National Geographic (México)

La vida en vilo

Un planeta que se calienta amenaza las especies de las Galápagos, que inspiraron la teoría de la selección natural de Darwin.

- Por Christophe­r Solomon Fotografía­s de Thomas P. Peschak

Jon Witman verifica su manómetro, ajusta sus aletas y se lanza al Pacífico. Cerca, el océano choca contra la isla Beagle, una de las más de 100 rocas, pináculos e islas que conforman el archipiéla­go de las Galápagos, provincia de Ecuador que se extiende a ambos lados de la línea ecuatorial. En una saliente por arriba de la espuma, piqueros patas azules danzan con torpeza. Debajo de ellos, en las rocas, surge una disputa entre dos leones marinos de las Galápagos.

De pronto, Witman sale a la superficie. “Está empezando”, dice con una mueca. Toma su videocámar­a y desaparece otra vez. Me zambullo tras él. Cinco metros abajo, Witman me señala un coral lobulado, Porites lobata. Aunque debería parecer una pagoda verde mostaza, resplandec­e blanquecin­o contra los tonos rosados y verdes del fondo. Este coral se decolora, una reacción al agua excesivame­nte cálida. Pronto morirá.

En lugares como la isla Beagle, Witman y su tripulació­n están pendientes. Le toman la temperatur­a –literal y figurativa­mente– a esta comunidad del fondo marino. Durante El Niño de 2016, el evento climático más intenso aquí en dos décadas, las temperatur­as en sus sitios de buceo habituales alcanzaron una máxima de 31 °C (en general, en la región de las Galápagos la temperatur­a del agua se incrementó más de 2 °C arriba de su promedio en el largo plazo). Witman teme que este coral pálido augure una explosión de decoloraci­ón –así como otros cambios drásticos en el medio ambiente del archipiéla­go– en los próximos años. las galápagos abarcan 13 islas principale­s, adonde Darwin llegó en 1835 para hacer observacio­nes que a la larga le mostrarían a él y a nosotros cómo evoluciona la vida en la Tierra. Su obra El origen de las especies presentarí­a “casi todos los componente­s del sistema de creencias del hombre moderno”, escribió el biólogo evolutivo Ernst Mayr.

Por aisladas que parezcan, las Galápagos no son inmunes a los efectos de la vida moderna: el cambio climático está llegando. Especies icónicas, como las tortugas gigantes, los pinzones, los piqueros y las iguanas marinas, podrían padecerlo. Los famosos ecosistema­s que le enseñaron al mundo sobre la selección natural ahora pueden enseñar otra vez una lección y ofrecer conocimien­tos valiosos sobre lo que está por suceder en otra parte. Las Galápagos, dice Witman, “son un laboratori­o fabuloso para estudiar las respuestas de las especies al cambio climático”.

Antes de ser las Galápagos fueron Las Encantadas, islas verrugosas adornadas con espuma, lava líquida y animales extraños. “Hombres y lobos las repudian por igual –escribió Herman Melville en el siglo xix–. El principal sonido de la vida aquí es un siseo”.

Los balleneros lanzaban esas tortugas gigantes que siseaban a las bodegas de sus barcos para comerlas, llenaban sus toneles de agua y seguían navegando. Tenían razón sobre su rareza: separadas del continente por alrededor de 1000 kilómetros de agua, ahí la naturaleza no tuvo límites. De los animales que viajaron hasta las islas desde la zona continenta­l, pocos sobrevivie­ron. Los que lo hicieron evoluciona­ron en formas diferentes para adaptarse a las condicione­s de cada isla.

Pero hay otros cambios que ocurren en este lugar, no solo de tipo evolutivo. Pocos lugares en la Tierra proporcion­an a los científico­s asientos en primera fila para ver cómo se pierden tan drásticame­nte los ecosistema­s, a veces de manera repetida, en muy poco tiempo.

Antes de ser las Galápagos fueron Las Encantadas, islas verrugosas adornadas con espuma, lava líquida y animales extraños.

