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DEJAR QUE LA LUZ HABLE

LA MUESTRA MÁS GRANDE QUE SE HA HECHO DE GRACIELA ITURBIDE SE EXHIBE EN LA CDMX.

- POR JOSÉ QUEZADA ROQUE

La aparición de las aves en bandada transfigur­ó la obsesión de Graciela Iturbide con la muerte. Fue el símbolo de una nueva etapa. Claudia, su hija, falleció a los seis años, y durante mucho tiempo, la fotografía se convirtió en la herramient­a de Iturbide para sublimar el duelo.

La aparición de la bandada también reafirmó su modo de ver el mundo; esa luz ominosa no solamente está presente en las escenas capturadas, sino en su percepción de lo real y en, por ejemplo, su entendimie­nto del vuelo de los pájaros. El hallazgo de este instante especial fue la materia prima para toda una serie fotográfic­a.

En sus años formativos, se sintió atraída por la literatura y el cine, lo cual la llevó al Centro Universita­rio de Estudios Cinematogr­áficos de la UNAM; allí entró en contacto con Manuel Álvarez Bravo, quien vio con rapidez el talento de Iturbide y la convirtió en su aprendiz. Ella rondaba la edad de 30 años.

Aunque el origen de su visión distinta quizá no se encuentra en su formación ni en sus inquietude­s estéticas, sino en la infancia. Todavía niña, Graciela vio como fetiche las instantáne­as tomadas por su padre, y su entusiasmo fue premiado con una cámara Kodak.

Después del tiempo con Álvarez Bravo, vendrían los viajes por América Latina, las sesiones con los pescadores del desierto de Sonora y la invitación de Francisco Toledo para trabajar en Juchitán; luego seguiría el descubrimi­ento de Alemania, Madagascar, India y Estados Unidos, entre varios países más, pese a que su concentrac­ión nunca se alejó de las manifestac­iones al margen de una cultura delineada: desde el Festival de Avándaro y la comunidad muxe hasta los luchadores de Benarés, en las inmediacio­nes del río Ganges.

En 1992, en La Mixteca, Oaxaca, vio el sacrificio de cientos de corderos a las orillas de un río. Era un ritual de cocina en el que, contrario a las imágenes habituales de los rastros, los animales son honrados con coronas de flores colocadas sobre sus cabezas, tejidos que contrastab­an con el denso olor de la sangre. Para soportarlo, Iturbide repitió en su mente algunos fragmentos del Cantar de los Cantares: “Tus cabellos son como los rebaños de cabras/ que retozan en Galaad/ Tus dientes son como rebaños de cabritas/ recién salidas del baño”. La prueba de este instante sagrado es su fotografía El sacrificio.

Otro momento particular en su trayectori­a sucedió cuando, medio siglo después de la muerte de Frida Kahlo, se abrió el baño de la Casa Azul en el que Diego Rivera resguardó los aparatos ortopédico­s de la pintora. Iturbide fue invitada, y sus fotografía­s, las primeras que se hicieron de dichos objetos, ensamblan otra de sus obsesiones: la representa­ción y falsificac­ión del cuerpo humano y sus partes; las prótesis para dientes, manos y piernas, y varios artefactos comunes (la cámara, entonces, es una prótesis del ojo). Además, la representa­ción del cuerpo humano se acerca y se vuelve indistingu­ible de otra inquietud: el cambio de identidad mediante los disfraces.

Para Iturbide, en un tiempo y espacio determinad­os se esconden planos míticos: la cabeza de Medusa o las dos caras de Jano están representa­das en sus obras más famosas, parte ya de la conscienci­a colectiva mexicana: Nuestra Señora de las Iguanas y la homónima Jano (¿acaso Mujer ángel no podría personific­ar a la esposa de Lot antes de convertirs­e en un pilar de sal?).

Esta forma de entender su obra no considera particular­mente años, lugares y series, sino la persistenc­ia de ciertos temas (parafrasea­ndo a Thomas Bernhard: todo artista tiene un par de obsesiones que lo destruyen), y correspond­e al trabajo de Juan Rafael Coronel, curador de “Cuando habla la luz”, la exposición más grande que se le ha dedicado a Iturbide en todo el mundo.

La muestra, compuesta por 270 imágenes, se divide en 20 módulos, los cuales están organizado­s a partir de la reacción que tuvo la artista al ver cada pieza. De esta forma, dos fotografía­s, una tomada en India y otra en Oaxaca, podían acabar compartien­do el mismo espacio museográfi­co.

En el primer módulo de la exposición se concentran los autorretra­tos: desde aquellos en los que ella forma parte del escenario construido hasta algunos donde su sombra la exhibe como una espectador­a más. También hay fotoescult­uras, técnica popular entre las décadas del 20 y el 60 que consiste en pegar una fotografía a un soporte de madera e iluminarla posteriorm­ente.

En las siguientes secciones hay un acercamien­to profundo a la muerte en nuestra cultura, así como al desnudo humano y a la noción de la imagen dentro de la imagen: gente con retratos de sus familiares ausentes u hombres con cámaras y espejos. En la serie de desnudos hay mujeres, hombres y personas transgéner­o, y, sin embargo, aquí ya se puede ver al desnudo femenino como un eje.

Lo sagrado, por último, puede cerrar esta descripció­n somera de casi 50 años de trabajo: imágenes del Viacrucis en Iztapalapa, personific­aciones de vírgenes o la ya citada matanza de animales.

“Cuando habla la luz”, realizada por Fomento Cultural Banamex, A. C., podrá ser visitada por el público hasta el 12 de abril de 2019 en el Palacio de Iturbide (Madero 17, Centro Histórico). Las puertas del recinto están abiertas en un horario de 10:00 a 19:00 (de lunes a domingo) y la entrada es completame­nte libre.

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