¿De dónde vienen los misteriosos estigmas? ¿Qué origina esas sangrantes heridas de la fe?
Uno de los mayores misterios de la teología y la medicina son las llagas de origen aparentemente sobrenatural.
Ya bien entrado el siglo XXI, a poco más de 2,000 años de la crucifixión de Jesús, las marcas de su tormento parecen seguir reproduciéndose entre sus devotos. Tal es el caso actual de la mística y escritora boliviana Catalina Rivas, quien asegura que en febrero de 1996, cuando oraba bajo una cruz, sintió un fuerte llamado a consagrar su vida al Hijo de Dios.
Enseguida vio cómo una luz divina penetraba en diferentes partes de su cuerpo, provocándole heridas sangrantes en pies, manos, cabeza y costado que persisten hasta hoy en día, supuestamente.
En la historia de la religión cristiana esas lesiones, consideradas de carácter sagrado, se conocen como estigmas. De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia, esta palabra proviene del latín stigma, “marca hecha en la piel con un hierro candente”. De esta cruenta forma era como en la Antigüedad grecorromana los ciudadanos u hombres libres establecían la propiedad sobre sus esclavos. En particular, los antiguos griegos utilizaban el término estigma “para referirse a signos corporales con los cuales se intentaba exhibir algo malo y poco habitual en el estatus moral de quien los presentaba. Los signos consistían en cortes o quemaduras en el cuerpo y advertían que el portador era un esclavo, un criminal o un traidor”, explica el sociólogo canadiense Erving Goffman en su libro Estigma: la identidad deteriorada.
El mismo autor plantea que con el advenimiento del cristianismo, al vocablo estigma se le dio una connotación metafórica al usarlo para referirse también a “los signos corporales de la gracia divina, que tomaban la forma de brotes eruptivos en la piel”. A propósito de este simbolismo, la noción religiosa de los estigmas tiene su origen en la Biblia, específicamente en los capítulos evangélicos que dan cuenta de la Pasión de Cristo.
Marcas del suplicio
Las primeras alusiones a los estigmas del Salvador se encuentran en los Evangelios de Mateo (27:26), Marcos (15:15), Lucas (23:26-32) y Juan (19:1-37). En los cuatro libros, con más o menos detalles, se narra que Poncio Pilatos, el gobernador romano de Judea, ordena a sus soldados que primero flagelen y luego crucifiquen a Jesús. Pero no pareciéndoles suficiente, para torturarlo aún más y burlarse de él deciden colocar en su cabeza una corona de espinas. Tal suplicio se prolongaría durante el tortuoso recorrido del Mesías hasta el Monte Calvario, donde sería clavado a la cruz de muñecas y pies para finalmente rematarlo con una lanza enterrada en su costado. De ese tormento inmisericorde quedarían las marcas que han trascendido, a través de dos milenios, como los estigmas del Redentor.
Estos vuelven a ser tema en la Biblia con motivo de la resurrección, cuando al tercer día de su muerte Jesús reaparece ante sus apóstoles, quienes casi mueren del susto creyendo que veían a un fantasma. Ante tal reacción, el Maestro los cuestiona y regaña con severidad: “¿Por qué están tan asustados? ¿Por qué les cuesta tanto
creer? ¡Miren mis manos y mis pies [evidentemente llagados]! ¡Soy yo! ¡Tóquenme! ¡Mírenme! ¡Soy yo! Los fantasmas no tienen carne ni huesos, pero yo sí. Mientras les decía eso, Jesús les mostraba sus manos y sus pies” (Lucas 24:36-40).