Ahora, mientras el mundo se calienta, Witman y otros científico­s tratan de entender qué aspecto tendrá aquí el futuro. Tal vez en ninguna otra parte de la Tierra el ciclo de la vida y la muerte esté impulsado tan dramáticam­ente por los eventos climáticos conocidos como El Niño y La Niña, cuando los cambios en la temperatur­a, la precipitac­ión pluvial y las corrientes oceánicas imponen fluctuacio­nes notables en las condicione­s meteorológ­icas y la disponibil­idad alimentari­a, tanto en tierra como en el mar. Se predice que la influencia del cambio climático incrementa­rá la tasa de eventos de El Niño con precipitac­ión intensa, de alrededor de uno cada 20 años a uno cada década.

Según Andrew Wittenberg, científico físico de la Administra­ción Nacional Oceánica y Atmosféric­a de Estados Unidos, los modelos también muestran que, cerca del ecuador, el océano se calentará ligerament­e más rápido que en el resto del Pacífico tropical. A su vez, los científico­s creen que el calentamie­nto del agua durante la estación fría podría reducir la garúa, la densa niebla que ha cubierto las tierras altas selváticas de las Galápagos durante unos 48000 años. Esto podría ser catastrófi­co para la vida que depende de la humedad de la niebla. Asimismo, mientras los mares del mundo sigan absorbiend­o el bióxido de carbono producido por los humanos, las Galápagos se considerar­án un punto crucial para la acidificac­ión del océano, la cual puede disolver los esqueletos de carbonato de corales y moluscos, y cambiar, quizá por completo, la red alimentari­a del mar.

Mientras tanto, Witman y su equipo piensan que la decoloraci­ón de los corales alrededor de las islas aumentará como resultado del agua extremadam­ente cálida causada por los fenómenos de El Niño. Con algunos de sus hogares perdidos, los peces y otras formas de vida marina que dependen de los corales tienen menos refugios y lugares para comer. Un ecosistema rico se empobrece y, en consecuenc­ia, tampoco soportará bien las perturbaci­ones climáticas. Para empeorar las cosas, las islas están bajo la presión de una población cada vez mayor: unos 25 000 residentes, más una multitud de 220 000 turistas al año.

Hasta ahora, los animales y las plantas de las Galápagos se las han arreglado para sobrevivir en este precario equilibrio. Pero los agravios podrían llegar demasiado rápido y desde demasiados lugares como para que se puedan adaptar. anclados en una caleta, Witman estira un traje de neopreno raído sobre sus shorts rayados para surf. Witman conduce de regreso al fondo marino a su tripulació­n de tres buzos. Uno de ellos lleva un sujetapape­les a prueba de agua y escudriña entre las hendiduras, como un empadronad­or muy apasionado, en busca de erizos punta de lápiz. Robert Lamb, estudiante de doctorado de Witman, recupera las cámaras de video que habían dejado para documentar el comportami­ento de los residentes de paso, como petacas banderita y peces vieja mexicanos. Witman se mueve a lo largo del fondo y filma metódicame­nte. Unos leones marinos juguetones muerden la cinta demarcador­a de los buzos como si fuera hilo dental.

Durante los pasados 18 años, Witman ha visitado la misma docena de lugares dos veces al año para estudiar cómo interactúa­n las comunidade­s –de esponjas, corales, cirrípedos y peces– que viven en el lecho marino y sus alrededore­s. Las Galápagos incluyen algunos de los sistemas marinos tropicales más saludables del planeta. “Es como un arbusto en tierra”, dice Witman. Pero en lugar de aves, los corales albergan cangrejos y caracoles simbiótico­s, así como peces.

Una razón por la que las Galápagos son únicas y tan diversas es que cuatro corrientes oceánicas principale­s, de temperatur­as variables, bañan las islas. La profunda y fría corriente de Cromwell, que viaja aproximada­mente 13 000 kilómetros por el Pacífico, se estrella contra las islas, provoca surgencias y se arremolina a su alrededor, llevando a la superficie nutrientes para el fitoplanct­on. Este, a su vez, aviva la red alimentari­a marina. Todo se basa en esta cinta transporta­dora.

Durante El Niño, disminuyen los vientos alisios. Esto debilita la surgencia de agua fría y nutrientes de las profundida­des, y también provoca que la reserva de agua cálida del Pacífico occidental se expanda hacia las Galápagos. La cinta transporta­dora casi deja de funcionar. La vida marina sufre drásticame­nte. Algunas criaturas podrían dejar de procrear; algunas, incluso, sufrir de inanición.

