National Geographic (México)

ESTADO DE DUELO

Mientras Filipinas vive una violenta guerra contra las drogas, los rituales de la muerte se han convertido en parte de la vida cotidiana.

- POR AURORA ALMENDRAL FOTOGRAFÍA­S DE ADAM DEAN

En cuanto Rick Medina vio aquel cuerpo desplomado sobre la acera en las noticias de la tarde, en noviembre pasado, supo que era el de su hijo Ericardo, de 23 años. La víctima –abandonada en una tranquila avenida de Manila, la capital filipina– pudo haber sido cualquiera: estaba de espaldas frente a las cámaras de la televisión, pero un padre sabe.

A la mañana siguiente, su hija Jhoy, de 26 años, visitó la morgue. Había ocho cuerpos alineados en el suelo. Todos habían muerto de la misma manera: las cabezas cubiertas con cinta adhesiva, los pechos y cuellos apuñalados repetidame­nte con un picahielos. Un letrero de cartón junto al cuerpo de Ericardo lo señalaba como traficante de drogas. Según su padre, Ericardo nunca probó las drogas; Jhoy dice que sí. De cualquier forma, sus asesinos le infligiero­n aquel castigo final sin un debido proceso.

El dolor de la familia Medina se ha repetido miles de veces durante los últimos meses en Filipinas,

donde Rodrigo Duterte se montó en una ola de frustració­n populista hasta alcanzar la victoria presidenci­al en mayo de 2016, por prometer, entre otras cosas, matar a los traficante­s de drogas y parar el crimen. De acuerdo con datos de la policía, en los primeros seis meses de su gobierno fueron asesinadas al menos 2 000 personas a manos de la policía y otras 4000 por agresores desconocid­os, tal vez justiciero­s. Duterte prometió no parar “hasta exterminar por completo al último traficante [de drogas] en las calles”.

Conforme aumenta el número de cuerpos, los rituales de la muerte se han vuelto una parte cada vez más común de la vida diaria en Filipinas. Los rituales tienen como fin consolar a la familia y fortalecer los vínculos comunitari­os. Pero también han comenzado a servir para otro propósito: reemplazan la justicia en un momento en que muchos consideran que los asesinatos se cometen con asombrosa impunidad. Los rituales de la muerte rebasan en número tanto las ceremonias por nacimiento­s como las bodas, dice el antropólog­o Néstor Castro, de la Universida­d de Filipinas en Diliman.

Durante el velorio, que dura entre siete y 10 días, el cuerpo del difunto nunca se queda solo. Se ponen pollos sobre el ataúd –para que picoteen simbólicam­ente la conciencia al asesino–. Se quiebra una olla de barro para romper el ciclo de muerte y evitar que a esta le sigan más. Se colocan artículos personales en el féretro para la otra vida. Cuando el ataúd sale de la casa, se le da vuelta tres veces y se avientan monedas a lo largo del camino de la procesión para pagar el viaje al más allá.

Los familiares a veces también esperan que ocurra un paramdam, es decir, una visita del espíritu del difunto.

La noche anterior al funeral de Ericardo, su hermana aseguró que la había visitado en un sueño. “Estaba sonriendo”, dijo. A Jhoy la consoló saber que no estaba enojado, que su espíritu no deambulaba por este mundo exigiendo venganza.

Pero hay otro sueño que Jhoy espera con ansias. “Quiero soñar con la noche en que lo mataron –señaló–. Quiero apuñalar a la persona que lo apuñaló, para por fin poder defenderlo”.

Un sueño de venganza podría ser lo más cercano a cierta forma de justicia, a la que Jhoy y otros pueden aspirar. Son pocos los asesinos que han sido capturados.

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 ??  ?? Investigad­ores forenses en Manila recuperan un cuerpo y reúnen evidencia de una ejecución. La víctima, Angelito Luciano, de 41años, era voluntario de lacomunida­d que ayudaba a la policía en sus esfuerzos contra las drogas.
Investigad­ores forenses en Manila recuperan un cuerpo y reúnen evidencia de una ejecución. La víctima, Angelito Luciano, de 41años, era voluntario de lacomunida­d que ayudaba a la policía en sus esfuerzos contra las drogas.
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Jade Valenzuela se consuela con un oso de peluche mientras cuida el féretro de Arman Rejano, de 28 años. En los velorios filipinos se acostumbra asegurarse de que el difunto nunca esté desatendid­o, que siempre hay alguien despierto a su lado.

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