Hackers del cerebro
Al igual que las computadoras, los cerebros humanos podrían ser vulnerables a hackers, quienes usarían técnicas de los juegos de azar para volvernos ‘adictos’ a la pantalla del celular.
Cómo es que las redes sociales utilizan ‘trucos’ para mantenernos adictos a ellas.
La siguiente escena es descrita en la revista Science de enero de2017: un ratón comparte su jaula pacíficamente con un grillo. Momentos después, el roedor salta sobre el insecto y le arranca la cabeza, simplemente porque un científico activó un interruptor. Por primera vez –usando diminutos rayos láser para seleccionar neuronas específicas– los investigadores han ‘hackeado’ la parte del cerebro que estimula a los animales a cazar. Además, han hallado que este centro de la cacería se encuentra ubicado en un lugar sorprendente: la región cerebral que es responsable del miedo.
Al comienzo de su investigación, el neurobiólogo de Yale Ivan de Araújo no estaba interesado en convertir a los ratones en seres violentos, lo que hacía era estudiar su comportamiento al momento de alimentarse, pero en 2005 leyó un estudio que sugería que la amígdala, una pequeña parte del cerebro con forma de almendra –ligada al miedo y a la ansiedad– se activaba en los ratones cuando éstos se alimentaban y cazaban. A De Araújo esto le pareció raro porque la mayoría de las investigaciones sobre la amígdala están enfocadas en las emociones de sumisión y defensa.
A fin de explorar en el asunto, De Araújo y su equipo comenzaron a estimular neuronas con rayos láser, una tecnología conocida como optogenética que ha revolucionado la neurociencia porque evita el tener que abrir el cráneo e implantar electrodos para estimular regiones del cerebro. Otros investigadores han usado este método en ratones para alterarles la memoria o hacer que sientan sed. Para su sorpresa, De Araújo observó que al estimular la amígdala el ratón realizaba la secuencia completa de cacería, de principio a fin: arquear el cuello, detectar a su presa, perseguirla, agarrarla, hundirle los dientes y dar el mordisco letal.
Según el experto, para ejecutar una cacería se necesitan dos caminos neuronales. Uno controla la persecución de la presa y el otro la exactitud del mordisco. Apuntar el láser hacia las neuronas del primer camino hacía que el ratón se moviera más rápido o más lento. Al estimular las neuronas del otro grupo, hacía que el mordisco fuera más fuerte o más débil. Cuando De Araújo disparaba la luz hacia ambos tipos de neuronas al mismo tiempo, el ratón dejaba lo que estaba haciendo y se dedicaba a cazar casi todo lo que encontraba a su paso: grillos, trozos de madera, y hasta la tapa de plástico de una botella.
Lo que no hacía la criatura era atacar a otros ratones u objetos grandes, lo cual sugiere que hay otras partes del cerebro encargadas de frenar a la amígdala para que el animal no se convierta en un asesino descontrolado. “La amígdala no había sido estudiada de esta manera antes, y este análisis genera muchas preguntas sobre el funcionamiento del cerebro.” Según De Araújo, las implicaciones de poder controlar la violencia, al menos la violencia en animales a la hora de cazar, son tan amplias como escalofriantes.
Las implicaciones de poder controlar la violencia con intervención cerebral son tan amplias como escalofriantes.
Computadora plástica
Y es que los estudios de la plasticidad del cerebro se siguen amontonando. El año pasado Rafael Yuste, profesor de neurociencias en la Universidad de Columbia, Estados Unidos, logró usar la optogenética para implantar artificialmente y reprogramar un grupo de neuronas en el cerebro de un ratón vivo.
Aunque estudios previos habían trabajado con células individuales, ninguno había demostrado lo que era posible hacer con un microcircuito de ellas al unísono. “Si alguien me hubiera dicho hace un año que podíamos implantar y estimular 20 neuronas en el cerebro de un ratón que tiene 100 millones de neuronas, y alterar su comportamiento, yo habría dicho que eso era imposible. Eso es como reconfigurar tres granos de arena en una playa”, dice Yuste.
Su grupo de investigadores piensa que la pequeña red de neuronas artificialmente creadas podría potencialmente ser usada para restaurar los patrones normales de las conexiones neuronales en pacientes con epilepsia u otros desórdenes. No
obstante aún hay obstáculos técnicos gigantescos antes de aplicar esta tecnología en humanos. El estudio de Yuste es parte de la Iniciativa BRAIN, un esfuerzo propuesto por él mismo al gobierno de Estados Unidos para mapear la actividad cerebral, comenzando por la mosca de la fruta, hasta llegar a los humanos.
“Yo siempre pensé que el cerebro estaba cableado, conectado directamente”, afirma Yuste en una entrevista. “Pero entonces vi los resultados y pensé, ‘esto es todo plástico’. Estamos viéndonos con una computadora plástica que está constantemente aprendiendo y cambiando.”
