LA ÚLTIMA BRUJA: ECOS DE UNA SANGUINARIA CACERÍA
La decapitación de Anna Göldin se considera el caso que marcó el fin de un oscuro periodo, durante el cual miles de personas fueron ejecutadas por dizque venerar al Diablo.
Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar” es una de las consignas expresadas en las marchas del Día Internacional de la Mujer cada 8 de marzo. Tan contundente eslogan titula además al “manifiesto feminista autobiográfico” de la ilustradora española Ame Soler, quien confiesa: “Nunca he encajado en los esquemas que la sociedad ha construido para ser una chica perfecta. Desde pequeña me despeinaba de manera asombrosamente fácil. Recuerdo un día que había jugado, corrido, saltado… y un profesor me dijo: ‘Péinate, pareces una bruja’”.
Más allá de esta anécdota, con perspectiva de género, la proclama de Ame remite a la vigencia en el imaginario de la figura de la bruja, endilgada a las mujeres que no responden a las expectativas sociales y que, por eso, han sido perseguidas desde épocas bastante remotas.
La historia de esta persecución se remonta a finales del Medievo e inicios de la Era Moderna, cuando en Europa la Iglesia pretendía imponer el cristianismo sobre cualquier otra creencia considerada pagana o hereje, como era la brujería. A esta práctica, calificada de demoniaca, se le atribuían lo mismo desgracias personales y familiares, como enfermedades, muertes, ruina y demás infortunios, que catástrofes colectivas, tales como sequías, hambrunas, pestes u otras calamidades.
Según estudiosos del tema, ciertas actitudes y conductas, así como el aspecto físico y el género (la mayoría de las señaladas eran mujeres) podían ser factores determinantes para delatar a un presunto brujo o bruja. Además, plantean que entre los motivos subyacentes de tales denuncias solían estar la misoginia, la venganza y la intolerancia, los intereses particulares o alguna otra secreta causa de propios o extraños.
Las personas acusadas de brujería eran capturadas y sometidas a juicios en los cuales no faltaban falsos testimonios y las confesiones obtenidas mediante la tortura, utilizando los métodos más cruentos. Al final del arduo proceso, ya fuera efectuado por autoridades civiles o eclesiásticas, la condena del inculpado podía ser desde el destierro hasta la muerte en la hoguera, ahorcamiento o decapitación.
Esta tristemente célebre “cacería de brujas” tuvo lugar sobre todo entre los siglos XIV y XVII, a lo largo y ancho del Viejo Continente e incluso al norte del Nuevo Mundo. Durante ese lapso se llevaron a cabo miles de procesos que terminaron en sangrientas ejecuciones, mismas que solían convertirse en concurridos espectáculos públicos. Sin embargo, aún en el siglo XVIII, cuando a la luz de la Ilustración supuestamente se había frenado ese criminal acoso, todavía se registraron algunos dramáticos casos, como el de Anna Göldin, la emblemática “última bruja” de Europa.
Las agujas del Diablo
Nacida en 1734 en la modesta localidad suiza de Sennwald, Anna Göldin creció en el seno de una familia muy pobre y analfabeta. Por ello, desde temprana edad debió emplearse como sirvienta. Según descripciones, era una mujer atractiva y corpulenta, de ojos y cabello oscuros que contrastaban con su tez sonrosada. Gracias a esa belleza, a lo largo de su juventud se relacionó sentimentalmente con varios hombres, a quienes no se unió en matrimonio ni retuvo a su lado, pero sí consiguió procrear con algunos. Se cuenta que tuvo tres hijos, pero dos fallecieron prematuramente y del tercero se desconoce su destino. Por esas pérdidas fue rechazada socialmente e incluso condenada por la justicia a un arresto domiciliario. Y es que, de acuerdo con los usos y costumbres de aquella época, una mujer era declarada culpable por la muerte anticipada de sus retoños. Sin embargo ella, muy lista, eludió su sentencia huyendo del pueblo con el infortunio ya a cuestas.
Tras prestar sus servicios domésticos en algunas casas, Anna se puso a las órdenes de una familia de Glarus encabezada por el magistrado Johann Jakob Tschudi, aspirante a un puesto político en la localidad suiza y padre, junto con su esposa, de cinco hijas. Entre los quehaceres de la empleada estaba procurar la alimentación de las niñas. Al enfermar una de ellas, Anne-Miggeli, de ocho años de edad, Anna fue acusada de
haberle provocado el mal al introducir agujas en su comida y bebida. Las pruebas en su contra eran las supuestas agujas, tanto las halladas presuntamente en recipientes como las expulsadas por el organismo de la pequeña, en medio de convulsiones y fiebre. Asimismo, resultó adverso el testimonio de Anne-Miggeli de que Anne había intentado sobornarla con dulces para que no dijera a sus padres nada al respecto.
Según versiones de ciertas personas, ante tales imputaciones Anna huyó de casa de los Tschudi; de acuerdo con otras, fue echada. Lo cierto es que el magistrado interpuso su denuncia ante las autoridades, que de inmediato se dedicaron a buscar a la fugitiva. Incluso en la prensa local se publicó, con fecha 25 de enero de 1782, un aviso en el que se solicitaba ayuda a otras autoridades para su captura, ofreciendo hasta una cuantiosa recompensa. La acusación era que “ha cometido un acto espantoso, por medio de la introducción de una serie de agujas y otros objetos de forma secreta y casi incomprensible, contra una pequeña niña inocente de ocho años”. Desde luego, entre la opinión pública cundió la indignación en contra de Anna.
Ella fue capturada a los pocos días (21 de febrero de 1782) y puesta a disposición de un tribunal. Se le acusaba de haber practicado la brujería para que Anne-Miggeli enfermara. Fue sometida a tortura, hasta obligarla a confesar que sí había utilizado agujas para hacerle mal a la niña y que tales pequeños objetos punzocortantes se los había proporcionado el mismísimo Diablo. Durante el breve proceso del juicio contra Anne, la salud de la menor mejoró, y esto también fue tomado como prueba de culpabilidad, pues al haber sido capturada la supuesta victimaria, ya no ejercería ningún maleficio sobre la criatura.
Reivindicación histórica
Transcurrido casi un siglo y medio, el caso de Anna Göldin ha sido visto como el cierre emblemático del oscuro capítulo de la historia titulado “cacería de brujas”, y ella misma ha sido considerada “la última bruja” (al menos de Europa), no porque haya sido tal sino porque injustamente, como tantos otros, recibió ese trato. Para reivindicar jurídica e históricamente su figura, en 2007 el periodista Walter Hauser, originario de Glarus, investigó los hechos en torno al caso, promovió ante los tribunales locales la exoneración de Anna y la consiguió.
No conforme, como parte de esa reivindicación, Hauser creó también en 2007 la Fundación Anna Göldin para colaborar con Amnistía Internacional en la defensa de los derechos humanos de personas víctimas de procesos judiciales anómalos. Además, en su honor, fomentó en Glarus la instalación del Memorial de Anna Göldin, inaugurado a las afueras del Palacio de Justicia en 2014 y, por si fuera poco, impulsó la creación del Museo Anna Göldin, que abrió sus puertas al público en 2017.
Por su parte, la escritora Eveline Hasler, también oriunda de Glarus, publicó en 1982 la novela Anna Göldin, la última bruja, que fue adaptada al cine con el mismo título en 1991, hace justo tres décadas, durante las cuales muchas mujeres han continuado alzando la voz al grito de “Somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar”.