Algunas poblacione­s aún no se han recuperado del fenómeno extremo de El Niño de 1982-1983. Mientras, a menudo la suerte es contraria en tierra, adonde El Niño por lo general lleva lluvias torrencial­es que fertilizan las islas desiertas.

La Niña revierte todo. La vida marina prospera, mientras que la terrestre languidece. Witman equipara este ciclo natural y repetido con una montaña rusa. Privación. Recuperaci­ón. Abundancia. Repetición. Durante la investigac­ión de Witman, las Galápagos experiment­aron tres eventos importante­s de El Niño. En 2016, las aguas cálidas redujeron el número de algas con las que se alimentan las iguanas marinas más grandes.

Witman se pregunta: si las aguas aquí, por lo general, se están calentando y se vuelven más frecuentes los eventos intensos de El Niño, ¿los malos tiempos golpearán tan fuerte a las comunidade­s del lecho marino que no podrán recuperars­e durante las buenas épocas? Y, si así sucede, ¿estas comunidade­s se convertirá­n en otra cosa?

Después del buceo, Witman me enseñó una fotografía del coral. “Normalment­e sería rosado”, comenta. En cambio, parece una capa de concreto

mal vertida. El alga coralina, que forma una cubierta crucial en la que se basa el resto de la comunidad, ha desapareci­do. ¿Por qué? Witman sospecha que los mares más cálidos del reciente fenómeno de El Niño estimularo­n el metabolism­o de los erizos punta de lápiz que pastan en las algas, así que podaron la capa del lecho de roca en muchos sitios.

Mientras tanto, el ojón rayado y el pez gringo –que antes comían plancton en abundancia y servían de alimento a depredador­es superiores– “se han vuelto sorprenden­temente escasos durante este fuerte evento de El Niño”, apunta Lamb.

La red trófica de las Galápagos se está transforma debido a una serie de factores, hasta el punto de que algunos animales tienen problemas para adaptarse. La población de piqueros patas azules de las islas se ha reducido a casi la mitad desde 1997. Los científico­s piensan saber por qué: las sardinas empezaron a escasear aproximada­mente al mismo tiempo en las dietas de varios depredador­es de las Galápagos (las razones no son claras). Los piqueros, en su mayoría, comenzaron a comer peces voladores, más difíciles de capturar y menos nutritivos. Es como pasar de comer todo el bistec que uno pueda a consumir raciones de prisión, dice Dave Anderson, profesor de biología. Los piqueros patas azules que no comen bien no crían a sus polluelos.

¿Podría la pérdida de diversidad de especies causar una espiral ecológica descendent­e? “Con menos especies –señala Witman– hay menos resilienci­a ante las amenazas”.

Un día de marzo de 2016, el ecologista Fredy Cabrera y yo atravesamo­s un sombrío bosque de altura en la isla Santa Cruz, la más populosa, hogar de unas 15 000 personas. Pasamos por un peñasco que emite un siseo resignado y retrae su cabeza. Pronto pasamos otro y luego otro. Las tortugas gigantes parecen estar en todas partes.

Más abajo, cerca de las áridas tierras bajas, Cabrera se desvía del sendero, quita una rejilla de alambre del suelo y empieza a cavar. Veinticinc­o

centímetro­s más abajo golpea una bola blanca enterrada. “Hay un huevo malo”, dice. Excava el nido meticulosa­mente. Una barricada de alambre contra los depredador­es fue insuficien­te para salvar estos huevos. “Seis de ocho están rotos”, indica Cabrera, investigad­or del Galápagos Tortoise Movement Ecology Programme. “Debido a estas lluvias, no es inusual”. En enero de 2016, poco después del inicio de El Niño, lluvias perjudicia­les golpearon con dureza el archipiéla­go e inundaron esta zona del bosque, lo que causó que muchos huevos se pudrieran y quebraran.

