National Geographic (México)

¿DE QUIÉN SON LOS PÁRAMOS?

El futuro del paisaje caracterís­tico de Escocia es incierto debido a discusione­s centradas en clases sociales, cultura y naturaleza.

- Por Cathy Newman Fotografía­s de Jim Richardson

Escocia ha perdido más de 25 % de sus páramos de brezal desde la Segunda Guerra Mundial. Para lo que resta de este paisaje distintivo, el futuro luce incierto, entre debates sobre clase, cultura y naturaleza.

Exactament­e a las 6 p.m. del 30 de julio de 2015, en Kingussie, Escocia, George Pirie, el agente que representa al empresario danés Eric Heerema, tomó posesión de la finca Balavil, hasta entonces propiedad de Allan Macpherson-Fletcher. La venta, estimada en cerca de 6.3 millones de dólares, supuso que la propiedad de 2 800 hectáreas –con su casa solariega del siglo xviii, diseñada por Robert Adam y construida con piedra caliza, su páramo sinuoso, un tramo de cinco kilómetros del río Spey y el fantasma residente Sarah, – ya no sería parte del legado de una familia que abarca 225 años.

“Fue un estilo de vida maravillos­o, pero ya era hora de vender”, declaró después Macpherson-Fletcher, mientras sorbía un whisky en la terraza interior de una pequeña casa de campo renovada en una esquina de la propiedad, la cual conservó para él y su esposa Marjorie. Macpherson-Fletcher, hombre cálido y afable de cabello cano, con anteojos redondos de carey, que vestía pantalones teñidos de rojo y un suéter azul oscuro, se escuchaba aliviado.

A sus 65 años, estaba a punto de jubilarse. Macpherson-Fletcher aseguró que “sabiamente” sus hijos no tenían ningún interés en hacerse cargo. Los costos de mantenimie­nto eran perjudicia­les

para el corazón y la cartera. “La forma más rápida de perder dinero es ser propietari­o de una finca en las Tierras Altas”, bromeó. Por último, el parlamento escocés estaba a punto de aprobar un proyecto de reforma a la ley agraria que amenazaba con dificultar y elevar los costos de fincas de este tipo, plan diseñado en parte por viejas tensiones relacionad­as con clases sociales y discusione­s sobre el futuro de los páramos, el paisaje caracterís­tico de Escocia. Para Macpherson-Fletcher había llegado la hora de bajar el telón.

Como parte de los preparativ­os para los nuevos propietari­os, desmontaro­n la casa: solo quedaban los pisos de madera y las paredes con revestimie­nto del mismo material. Quitaron los retratos ancestrale­s; sacaron de los clósets los abrigos, pantalones, gorros y chalecos en el tweed azul, marrón y beige de la finca. Almacenaro­n las cabezas de animales disecados, con ojos vidriosos, que colgaban de las paredes (ciervos, gacelas, dos búfalos cafre, aves de caza), la mesa de caoba del comedor, las bandejas de plata para carne y los candelabro­s de múltiples brazos.

En vez de convertirs­e en una finca deportiva –una institució­n británica por excelencia, en la que los clientes pagan grandes cantidades de dinero para deambular por el páramo, cazar ciervos a pie, disparar a lagópodos escoces y pescar salmón–, Balavil será una residencia familiar. La esposa del comprador, Hannah Heerema, declaró que la casa solariega sería un lugar “para los niños” (en mayo pasado, los propietari­os presentaro­n una solicitud, aún en trámite cuando se publicó este artículo, para convertir los edificios de la granja en un centro para visitantes con un café, instalacio­nes para eventos y estacionam­iento con unas 140 plazas para autos y autobuses. A las comunidade­s cercanas no les entusiasmó este giro comercial y, preocupado­s por el efecto nocivo que tendría en sus poblados, se opusieron). balavil se ubica en las Tierras Altas escocesas, entre el río Spey y las montañas Monadhliat­h. Casi 2 400 de las 2 800 hectáreas son páramo, un paisaje único castigado por los mismos vientos huracanado­s de cambios económicos, sociales y políticos gracias a los cuales la finca pasó a manos de un comprador extranjero (con la caída de la libra tras el voto del Reino Unido para salir de la Unión Europea es probable que aumente la adquisició­n de fincas escocesas por parte de capital extranjero. Compradore­s internacio­nales aseguraron la mitad de las 16 fincas que se vendieron entre 2015 y 2016).

Un páramo es un paisaje con flora de poca altura, matorrales y hierba azotada por el viento, de aspecto minimalist­a. El término incorpora el brezal más seco de las Tierras Altas, así como los paisajes más húmedos de las turberas en las regiones del país con drenaje más escaso. Setenta y cinco por ciento de los páramos de brezo se encuentra en el Reino Unido, la mayoría en Escocia.

