Antivampiros
Si se desenterraba un cuerpo semanas después de haber sido sepultado y estaba en buen estado, era quemado.
En los siglos XVIII y XIX se hicieron muy populares los kits para matar vampiros, como este, de 1840, que incluye desde un crucifijo y una estaca hasta envases con ajo y agua bendita.
No obstante, le sorprendió el terror que tenían aquellas personas; cuando llegaba la noche, se reunían dos o tres familias en casa de alguna y, mientras unos dormían, otros montaban guardia.
Glaser les preguntó qué les había pasado a los enfermos y le contaron que todo ellos sufrieron un fuerte dolor en el pecho, unido a intensas fiebres y dolores parecidos a los del reuma; estaban convencidos de que todo era obra de vampiros. Aunque intentó convencerlos de que aquello no era más que una superstición, los lugareños le contestaron que preferían marcharse si no les dejaban ejecutar a los monstruos. Sus sospechas recaían sobre dos mujeres: una de 50 años llamada Miliza, que había muerto hacía siete semanas, y otra de 20 años de nombre Stanno, fallecida hacía un mes al dar a luz a su hijo, que nació cadáver. De sus conversaciones, Glaser llegó a la conclusión de que había cuatro formas de convertirse en vampiro: ser atacado por uno, mancharse con su sangre, comer un animal del que se hubiera alimentado o nacer de una madre vampirizada. El proceso, en todo caso, se parecía mucho al que se esperaría de una dolencia infecciosa. El símil más cercano era la rabia.
Glaser se dio cuenta de que nada iba a conseguir oponiéndose a los vecinos y accedió a exhumar a 10 supuestos vampiros. En su informe sobre la autopsia de Miliza escribió: “Habiendo sido enterrada profundamente desde hacía semanas, debería estar en un avanzado estado de descomposición y, sin embargo, tenía la nariz y la boca llena de sangre fresca y brillante, y el cuerpo muy inflado y embebido de ella. Todo aquello me pareció muy sospechoso”.
Frescura inusual
Al investigador lo tenía perplejo el estado de incorruptibilidad de algunos de los cuerpos. Sabía que una mujer como Miliza, “de constitución seca y delgada”, debería descomponerse con más rapidez en un terreno húmedo, pero no era así. Y lo más sorprendente de todo: cuando los aldeanos le preguntaron cómo era posible que los cuerpos más jóvenes, fuertes, corpulentos y enterrados hacía poco tiempo estaban más descompuestos que los otros, “unos razonamientos que no carecían de fundamento”, tal como indicó, no supo qué responder.
Glaser se quedó esperando instrucciones. El cuartel general envió otra comisión compuesta por dos cirujanos y dos oficiales de los regimientos imperiales de Belgrado, a los que se unieron tres oficiales más de las tropas de la frontera. Todos bajo el mando del cirujano jefe del regimiento de infantería Fürstenbusch, Johann Flückinger, que llegó a Medveda el 7 de enero de 1732.
Este examinó los 15 cuerpos enterrados en los últimos tres meses y lo que descubrió lo consignó en un documento que todos los oficiales de la comisión firmaron el 26 del mismo mes. De la autopsia de la mujer llamada Stanno, de 20 años, escribió: “Estaba entera e incorrupta.
Los vasos de las arterias y venas así como el ventrículo cordial no estaban llenos de sangre coagulada, como es habitual, y los pulmones, hígado, estómago, bazo e intestinos estaban tan frescos como los de una persona sana”. También de un neonato de ocho días que había estado en la tumba durante mes y medio dijo que “presentaba los mismos síntomas de vampirismo”. Sólo encontró cinco cuerpos “completamente descompuestos”.
Este texto ha pasado a la historia como el primer estudio comparativo del decaimiento de un cadáver. Sin embargo, es impreciso incluso para los estándares de la época, establecidos por el italiano Giovanni Battista Morgagni, el padre de la anatomía patológica. El informe de Flückinger es poco detallado y no abunda en lo que realmente se espera de una autopsia: determinar la causa de la muerte. Ni siquiera hace una comparativa, como hizo Glaser, entre lo que veía y lo que su experiencia le decía que tenía que ver. Un detalle curioso: los cinco cadáveres que estaban siguiendo su descomposición natural pertenecían a las familias acomodadas, como si los no muertos seleccionaran a sus víctimas por su clase social.
La autopsia de los vampiros de Medveda pasó de mano en mano. El padre de Glaser publicó una carta sobre las experiencias de su hijo en la revista científica Commercium Litterarium, lo que originó un debate epistolar que se alargaría durante un año. Alexander von Kottowitz, un alférez del ejército imperial estacionado en Belgrado que había oído hablar de otro caso similar en un destacamento militar cercano a Medveda, envió una misiva a un profesor de la Universidad de Leipzig con una copia del informe en la que le pedía su opinión sobre si estaba funcionando algún tipo de fenómeno espiritual o demoníaco. Otra llegó a las manos del Federico Guillermo I, en Berlín, cuando el gobernador Carlos Alejandro se lo entregó a finales de febrero de 1732. El rey ordenó a la Real Sociedad Prusiana de Ciencias que le enviara un dictamen, aunque dicha institución no se hallaba en su mejor momento. El monarca despreciaba abiertamente a los ratones de biblioteca universitarios y sólo tenía palabras de elogio hacia aquellas disciplinas que mostraban una aplicación práctica, como la química o la ingeniería. Para demostrarlo, había colocado como vicepresidente de la Real Sociedad al que todos consideraban su bufón de la corte, un monje reconvertido y compilador de historias de espíritus llamado Otto von Graben zum Stein. Por esa razón, los académicos, que sabían que el rey consideraba aquel asunto de los vampiros como pura superchería y temían ser ridiculizados si prestaban atención lo que decía el informe, directamente lo obviaron y dictaminaron en el mismo sentido que el soberano para evitar conflictos.
