Planes para enfriar la Tierra
Geoingeniería y los proyectos para reducir el calentamiento global que parecen sacados de una historia de ciencia ficción.
Ante la dificultad del ser humano, en concreto de sus líderes políticos y económicos, para reducir la emisión de gases de efecto invernadero, ingenieros y climatólogos proponen combatir la crisis climática mediante la manipulación a gran escala del ambiente planetario con ayuda de la radiación solar, pero tales tecnologías no están exentas de detractores.
Ahí viene el Coco”, les decían hace años a los niños cuando querían asustarlos para que obedecieran y se durmieran temprano. Ahora, el Coco de niños y adultos es el cambio climático, que amenaza la vida en el planeta entero; aunque con dos importantes diferencias: la primera, que este monstruo es absolutamente real; la segunda, que son demasiados los que no le tienen ningún miedo. Hace poco más de un año, un artículo en Nature advertía que no vamos a salir impunes de nuestros atentados medioambientales. Con los miles de millones de toneladas de dióxido de carbono que lanzamos cada año a la atmósfera, el umbral de 1.5 ºC de calentamiento máximo que establecieron los expertos como soportable se rebasará pronto. Sólo se necesitan 580,000 millones de toneladas de CO₂ para llegar a los 1.5 ºC, y resulta que las infraestructuras actuales –sin construir una fábrica más– ya producen mucho más que eso. Ni siquiera hay que llegar a 1.5 ºC para llevarse las manos a la cabeza.
Lejos de ser una amenaza futura, el cambio climático se conjuga en presente. Son muchos los glaciares que ya se derritieron sin opción de vuelta atrás, el nivel del mar asciende a marchas forzadas, las olas de calor se intensifican cada vez más, los hábitats de muchos animales han cambiado, la extinción de especies se está acelerando y los árboles florecen antes de lo acostumbrado.
Vamos tarde
¿Qué estamos esperando? El plan de choque para frenar debería haberse aplicado de manera urgente y sin excusas hace bastantes años. El problema es que dar el salto de combustibles basados en carbono a surtirnos de energías totalmente renovables depende de decisiones políticas y económicas globales, y cuando no es porque una pandemia como la que nos azota desde principios de 2020 impone un cambio radical en nuestro modo de vida, la mayoría de los mandatarios no parece estar por la labor. Se resisten a cambiar las infraestructuras y a tomar el resto de medidas necesarias para dejar de emitir dióxido de carbono sin control.
Para no quedarse de brazos cruzados, ingenieros y climatólogos barajan desde hace algún tiempo combatir el cambio climático antropogénico (causado por la humanidad) con una nueva táctica que no exija poner de acuerdo a las petroleras, las compañías energéticas y los dirigentes. Si es difícil –y lento– descarbonizar el planeta, razonan los expertos, pongámonos a trabajar simultáneamente a gran escala con el albedo: es decir, con la luz que refleja la Tierra. Si lo aumentamos, lograremos interceptar un parte importante de la radiación directa que entra en la atmósfera y la enviaremos de vuelta al espacio antes de que pueda recalentarnos.
“Con este tipo de acciones podríamos reducir el calentamiento medio global de la superficie terrestre, pero también el de las capas bajas situadas entre la estratosfera y la superficie, algo que de forma natural ocurre tras las grandes erupciones volcánicas”, explica Antonio GarcíaOlivares, investigador del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona (ICM-CSIC). Eso supondría que, de un golpe, nuestro planeta se enfriaría unos grados. Mucho más inmediato que descarbonizar la economía global. Si no puedes contra el enemigo –los combustibles–, ponte un escudo.
Esta brillante idea estaba sujeta con alfileres hasta que, hace unos años, David Keith y sus colegas de la Universidad de Harvard (EUA) decidieron tomar cartas en el asunto. Su apuesta: un experimento científico destinado a identificar qué estrategias podrían hacer de la geoingeniería solar una realidad, dejando atrás esa multitud de simulaciones teóricas que, si bien han ayudado a los científicos a avanzar, se nos empiezan a quedar cortas. Keith apunta alto. No directo a la Luna, sino un poco más cerca: a la estratosfera. En esta capa de la atmósfera, en concreto a 20 kilómetros de altura, lanzarán un globo científico cargado con sensores y un puñado de partículas de carbonato cálcico, un polvo mineral que se utiliza en las pastas de dientes. Las esparcirá un kilómetro a la redonda y estudiará cómo afectan a la dispersión de la luz.
