Epidemia vampírica
Suena a título de película gacha, pero hubo una época en Europa del Este en que la gente estaba convencida de que los muertos se alzaban de sus tumbas.
A principios del siglo XVIII, se multiplicaron los testimonios en Europa del Este sobre ataques supuestamente protagonizados por muertos que volvían de la tumba. Aquellos relatos, magnificados por la superstición y el desconocimiento de algunas enfermedades, extendieron por el Viejo Continente la creencia en los vampiros.
En enero de 1732, Carlos Alejandro, duque de Wurtemberg y gobernador imperial de Serbia, la provincia fronteriza situada en el sur del Sacro Imperio Romano Germánico, presentaba un peculiar documento en la Real Sociedad Prusiana de Ciencias de Berlín: la autopsia de un vampiro. Todo había comenzado en el verano de 1718. En la ciudad serbia de Požarevac se habían reunido los representantes del Imperio otomano con los del Sacro Imperio Romano Germánico y la República de Venecia para poner fin a una guerra que había empezado dos años atrás. Derrotados, los turcos acabarían entregando a Austria parte de Rumanía y la citada Serbia, un territorio que desde hacía dos siglos estaba en su poder. De hecho, tal cosa iba a provocar un choque cultural enorme.
Los soldados austriacos se toparon así con relatos sorprendentes. Algunos serbios juraban que sus familiares muertos paseaban por las calles y atacaban a las personas. Es más, tales criaturas, de las que no se había oído hablar en Europa occidental, rondaban por los pueblos y campos de la región desde la Edad Media.
A comienzos de 1725, el provisor imperial del distrito de Ram-Gradiska, un hombre adusto llamado Johann Frombald, recibió la visita de una delegación de Kisilova –hoy Kisiljevo–, una aldea situada en una isla en medio del Danubio, que le transmitió una llamativa petición: exhumar el cadáver de uno de sus vecinos, Petar Blagojević, y quemarlo.
Petar había fallecido por causas que desconocemos en el invierno de 1724, pero dos meses y medio más tarde algo extraño sucedió: en sólo ocho días, nueve de sus paisanos enfermaron y murieron en menos de 24 horas. Varios habían advertido que sabían que iban a morir, pues Petar se les había aparecido en sueños y había tratado de asfixiarlos. Es más, su esposa, todavía de luto, había huido apresuradamente; decía que su marido se había presentado ante ella para exigirle que le diera sus zapatos.
La gente de Kisilova sabía lo que estaba sucediendo. Los campesinos querían desenterrarlo para constatar que su cuerpo aún estaría fresco y la piel, el cabello, la barba y las uñas habrían seguido creciendo tras la muerte. Fue la primera vez que un oficial austriaco escuchaba el nombre de un ser semejante: un vampiro.
Sin embargo, no era nuevo para los aldeanos. El documento serbio más antiguo que menciona a los vampiros es un tratado de leyes eclesiásticas de 1262 que denuncia la creencia supersticiosa de que los eclipses de sol y luna ocurren cuando los devora un hombre lobo-vampiro. Estos dos términos eran idénticos en la zona, como puede verse en la entrada vukodlak –hombre lobo–, en el primer diccionario serbio, de 1818: “Es un hombre que, a los 40 días posteriores a su muerte, es poseído por un espíritu diabólico y, por lo tanto, revivido (vampiro). Después, sale de su tumba por la noche, asfixia a las personas en sus hogares y bebe su sangre”.
Miedos y costumbres
Según el folclor serbio, los vampiros son más comunes en invierno. Cuando se encuentran en un asentamiento, se produce un aumento de muertes inexplicables en poco tiempo. La única forma de acabar con ellos es quemando el cadáver. El etnógrafo Radovan N. Kazimirović describió en su libro de 1941 Fenómenos misteriosos en nuestra gente que ya en el siglo XIV los serbios eran propensos a dicha práctica, que estaba penada. El artículo 20 del código Dušan, del rey de Serbia Esteban Uroš IV Dušan, establecía: “Cuando la gente sea sacada de las tumbas por brujería y quemada, cualquier aldea que haga esto pagará una multa, y si algún sacerdote participa, se le expulsará del sacerdocio”.