Del mismo modo que una computadora, el cerebro humano podría también estar sujeto al ‘hackeo’. ¿ Pueden nuestros pensamientos ser decodificados? Aunque leer la mente de las personas no siempre requiere tecnología (es cuestión de observar el lenguaje corporal), el acceso más directo al cerebro humano, sí. El inventor y neurotecnólogo Philip Low está desarrollando un monitor portátil del cerebro llamado iBrain capaz de detectar la actividad eléctrica desde la superficie del cuero cabelludo. Personas con ciertas formas de parálisis ya pueden usar sus pensamientos para controlar una mano virtual en una pantalla de computadora.
Algunos neurocientíficos incluso ya están traduciendo el idioma del cerebro al inglés. Uno de ellos es Jack Gallant, de la Universidad de California, en Berkeley. Gallant está creando un ‘diccionario del cerebro’ para traducir pensamientos a imágenes y palabras. A partir de la actividad cerebral registrada en un escáner funcional de resonancia magnética, el investigador reconstruye las imágenes aproximadas que una persona vio. Gallant está desarrollando además un diccionario de conceptos que le permite adivinar lo que la gente está pensando a partir de las imágenes que está viendo.
Si nuestros pensamientos pueden ser decodificados, como pretende Gallant, ¿pueden ser también alterados?
Por ejemplo, ¿ podría alguien eventualmente entrar en el cerebro de otra persona y hackearlo, implantándole pensamientos ajenos? Los programadores de computadoras entran en los sistemas seguros usando ‘grietas’. En los seres humanos, el sentido del olfato podría ser una grieta para penetrar en la materia gris. Ilana Hairston, psicóloga en The Academic College de Tel Aviv, en Israel, utiliza el olor para implantar información en la mente de las personas mientras duermen. Ella entrena a los durmientes a asociar olores agradables o desagradables con ciertos sonidos. La noción suena como de ciencia ficción, pero se apoya en un camino neuronal que permite a los sentidos como el del olfato entrar en el cerebro sin que la persona esté consciente de ello.
Hackeo por adicción al celular
Quizá la forma más obvia de hackeo de nuestras mentes fue la que recién expuso el periodista de CNN Anderson Cooper.
“¿ Se ha preguntado alguna vez si todas esas personas que miran intensamente sus teléfonos inteligentes están adictos a ellos?”, indicó el periodista. “Según un ex gerente de productos de Google llamado Tristan Harris, su teléfono, sus aplicaciones y sus redes sociales están intencionalmente programados para engancharlo a usted con la necesidad de tener que revisar su aparato constantemente. Algunos programadores se refieren a esto como ‘hackeo del cerebro’, y el mundo de la tecnología preferiría que usted nunca se enterara de ello.”
Según Harris, nuestros teléfonos son como máquinas de casino. “Cada vez que checo mi teléfono, estoy jugando con la máquina de casino para ver qué me salió. Ésta es una forma de atrapar las mentes de las personas y crear un hábito. Los programadores tratan al usuario como si fuera un ratón de laboratorio que jala una palanca y a veces le sale una recompensa, y a veces no.”
Las recompensas de las que habla Harris son parte de lo que hace tan atractivos a los teléfonos inteligentes: la probabilidad de que te den ‘likes’ en Facebook e Instagram. O emojis bonitos en los mensajes de texto. O nuevos seguidores en Twitter. “Existe todo un manual de técnicas para que el usuario permanezca conectado a su aparato lo más posible.”
Por ejemplo, Snapchat, una de las redes sociales más populares entre los adolescentes, creó algo llamado streaks, que muestra el número de días consecutivos que una persona ha intercambiado mensajes con otra. La situación es tan adictiva, que los jóvenes no quieren “perder su streak”, y se estresan cuando no pueden mantener el flujo de la conversación, llegando al punto de encargarles a otros amigos que lo mantengan en su nombre mientras se van de vacaciones.
“Se den cuenta o no, los creadores de estas tecnologías en Silicon Valley están moldeando nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Están programando a la gente. Esto de que la tecnología es neutra no es verdad. Nosotros no escogemos cómo usarla. Nunca antes en la historia un grupo reducido de personas había afectado cómo se sienten y cómo piensan a diario mil millones de personas”, añade Harris en su sitio web, explicando que acudió a Google para hacer una presentación de su hipótesis, en un documento de 144 páginas, pero renunció a su trabajo, frustrado con la falta de atención que recibió del gigante de la informática.
Las redes sociales tratan al usuario como ratón de laboratorio.
Harris y un creciente grupo de investigadores concuerdan en que las constantes distracciones de las aplicaciones y correos electrónicos están debilitando nuestras relaciones con los demás y destruyendo la capacidad de concentración de los niños y adolescentes.