Distintas comisiones médicas acabaron por determinar que la llamada enfermedad del vampiro se debía a causas naturales.
Tema caliente
Eso no evitó que el vampirismo se convirtiera en el tema de moda e interesara por igual a filósofos, científicos, médicos, juristas y teólogos. Uno de ellos fue el monje benedictino francés Dom Augustin Calmet, que en 1746 publicó su Tratado sobre la aparición de espíritus y sobre los vampiros, que se convirtió en un superventas. Las explicaciones para tal fenómeno que daban los científicos eran tres: una epidemia de origen desconocido; la presencia simultánea de varias enfermedades ya existentes, como las fiebres tercianas y cuartanas –dos tipos de malaria–, unida al íncubo, un trastorno del sueño caracterizado por la aparición de un ser que ejerce presión sobre el tórax mientras realiza actos agresivos o sexuales; o la más colorista de todas, un ataque de serpientes venenosas, que mordían tanto a vivos como muertos, animales o humanos.
En enero de 1753, en el Banato de Temesvár –Timisoara–, más de 50 personas fallecieron repentinamente y los habitantes de los pueblos afectados acusaban a los vampiros. Las alarmas saltaron en las autoridades austriacas, pues los
pueblos afectados estaban situados a pocos kilómetros del centro minero de Oravita y tal industria no podía ponerse en peligro.
El administrador de la provincia envió al médico jefe de la misma, Pál Ádám Kömüves, al cirujano Georg Tallar y a un sacerdote ortodoxo. El informe Visum et Repertum Anatomico-Chirurgicum, escrito por Tallar en las Navidades de 1753, es uno de los más detallados conocidos, pero no se trata de un ensayo forense, y Tallar sólo usa las descripciones de las autopsias para apoyar su explicación sobre el vampirismo. Así, trata de responder a dos preguntas: qué es la enfermedad del vampiro y por qué los cuerpos no se descomponen.
Lo primero que determinó Tallar es que no había conexión entre ambas cosas. ¿Cómo era posible que los cuerpos enterrados a la vez en el mismo cementerio se desintegraran a diferente velocidad? Su respuesta fue que se debía a una combinación entre el frío suelo del invierno, el aire seco y el distinto carácter de los muertos: los que tenían un temperamento más sanguíneo –personas extrovertidas y muy activas– poseían una abundancia de sangre, y como esta contiene sal, sus cadáveres se conservaban más tiempo. Además, advirtió que la dolencia estaba relacionada con los durísimos ayunos religiosos. En el que se imponía antes de Navidad, la época en que proliferaban los vampiros, el pueblo sólo comía cebollas, ajo, zanahorias y col agria. Según Tallar, la flema fría que este tipo de alimentos creaba en el estómago podía llegar a pudrirse, lo que hacía que la gente enfermara e incluso muriera. Si a todo ello sumamos que las supuestas víctimas del vampiro creían que para librarse de la maldición debían entrar en contacto con la sangre del monstruo, esto es, con los fluidos que surgían del interior del cadáver, su deceso era más que probable.
Imaginación descontrolada
El estudio de Tallar, que une consideraciones médicas, folclóricas y morales, marcó un antes y un después, aunque sorprendentemente tardó en publicarse 30 años. Su conclusión es categórica: la supuesta epidemia de vampiros era una consecuencia de unas condiciones dietéticas cercanas a la inanición y de los efectos que tenían las prácticas relacionadas con una creencia supersticiosa.
La administración imperial no tomó medidas hasta 1755, cuando un caso provocó un escándalo mayúsculo. En el pueblo de Frei-Hermersdorf, en la República Checa, las autoridades desenterraron 29 cadáveres y quemaron 19 bajo el cargo de magia póstuma. La historia era bastante desagradable, dado que se obligó a los familiares a sacar los cuerpos del cementerio a través de un agujero hecho en la pared usando un garfio. Esto hizo que los tribunales tomaran cartas en el asunto, pues aquello no había sucedido en un lugar remoto, sino en el corazón del imperio, y las “ejecuciones” habían sido aprobadas por un obispo.
La emperatriz María Teresa I mandó al profesor de Anatomía Johann Lorentz Gasser y al jefe médico del ejército Christian Franz Xaver Wabst a investigar. Cuando llegaron, los cuerpos ya habían sido quemados, pero incluso así dictaminaron que todo se debía a causas naturales. Mientras se ofrecía medicación y algo de cultura sanitaria básica a los habitantes de la zona, Gerard van Swieten, director del sistema médico imperial, redactó el tratado Comentarios sobre los vampiros de Silesia del año 1755, donde concluye que el asunto era producto de una imaginación temerosa y analfabeta coadyuvada por un clero igual de supersticioso.
El caso de Frei-Hermersdorf llevó a la mandataria a emitir una real cédula, integrada en el acta de 1766 Lex caesaro-regia ad extirpandam superstitionem, con la que se acabó con la persecución de la brujería en el imperio, pues obligaba a los tribunales a enviar cualquier tipo de acusación con tintes sobrenaturales a Viena.
¿Qué sucedió en Serbia durante la primera mitad del siglo XVIII? ¿Cuál fue la enfermedad que mató con tal celeridad a aquellos campesinos? Estas son preguntas para las cuales no existe una respuesta clara, incluso en nuestros días. Y es que, como afirma Ádám Mézes, historiador de la Universidad Centroeuropea, en Budapest: “La historia de los vampiros es la historia misma acerca del descubrimiento de los límites del mundo natural”.