Resulta obvio que ante la petición de los habitantes de Kisilova el provisor Frombald no las debía tener todas consigo. Temeroso de cometer un error, les rogó que esperaran; escribiría a Belgrado para solicitar permiso a sus superiores y en cuanto se lo concedieran, los acompañaría. Pero los campesinos se negaron y amenazaron con abandonar el pueblo, ya que, según creían, para cuando llegara el comunicado todos estarían muertos. Frombald intentó convencerlos. Incluso los amenazó, pero fue en vano. No le quedó más remedio que viajar a Kisilova acompañado por un sacerdote ortodoxo. Cuando llegaron, el ataúd de Petar acababa de ser desenterrado. Así lo narró el propio Frombald: “El cadáver no desprendía el hedor característico de los muertos, y el cuerpo, exceptuando la nariz, que se había caído en parte, estaba completamente fresco [...]. No sin asombro observé que había sangre fresca en su boca”. Al verlo, la gente se enfureció y le clavaron una estaca en el corazón, que hizo brotar más sangre por las orejas y la boca. Al final, lo quemaron.
Frombald escribió un informe, pero no lo envió a Belgrado, sino al Consejo de Guerra Imperial, en Viena. Aunque el original está perdido, se conserva una copia en los Archivos del Estado de esa ciudad, en una carpeta correspondiente a los meses de febrero y marzo de 1725. ¿Por qué no se lo comunicó a sus superiores inmediatos? ¿Pensaba que su puesto corría peligro por permitir la profanación de un cadáver?
El documento fue archivado, pero el 21 de julio apareció publicado en el Wienerisches Diarium, el principal periódico de la capital austriaca. Cuatro días después, el Consejo Áulico de Guerra, la máxima autoridad militar del Imperio austriaco, ordenó al entonces gobernador de Serbia Carlos Alejandro que investigara el caso. El 2 de agosto se envió un informe a Viena. ¿Qué contenía? Lo desconocemos, pues nunca ha aparecido.
Más víctimas
Mientras esto sucedía, a 300 km de Kisilova, en el sur de Serbia, iba a tener lugar un suceso muy parecido. En Medveda, una localidad cercana al río Morava Occidental, vivía un grupo de haiduques, unos guerrilleros que combatían a los otomanos. Quizá por eso decidió trasladarse a ella Arnaut Pavle –también conocido como Arnold Paole–, un haiduque llegado de la Serbia ocupada por los turcos. Pavle contaba que en Cossowa –posiblemente la actual Kosovo– lo había atacado un vampiro, y que para evitar la muerte había hecho lo que la tradición aconsejaba: seguirlo hasta su tumba para comer algo de la tierra que lo cubría y untarse el cuerpo con su sangre. Quizás escapó de las garras del vampiro, pero no de la parca, pues ese mismo año falleció al caerse de un carro de heno.
Pues bien, al mes del entierro, cuatro personas enfermaron y antes de morir denunciaron que Pavle los rondaba. Cuando 10 días después desenterraron el cuerpo, descubrieron que se hallaba incorrupto, con sangre fresca en ojos, nariz, boca y orejas. La camisa, el sudario y el ataúd estaban igualmente ensangrentados. No había más que hablar: le clavaron una estaca en el corazón. Se dijo que el difunto Pavle exhaló un gemido y sangró en abundancia. A continuación le cortaron la cabeza, quemaron su cuerpo y arrojaron las cenizas sobre su tumba.
Las cosas no acabaron ahí. Los vecinos sabían que quien muere por culpa de un vampiro se convierte en uno de ellos, así que les hicieron lo mismo a sus víctimas. Y como se sospechaba que Pavle había estado alimentándose con la sangre del ganado, quienes hubieran comido su carne y hubieran perecido también se transformarían en uno de esos monstruos. En tres meses habían fallecido 17 individuos, algunos sin presentar síntomas de una dolencia previa, así que fueron tratados como vampiros.
Cinco años más tarde, en poco más de mes y medio, murieron en Medveda otras tres personas en apenas tres días. Lo sucedido con Pavle todavía estaba reciente en la memoria de sus habitantes, y las autoridades locales se dirigieron al comandante militar de la zona, un teniente coronel llamado Schnezzer, que tenía su cuartel en Jagodina, a 190 kilómetros al norte. Schnezzer temía que se tratara de un brote de peste, así que envió una comisión a cargo de Johann Glaser, responsable médico sobre enfermedades infecciosas.
Por si las dudas
El Imperio de los Habsburgo tenía tal miedo a que esa enfermedad cruzara su frontera de los Balcanes que levantó un cordón sanitario de 1,900 kilómetros, el más largo de toda la historia europea. A lo largo de Hungría y Transilvania destacó soldados, epidemiólogos, cirujanos y otros oficiales médicos, pero cuando Glaser llegó a Medveda el 12 diciembre de 1731 sólo observó malnutrición debido a los ayunos extremos que imponía la Iglesia ortodoxa.
Algunas personas llegaron a untarse sangre de cadáveres, pues creían que ello las protegería de los no muertos.