Medir los riesgos
“SCoPEx realizará mediciones cuantitativas de aspectos de la microfísica de los aerosoles y de la química atmosférica que hoy son altamente inciertos en las simulaciones”, explica Keith. En conversación con Muy Interesante aclara que, aunque no es una prueba de geoingeniería solar por sí misma, observará “cómo las partículas interactúan entre ellas, con el aire estratosférico de fondo y con la radiación solar e infrarroja”. Sabremos así a ciencia cierta cuáles son los riesgos y los beneficios reales de la geoingeniería solar para decidir con argumentos sólidos si vale la pena apostar por ella de una vez por todas.
Quienes brincan cuando oyen hablar de geoingeniería pueden estar tranquilos con el experimento de Keith: la cantidad del material que utilizarán ni siquiera se acerca al nivel necesario para alterar las temperaturas de forma medible. De hecho, según los científicos, la fracción de las partículas liberadas equivaldría a las de un vuelo comercial estándar. Y, encima, los materiales estarían tan diluidos al llegar a la superficie que no serían detectables.
El umbral de los 1.5 ºC de calentamiento global máximo que los expertos han establecido como “soportable” se rebasará muy pronto.
A la espera de que los expertos den luz verde al experimento, Keith asegura tener varias cosas claras. La primera es que “si la geoingeniería solar se implementa de manera uniforme en el planeta (por ejemplo, liberando aerosoles uniformemente repartidos por toda la estratosfera), podríamos cambiar de manera radical la situación del clima, reducir los riesgos climáticos que tanto nos preocupan”, detalla. Subraya que todo eso sólo ocurrirá “si se emplea con sabiduría” y sin renunciar por ello a otros sacrificios energéticos que califica de ineludibles. Es decir, usándola siempre como complemento de los recortes en emisiones y no como sustituto. “No tiene sentido concebir la geoingeniería solar como una alternativa, como un perfecto plan B frente a los recortes de emisiones”, insiste. “Incluso si esta tecnología logra sus ambiciosos objetivos, es imprescindible que lo haga a la vez que recortamos seriamente las emisiones en todo el planeta”.
Es rotundo en eso y en que, a estas alturas, no hay motivos para tenerle miedo a la geoingeniería. De hecho, está decidido a quitarle varios estigmas de encima: que si provocará catástrofes climáticas, que si las precipitaciones se descontrolarán, que si sólo beneficiará a los ricos... Cuenta que, antes de SCoPeX, él y sus compañeros se hicieron una pregunta crucial: ¿en qué regiones del mundo empeoraría la situación si se combinara la ingeniería solar con recortes en emisiones para frenar los riesgos climáticos? “Creamos un modelo de alta resolución para despejar esta incógnita y llegamos a la conclusión de que no habría damnificados”, aclara antes de admitir que “supone un gran alivio el saber que nadie tiene por qué salir perdiendo si manipulamos artificialmente el clima”.
El lado opositor
No todos los expertos comulgan con la idea. Christopher Preston, profesor de Filosofía Medioambiental en la Universidad de Montana (EUA), no ve con muy buenos ojos el futuro de la geoingeniería. “Cualquier cambio que hagamos en el equilibrio de radiaciones de la atmósfera –la relación entre el calor que entra y el que sale– altera fenómenos tan importantes como el porcentaje de agua que se evapora de los océanos, los patrones de viento, los gradientes de temperatura, las precipitaciones y la productividad de las plantas”, advierte. Su postura obedece a un clásico que llevamos aplicando toda la vida: hay que asegurarse de que el remedio no sea peor que la enfermedad. “No queda claro todavía si los científicos tendrán alguna vez suficientes conocimientos para manejar la luz solar a su entero antojo”, asegura el investigador, que considera que estamos jugando con el efecto mariposa. Si en un sistema caótico como el clima el aleteo de una mariposa en Pekín puede provocar un huracán en Cancún, ¿ cómo prever qué consecuencias tremendas tendría una bajada súbita de las temperaturas?