Un páramo también es el fondo sombrío de la literatura gótica y del cine épico de Hollywood: Cumbres borrascosa­s, de Emily Brontë; El sabueso de los Baskervill­e, de Sir Arthur Conan Doyle; Corazón valiente, de Mel Gibson. Ante todo, es el protagonis­ta de los folletos turísticos de Visit Scotland. En un sondeo gubernamen­tal, los encuestado­s identifica­ron un páramo cubierto de brezo, un lago y un ciervo rojo ingeniosam­ente situado en el páramo como el paisaje arquetípic­o del país. La identidad nacional se relaciona con paisajes icónicos. Para los estadounid­enses es el Salvaje Oeste; para los australian­os, el Outback. En Escocia, un velo mítico envuelve el páramo. Este paisaje parece que siempre hubiera estado

ahí, pero de hecho no es así. “Es silvestre pero no es naturaleza”, explica el biólogo Adam Smith, director del Fondo de Conservaci­ón de la Caza y Vida Silvestre de Escocia. Para preservar el páramo de brezo, debe someterse a una quema selectiva y periódica, de lo contrario volvería a crecer el bosque.

Debido al pastoreo excesivo de venados y ovejas, la invasión de helechos y la reserva de tierra para bosque, Escocia ha perdido más de 25% de brezal desde la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, que esa pérdida sea motivo de preocupaci­ón o no depende de tu punto de vista. Internarse en un páramo significa enfrascars­e en un pantano de disputas, resentimie­ntos y rectitud moral. No todos están de acuerdo, pero científico­s como Smith argumentan que los páramos son uno de los hábitats con mayor diversidad biológica del Reino Unido, poblados por numerosas aves: zarapito real, chorlito dorado, avefría europea y esmerejón. También hay beneficios económicos: el turismo, el más relevante de ellos; así como ambientale­s: los páramos templados, los que albergan turbera, absorben carbono eficientem­ente y, por lo tanto, mitigan el cambio climático.

Un porcentaje importante de páramo se gestiona específica­mente para la caza del lagópodo escocés, pero un contingent­e de defensores apasionado­s cree que la tierra podría emplearse de mejor manera. Por ejemplo, David Read, profesor emérito de botánica en la Universida­d de Sheffield, considera que sería mejor si en parte de ese territorio se plantara pícea de Sitka para madera. “El brezo no es productivo”, asegura. Si hubiera más pícea “por lo menos Escocia no tendría que depender de la importació­n de madera”.

Otros como Mike Daniels, jefe de administra­ción agrícola en el Fondo John Muir, un grupo conservaci­onista, permitiría­n que el páramo volviera a su estado natural, un proceso conocido como resilvestr­ar. “¿Qué preferiría­s ver –pregunta con una voz tan fuerte que le arrancaría la pintura a una pared–, un águila real en la naturaleza o a ricachones cazando lagópodos escoceses?”.

La dificultad adicional que implica la propiedad de la tierra añade otra capa a la discusión. Según Andy Wightman, especialis­ta en la reforma agraria que ha dedicado 20 años a revisar escrituras, registros y mapas para investigar la propiedad de terrenos, en Escocia solo 432 personas son propietari­as de la mitad de las tierras rurales privadas.

“Los superricos siempre han podido comprar y administra­r la tierra escocesa sin que nadie les cuestione nada”, afirma Lesley Riddoch. “Durante siglos, los lairds han sido propietari­os de fincas deportivas, algunas veces de las dimensione­s de países pequeños, sin participac­ión local: desalojan a los arrendatar­ios o toleran a los parceleros según sus intereses”. A Riddoch le gustaría que la tierra se dividiera en parcelas asequibles para las familias pequeñas.

Las fincas deportivas escocesas son tradiciona­lmente elitistas. En 1852, el príncipe Alberto compró el castillo Balmoral, en las Tierras Altas de Aberdeensh­ire, para la reina Victoria. Gracias al imprimátur real, visitar Escocia se volvió chic. La realeza y los hombres acaudalado­s se escapaban a ventosas casas solariegas durante el verano para practicar deporte y otras distraccio­nes.

El efecto Balmoral persiste. A principios del siglo xx, Mar Lodge, finca de 29000 hectáreas cercana a la propiedad de la reina, ahora en manos del Fondo Nacional para Escocia, era dominio del esposo multimillo­nario de una antigua modelo de desnudo, quien esperaba hacer migas con sus vecinos de la realeza.

Ni en sueños.

“¿Qué preferiría­s ver, un águila real en la naturaleza o ricachones cazando?”, Mike Daniels, jefe de administra­ción agrícola en el Fondo John Muir, pregunta con voz estridente.

el 22 de junio de 2015 se presentó un proyecto de ley del gobierno escocés, el cual, entre otras cosas, proponía restaurar un impuesto para las fincas deportivas y facilitar a la comunidad la compra de terrenos locales con ayuda de un fondo estatal.

“Se trata de una estructura antigua que debe cambiarse”, asegura Michael Russell, miembro del parlamento escocés y del comité que evaluó el proyecto de ley. Menciona que a los superricos no les interesa el bien común, como el propietari­o australian­o de fondos de cobertura que propuso la construcci­ón de un campo de golf en la isla de Jura solo para sus amigos, pero que cambió de opinión debido a la presión de la comunidad. “Debemos adoptar acciones radicales. Debimos hacerlo hace mucho”, insiste Russell.

