estudiar este fenómeno.
Voluntad superior
Lo comprobó en otro experimento recogido en el Journal of Experimental Psychology en 2015, cuyos participantes eran profesores de Física en diferentes universidades estadounidenses a quienes les pidió juzgar si eran exactas ciertas afirmaciones teleológicas, como que el sol produce luz para que las plantas puedan hacer la fotosíntesis o que las moléculas se unen para crear la materia. Los de un grupo tenían que contestar muy rápido –3.5 segundos por pregunta– y los del otro, sin límite de tiempo. “Vimos que cuando no se les daba tiempo para reflexionar eran más proclives a dar por buenas esas afirmaciones”, comparte Kelemen. Lo mismo ocurría a un grupo de adultos ateos o agnósticos en otra investigación de su equipo, publicada en la revista Cognition: cuando tenían poco tiempo para responder tendían a seguir el mismo patrón por defecto de juzgar fenómenos naturales, vivos o no, como “creados por alguien”.
Desde los tres años, los infantes tienden a elaborar historias que parten de una creencia en lo sobrenatural –poderes paranormales, dioses, otras vidas después de la muerte...– que no se supera con la edad, al menos no en todos los casos: 71% de la población mundial cree en algún dios y 74% cree en el alma, según una encuesta de la empresa dedicada a hacer estudios de mercado y opinión D&M Reseach. Incluso personas que se definen ateas o agnósticas opinan que nuestras vidas están gobernadas en cierta medida por fuerzas sobrenaturales, afirma un sondeo de la Universidad de Kent (Reino Unido) hecho en 2019 en dicho país, China, Estados Unidos, Japón, Brasil y Dinamarca.
INCLUSO MUCHOS NO CREYENTES PIENSAN QUE LA
VIDA ESTÁ EN CIERTA MEDIDA MARCADA POR EL DESTINO O POR FUERZAS SOBRENATURALES.
Usa la Fuerza
Tras encuestar a miles de individuos que negaban la existencia de Dios, a los investigadores les sorprendió descubrir que un buen porcentaje creía en un “espíritu o fuerza vital universal”, en “las fuerzas del bien y el mal” o en que “los sucesos vitales más importantes están escritos en nuestro destino”. Un 20% de los ateos estadounidenses estaban de acuerdo con alguna de estas afirmaciones, porcentaje que subía a 50 % en los chinos. ¿ Está nuestro cerebro diseñado para creer, por defecto, en explicaciones paranormales?
Quizá todo empieza por la detección de agentes, una capacidad muy útil para la supervivencia que compartimos con los animales y que consiste en identificar una intencionalidad en todo lo que pasa para anticiparse a ella. Creer que algo está vivo, es inteligente y se ha fijado en nosotros resulta eficaz a la hora de salvar el pescuezo ante posibles amenazas. Es lo que hace que un pájaro posado en el balcón salga volando cuando el viento mueve la cortina: cree que detrás de ese movimiento podría haber alguien preparado para comérselo y, por si acaso, huye. Mejor prevenir.
También las personas tendemos a creer que hay alguna entidad consciente detrás de la experiencia más insignificante, y no necesariamente negativa. Si estás paseando con tu enamorado y sale el arcoíris, puedes interpretarlo como una señal de felicidad. Un estudio publicado en Frontiers in Behavioural Neuroscience en 2019 comprobó que los ratones sometidos a condiciones estresantes tienden a interpretar cualquier estímulo como negativo. Por ejemplo, si les aplican descargas eléctricas y luego se abre la puerta de su jaula, los roedores se asustan y se esconden. Los investigadores también comprobaron que si viven en condiciones placenteras, los ratones se acercan con interés a la reja cuando esta se abre de par en par. En el Homo sapiens, la aptitud para detectar agentes tiene que ver con otra habilidad cognitiva, la llamada teoría de la mente, que se trata de la capacidad de razonar sobre cómo funcionan otros cerebros distintos al nuestro y ponernos en los zapatos del otro.