El punto de vista de García-Olivares coincide bastante con el de Preston. “El problema es que una disminución de la radiación entrante tiene un efecto refrigerante global, pero también impactos locales muy diferentes en distintas zonas climáticas”, explica a Muy. Le preocupa que los más graves puedan derivar en cambios en la tasa de formación de nubes de lluvia y alterar las pautas de los vientos principales. Es más, se atreve a vaticinar que la aplicación práctica de medidas de geoingeniería empeoraría las relaciones internacionales, porque “ciertos países podrían considerarse perjudicados y otros, en cambio, favorecidos por el cambio impredecible de las tasas de lluvia regionales. ¿Y si tras el sembrado de sales en un territorio determinado otro u otros sufrieran de repente una sequía, acaso estos no podrían emprender acciones legales contra el causante del desastre e incluso iniciar un grave conflicto?”, se pregunta.
Además, aunque Keith insiste en que su propuesta no es ni mucho menos un plan B, García-Olivares duda de cómo lo usarán los mandatarios. “Es fácil que, en el actual sistema capitalista de crecimiento eterno, una técnica que contrarresta el efecto invernadero del dióxido de carbono conduzca al abandono definitivo de los esfuerzos por disminuir las emisiones”, reflexiona. Con todo y eso, que se lleve a cabo SCoPEx le parece una excelente idea. “Antes de jugar a la ruleta rusa con el sistema climático, que genera comportamientos inesperados con frecuencia, hay que hacer experimentos que nos aclaren cómo funcionaría la medida en el mundo real”, asegura. Pero también objeta que, al ritmo al que se mueve la ciencia, duda mucho de “que tengamos tiempo de llegar a conclusiones firmes ni siquiera en una década, y lo que necesitamos es tomar medidas ya, no dentro de 10 o 20 años, para evitar sobrepasar los 2 ºC de calentamiento medio global que tanto preocupan al IPCC”. Se refiere al Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas, que en 2019 elaboró un pormenorizado informe donde advertía a los responsables políticos de que llegar a un incremento de 2 ºC tendría consecuencias bastante graves para el planeta, tanto en lo que se refiere a impactos en biodiversidad y ecosistemas como en riesgos de sequías, precipitaciones intensas, ciclones tropicales descontrolados, pérdida de recursos pesqueros, desaparición de islas y costas bajo el agua y, cómo no, un aumento de las enfermedades infecciosas y parasitarias y una reducción de la disponibilidad de alimentos.
Pruebas definitivas
Keith guarda la esperanza de que García-Olivares, Preston y todos los que piensan como ellos cambien de opinión cuando SCoPEx ponga datos reales sobre la mesa, esto es, pruebas irrefutables más allá de las simulaciones. En un arranque de optimismo, vaticina que sus resultados disiparán de una vez por todas “muchas de las inquietudes sobre si la ingeniería solar necesariamente entraña riesgos masivos, además de desterrar la falsa idea de que arregla el problema de la temperatura pero perturba las precipitaciones y siembra el caos climático”.
Con esto no ridiculiza ni mucho menos a los que temen las consecuencias de jugar a modificar el clima del planeta, porque admite que él mismo ha estado “seriamente preocupado por los riesgos de esta tecnología desde principios de los noventa”, aunque opina que va siendo hora de dejar atrás el miedo a lo desconocido. Sobre todo porque el panorama que se avecina, si el cambio climático sigue su ritmo, es demasiado desolador como para tirar la toalla.
Sin miedo al éxito
Desterrar los miedos es el primer paso. El segundo, añade Keith, es aprovechar el potencial tan evidente de la geoingeniería para poner en marcha “un programa de investigación de acceso abierto, serio y global que profundice en los riesgos y la eficacia de esta tecnología”. Necesitamos pruebas de que, como auguran los modelos climáticos, la geoingeniería solar podría reportar grandes beneficios a la salud de la canica azul. “Lo mejor que podríamos concluir a estas alturas es que hay evidencias sólidas de que, si se usa con sabiduría, la geoingeniería solar podría lograr una reducción sustancial de los riesgos y que, por lo tanto, tendríamos una línea de investigación consistente sobre la que avanzar”, termina el investigador. Nada más hay que tomárselo en serio.
No debemos ver a la geoingeniería solar como un perfecto plan B, sino como un complemento de los recortes de emisiones.