A este relato, Juan (20: 19-27) le agrega ciertos detalles: “Jesús entró, se puso en medio de ellos [sus apóstoles], y los saludó diciendo: ‘¡Que Dios los bendiga y les dé paz!’. Después les mostró las heridas de sus manos y su costado, y los discípulos se alegraron de ver al Señor”. Sólo uno de ellos, Tomás, no estaba cuando el Maestro los visitó. Por ello, al contarle sus compañeros de aquella reaparición, el discípulo ausente manifestó escepticismo: “No creeré nada de lo que me dicen hasta que no vea las marcas de los clavos en sus manos y meta mi dedo en ellas, y ponga mi mano en la herida de su costado”. En su siguiente visita a los apóstoles, Jesús dijo a Tomás: “Mira mis manos y mi costado. Y mete tus dedos en las heridas. Y en vez de dudar, debes creer […] ¡Dichosos los que confían en mí sin haberme visto!”.
Los estigmatizados más célebres
Con base en una vasta documentación y testimoniales, san Francisco de Asís es considerado el primer estigmatizado del cual se tiene noticia. Sin embargo, algunos estudiosos de la Biblia han planteado que ese honor le corresponde al apóstol san Pablo, quien en Gálatas 6:17 exclama: “De ahora en adelante que nadie me cause problemas; ¡yo tengo en mi cuerpo las cicatrices que demuestran que he sufrido por pertenecer a Cristo!”. Esta versión parece confirmarse en Hechos de los Apóstoles 19:11. Ahí se cuenta que “en la ciudad de Éfeso Dios hizo grandes milagros por medio de Pablo”, cuya ropa y pañuelos (presumiblemente en contacto con dichas cicatrices) eran colocados sobre enfermos, que así recuperaban su salud, y poseídos, que de esa manera liberaban sus cuerpos de los malos espíritus. Para reforzar esta interpretación de las Sagradas Escrituras, el propio san Pablo declara en Colosenses 1:24: “Ahora me alegro de sufrir por ustedes, pues así voy completando en mi propio cuerpo los sufrimientos del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”.
No obstante, debe destacarse entre los estigmatizados más célebres al mencionado san Francisco de Asís (1181-1226). De acuerdo con distintas fuentes, el clérigo italiano recibió los estigmas el 14 de septiembre de 1224 durante un retiro espiritual. Ese día, mientras oraba en lo alto de una montaña, tuvo la visión de un ángel y aparecieron en su cuerpo las marcas de la crucifixión de Jesús, que persistieron hasta su fallecimiento, dos años después. Las lesiones en pies y manos tenían como peculiaridad que ni sanaban ni se infectaban; además, en su centro presentaban protuberancias cual si fueran los clavos con los que crucificaron al Mesías. Adicionalmente, en su costado mostraba una herida sangrante que parecía haber sido provocada por una lanza.
Otro de los estigmatizados más célebres es Francesco Forgione (1887-1968), quien se distingue por ser el que, supuestamente, durante más tiempo ha llevado las llagas de Cristo: 50 años. Mejor conocido como Padre Pío y canonizado en 2002 como san Pío de Pietrelcina, el también clérigo italiano contó que la mañana del 20 de septiembre de 1918, estando en oración, “me hirió la vista una gran luz. No me dijo nada y desapareció. Cuando me di cuenta, me encontré en el suelo, llagado. Las manos, los pies y el costado sangraban y me causaban un dolor tal que no tenía fuerzas para levantarme”. Aunque trató de ocultar el hecho, las llagas de sus manos lo evidenciaron y atrajeron con ello la atención mundial del público, la prensa e incluso de médicos, quienes no han hallado hasta ahora explicación científica al fenómeno referido.
Entre las mujeres estigmatizadas figura la actual aspirante a beata Teresa Neumann (1898-1962), quien declaró haber recibido los estigmas durante sus visiones de Cristo a partir del viernes de Cuaresma de 1926. Las heridas no sólo aparecían en sus manos, pies y costado, sino también en su frente, espalda y hombros. La singularidad de sus lesiones era que se abrían y cerraban periódicamente, sin infectarse ni requerir curación, ante el asombro de teólogos y médicos de todo el mundo, hasta el día de hoy.