En la base de todo esto está la neurociencia. “Un programador de computadoras que entiende cómo funciona el cerebro, sabe cómo escribir códigos que obliguen al cerebro a hacer ciertas cosas”, dice Ramsay Brown, fundador de Dopamine Labs. El nombre de esta pequeña empresa en California obedece a la molécula dopamina que está en nuestro cerebro y que ayuda en la creación del deseo y el placer. Brown y su equipo diseñan software utilizado por empresas financieras, entre otras, el cual fue creado para provocar respuestas a nivel neurológico.
Este tipo de software busca el mejor momento para darle al usuario de la pantalla alguna recompensa que no tiene valor alguno pero que estimula al cerebro a querer más. Por ejemplo, en Instagram, a veces los likes llegan en ráfaga. “Hay un algoritmo en alguna parte que ha predicho que el comportamiento de este usuario 25B7, en el experimento 123, puede mejorar si le damos los likes en una ráfaga en éste u otro momento”, explica Ramsey en la página web de la empresa, cuyo eslogan dice: “Usamos inteligencia artificial y neurociencia para aumentar el uso, lealtad e ingresos”.
Brown no esconde que todos somos parte de un experimento controlado que está sucediendo en tiempo real entre millones de personas; es decir, somos conejillos de Indias. “Cobayas en una caja empujando la palanca y a veces obteniendo los likes.”
Permanecer conectado el mayor tiempo posible, mirando e interactuando con la pantalla. Ése es el nombre del juego. Y esto es porque, entre más miremos nuestras pantallas, más anuncios veremos y más información recolectarán las empresas acerca de nosotros. Según reportes de la industria, el dinero invertido en anuncios en las redes sociales es de 31,000 millones de dólares a nivel mundial, habiéndose duplicado en dos años. Facebook ha diseñado sus páginas de tal manera que se pueden convertir en algo sumamente adictivo. Por eso la mayor parte del tiempo que el usuario pasa en Facebook lo hace desplazándose hacia abajo en busca de cosas buenas que leer, dejando en el proceso un rastro de información que es ‘ordeñado’ por los algoritmos.
La tiranía de las notificaciones
Por su parte, el psicólogo Larry Rosen, de la Universidad Estatal de California, investiga el efecto que la tecnología tiene en nuestros niveles de ansiedad. Según el experto, cuando usted deja su teléfono inteligente a un lado, su cerebro le da instrucciones a la glándula suprarrenal para que produzca cortisol. Esta hormona ha evolucionado para cumplir un propósito: disparar una reacción de pelear o huir en respuesta al peligro.
“La persona típica checa su teléfono cada 15 minutos, y la mitad de las veces lo hace incluso cuando no hay alerta de notificaciones”, escribe Rosen en su libro The Distracted Mind. “No nos damos cuenta, pero cuando nos preguntamos si alguien habrá comentado algo sobre nuestro último post de Instagram o Facebook, estamos generando cortisol y aumentando el nivel de ansiedad. Y la única forma de calmar esa ansiedad es mirar continuamente nuestros teléfonos.”
Nancy Cheever, que forma parte del grupo de investigaciones de Rosen, demuestra estos niveles de estrés en voluntarios a los que sienta a ver un video mientras una computadora mide su frecuencia cardiaca y su respiración. Mientras tanto, sin que los voluntarios lo sepan, ella les manda mensajes de texto a sus celulares, que están fuera del alcance de sus dueños. “Cada vez que Nancy les envía un mensaje, sube el pico del cortisol, indicando ansiedad”, dice Rosen.
Si el objetivo es no dejar que el usuario se aleje de su pantalla, quizá el arma más poderosa es algo llamado gamification, del inglés “juego” (por juego de azar), que consiste en usar técnicas de los videojuegos para insertarlas en todas partes de su teléfono inteligente. No obstante, aquí lo interesante es que la neurociencia está creando comportamiento dependiente que puede usarse, como todo en la ciencia, para bien o para mal.
“La misma tecnología que te hace adicto a un videojuego, te insta a que hagas ejercicio, como cuando te pones una pulsera inteligente”, expresa Gabe Zichermann, considerado uno de los gurús del gamification. “Estoy trabajando en Onward, un software creado para romper los malos hábitos. Vigilará la actividad de la persona y le recomendará que haga otra cosa, si detecta que está pasando mucho tiempo en Internet.”
Quizá un buen truco sería declarar una zona de la casa como “libre de teléfono”. O poner el dichoso aparato debajo de la almohada para no escuchar el “¡ding!” enervante de las notificaciones. O simplemente, apagarlo. Qué fácil suena eso, y qué difícil es hacerlo, especialmente cuando del otro lado del ciberespacio hay un ejército de ‘hackeadores’ profesionales de mentes, cuya aventura tecnológica apenas comienza.