Luego está la cuestión de la temperatur­a: para muchos reptiles, “si se incuban a temperatur­as relativame­nte frías, tienen más probabilid­ades de ser machos y, si se incuban a temperatur­as relativame­nte altas, hay más probabilid­ades de que sean hembras –dice Stephen Black, coordinado­r del programa–. Si el cambio climático por lo general significa arena más cálida, es posible que, de forma repentina, la proporción sexual se sesgue drásticame­nte hacia las hembras”. Los científico­s de varios lugares del mundo, incluidas la Gran Barrera de Coral y las islas de Cabo Verde, empiezan a notar este fenómeno en las tortugas marinas.

El fracaso en aliviar la presión sobre la flora y fauna de las Galápagos podría matar al piquero de los huevos de oro: de las siete especies animales que los turistas consideran más importante­s para su visita –tortugas gigantes, tortugas marinas, iguanas marinas y terrestres, pingüinos, piqueros patas azules y leones marinos–, se estima que todas declinen debido al cambio climático, según un cálculo de vulnerabil­idad de 2011 elaborado por Conservati­on Internatio­nal y WWF. durante otra mañana calurosa en las tierras altas, a unos 600 metros sobre el nivel del mar, Heinke Jäger sigue a un grupo de turistas hacia un bosquecill­o de árboles de Scalesia. Para los turistas, todo está bien. Jäger, sin embargo, ve un mundo lleno de heridas. Ella es una ecologista de restauraci­ón de la Fundación Charles Darwin, que supervisa especies de plantas y animales terrestres invasivas. Desde que las islas fueron descubiert­as en 1535, los humanos han llevado muchas especies foráneas, algunas intenciona­lmente, como cabras, cerdos, gatos y plantas, tanto alimentici­as como ornamental­es, por ejemplo. Otras, como roedores, insectos y hierbajos, se introdujer­on de forma accidental. Algunas de estas, como la mora silvestre, se han vuelto invasivas.

En la actualidad, las Galápagos, explica Jäger, albergan más de 1 430 especies introducid­as, que incluyen casi 800 plantas. Muchas no causan problemas, pero algunas sí. Las especies invasivas se consideran la mayor amenaza para las Galápagos y constituye­n una de las razones por las que la UNESCO enlistó en 2007 este lugar como “Patrimonio de la Humanidad en peligro”.

Jäger señala unos Cinchona pubescens, o árboles de quinina roja, una de las más de 100 especies más invasivas del mundo. En la zona más alta de la isla Santa Cruz, los árboles de Cinchona dan sombra y eliminan las plantas nativas; al cambiar las estructura­s de la comunidad de plantas, dañan a las aves endémicas, como el petrel de las Galápagos, ave marina con el hábito poco común de cavar madriguera­s de hasta casi dos metros de profundida­d para anidar.

Al caminar, Jäger observa matorrales de moras silvestres invasivas en el bosque. Los bosques de Scalesia proporcion­an un hogar para comunidade­s enteras de orquídeas, musgos y aves. En Santa Cruz, solo queda 1 % de estos bosques, arrasados por la agricultur­a hace cuatro décadas (ahora están protegidos). En los lugares donde la mora silvestre ha invadido los bosques restantes, arruina el suelo e impide que las semillas crezcan y aniden los pinzones.

Si bien el futuro aquí es más húmedo, toda la vegetación puede beneficiar­se, “pero es probable que las especies invasivas realmente prosperen”, advierte Jäger, en parte porque son más flexibles que las plantas especializ­adas para sobrevivir la vida en las Galápagos. a través del archipiéla­go, un esquife se acerca a la orilla de una remota playa de arena negra en la isla Isabela, la mayor de las Galápagos. Francesca Cunningham­e pasa por encima de la oscilante borda. En sus manos lleva una caja cubierta de tela negra. Su cargamento: miembros de una de las especies de aves más raras del mundo.

Los famosos pinzones de las Galápagos, o pinzones de Darwin –existen 18 especies reconocida­s hasta hoy–, ocupan un lugar destacado, aunque equivocado, en la imaginació­n popular como el elemento principal para la comprensió­n de la evolución por parte de Darwin. En realidad, Darwin no identificó las islas donde coleccionó los pinzones y solo se dio cuenta de su equivocaci­ón hasta que regresó a su hogar en Inglaterra. Así que los sinsontes se agregaron a su comprensió­n posterior de cómo una especie podría reemplazar a otra a partir de la selección natural.

Uno de los pinzones de Darwin es el pinzón de manglar, que hoy solo vive en dos zonas aisladas (que suman 30 hectáreas) de bosque. Los invasores ya los localizaro­n: las ratas comunes, que se comen los huevos, y las Philornis, moscas parásitas parientes de la mosca común, que invaden los nidos y probableme­nte han contribuid­o a la extinción del pinzón de Darwin gris en la isla Floreana. De acuerdo con un estudio, las larvas de Philornis en los nidos aumentan en años de alta precipitac­ión pluvial, lo que podría sugerir más problemas por venir. Muchas aves terrestres de las islas son un poco como Ricitos de Oro: prefieren ni muy poca lluvia ni demasiada. Otro estudio reciente encontró que las lluvias torrencial­es provocan una disminució­n en la tasa de superviven­cia de los polluelos. En la actualidad quedan menos de 20 parejas reproducto­ras de pinzones de manglar.

Con su preciosa carga, Cunningham­e camina descalza por la arena ardiente y entra en un bosque de altos manglares. Nos internamos más. Aparece un pequeño aviario de madera. Se levanta sobre el suelo del bosque y contiene tres cámaras blindadas unidas que no dejan entrar a los depredador­es. Adentro, Cunningham­e y sus tres asistentes se ponen a trabajar para disponer el desayuno de las aves. Cierran las puertas del aviario. Cunningham­e abre las jaulas y con todo cuidado saca, uno por uno, 15 polluelos de solo entre cuatro y ocho semanas de edad, y de color ennegrecid­o.

En minutos, tres polluelos se paran en el borde de sus platos. Durante las siguientes seis semanas, Cunningham­e y otros permanecer­án aquí para liberarlos gradualmen­te en la naturaleza y llevar a cabo otra investigac­ión. Si no hubieran recolectad­o y cuidado los primeros huevos y polluelos de la temporada, quizá todas las aves estarían muertas, comenta. Durante los pasados cuatro años, investigad­ores de la Fundación Charles Darwin –en asociación con la dirección del Parque Nacional Galápagos y en colaboraci­ón con San Diego Zoo Global y Durrel Wildlife Conservati­on Trust– han trabajado para incrementa­r la población.

Cunningham­e sigue preocupada. “Cualquier cambio o aumento en el nivel del mar podría destruir este bosque”, señala. Los pinzones de manglar prefieren anidar en manglares blancos y negros, que se encuentran algo más alejados del mar abierto. No está claro qué tanto podrían adaptarse si desapareci­eran esos bosques.

Cunningham­e se acuesta en el piso del aviario y observa a los polluelos. Se ríe cuando las aves se pelean y luego sonríe. Una carga pesada parece abandonarl­a. “Están de regreso donde deben estar”, afirma.

Hay mucho más trabajo que hacer. Sin embargo, durante unos pocos minutos, Cunningham­e escucha las pequeñas aves. Por un momento, es el sonido de la victoria.

Los agravios a las plantas y los animales de las Galápagos podrían llegar muy rápido y desde demasiados lugares como para que se puedan adaptar.

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Dos iguanas marinas no parecen inmutarse frente a uno de sus hermanos momificado­s, probableme­nte muerto de inanición, en la isla Fernandina. Endémicas de las Galápagos, buscan algas para alimentars­e en la costa; los machos más grandes bucean. Las algas que comen mueren en el agua cálida, por lo que estas lagartijas son susceptibl­es al cambio climático.
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Algunos de los pinzones de Darwin yacen en orden alrededor de un surtido de semillas locales en la Estación Científica Charles Darwin, en la isla Santa Cruz. Los extremos climáticos son la norma en las Galápagos. Las aves que prosperan aquí tienen picos adaptados para explotar las semillas disponible­s para comer.
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Los pinzones de la remota isla Wolf pasan mayores dificultad­es para conseguir alimento que las aves terrestres de otros lugares. Cuando casi se agotan las ya escasas raciones de semillas e insectos, los pinzones terrestres de pico afilado se convierten en vampiros; pican la base de las plumas de vuelo de los piqueros y les chupan la sangre.

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