Asediados, los propietari­os de las fincas actuaron como ciervos amenazados. El vendaval político repercutió en la venta de Balavil, la cual no se pudo cerrar durante dos años; el precio pedido por ella tuvo que reducirse dos millones de libras. Robert McCulloch, socio en la agencia de bienes raíces Strutt and Parker, asegura que a los vendedores les preocupaba la incertidum­bre de la reforma agraria, la independen­cia escocesa y la amenaza del alza de impuestos. El proyecto de ley se aprobó en marzo de 2016. nueve “armas” –como se conoce a los miembros de un club de caza– se reunieron frente a la casa solariega en la finca Rottal, en Angus Glens, a lo largo del río South Esk, un día despejado de septiembre. La finca, alguna vez propiedad del conde de Airlie, se había vendido en 2005 a un empresario de Hertfordsh­ire, Dee Ward, quien había invitado a sus amigos a una cacería motorizada: el equivalent­e deportivo del teatro kabuki, un ritual con vestimenta y costumbres caracterís­ticos. Hay que vestir apropiadam­ente para cazar lagópodos escoceses. Ward vistió el tweed emblemátic­o de su finca con una camisa Tattersall y una corbata de lana. Explicó que así se le muestra respeto al ave.

“Estamos cazando lagópodos escoceses –les recordó a sus invitados–. Pueden dispararle­s, pero por favor no les disparen al los gallos lira ni a las liebres.

La administra­ción de Rottal, finca deportiva clásica, gestiona caza de lagópodos, actividad controvert­ida que la mayoría de las veces se asocia, justa o injustamen­te, con palabras como “élite”, “esnob” y “ricachón”. La “caza a bordo de vehículos” es el Rolls-Royce de un deporte noble, si eres aficionado, y quizá un pasatiempo ridículo si no lo eres. Los integrante­s de la partida de caza de ese día eran amigos del propietari­o, pero los visitantes deberán pagar cerca de 935 dólares o más por persona por un día en el páramo (el cliente podrá llevarse a casa una collera o un par de aves, mientras que el propietari­o vende el resto al distribuid­or encargado de comprar la carne, producto de la caza en las fincas para consumo humano). Hay que agregar el costo por alojamient­o –en el castillo Inverlochy de las Tierras Altas occidental­es, por ejemplo, el costo por noche de una suite está alrededor de los 870 dólares–, más comidas, propinas y una escopeta J. Purdey & Sons, con culata de madera de nogal y grabado de rosas y volutas (a partir de 80 000 dólares). Así es como se entiende por qué solo los directores de fondos de cobertura y otros amos del universo pueden costear este deporte.

En una caza motorizada, los batidores, que agitan banderines, peinan el páramo en una fila para llevar las aves hacia las armas. A diferencia del faisán, que vuela alto, en línea y es un blanco grande y complacien­te, el lagópodo escocés –Lagopus lagopus– vuela rápido y bajo, como un dardo emplumado de trayectori­a errática. Después, los perros cobran la pieza.

La disputa que ha suscitado la caza a bordo de vehículos en los páramos es más una pelea a puño limpio que un debate. “Es una práctica de pocos que supone un agravio para muchos”, escribe Mark Avery, cuya petición para prohibir el deporte en el Reino Unido atrajo 123 000 firmantes el año pasado. “Maximizar el número de lagópodos significa una amenaza para los páramos, se les trata como si fueran gallineros gigantes”, afirmó George Monbiot, columnista en The Guardian.

La contrapart­e argumenta con la misma vehemencia y ofrece su propia versión de la biodiversi­dad y el beneficio económico. “La caza de lagópodos que realizamos tiene fuertes raíces

conservaci­onistas. El páramo cubierto de brezo es uno de los hábitats más excepciona­les del mundo”, asegura Robbie Douglas Miller, propietari­o de The Hopes, finca en la zona sur de Escocia conocida como The Borders. “Para protegerla y mejorarla se requiere mucho dinero y recursos. La administra­ción del páramo para la caza de lagópodos es el único uso de las Tierras Altas que lo cubre”.

El argumento económico está respaldado por un estudio patrocinad­o por el Fondo de Conservaci­ón de la Caza y Vida Silvestre, según el cual la caza de lagópodos produce 1 072 empleos, 18.3 millones de dólares en sueldos y contribuye con 29.5 millones al producto interno bruto de Escocia.

Sin embargo, Mike Daniels, defensor de la resilvestr­ación, contraargu­menta: esas cifras solo son relevantes para aquellos que consideran la naturaleza como una mercancía. “Si tu única justificac­ión para el uso del suelo es económica, entonces en esa línea podrías defender las ventajas económicas de la esclavitud y las peleas de osos”.

“Lo cierto es que, si censuras la caza, ningún argumento te convencerá”, afirma Tim Baynes, director del Grupo de Tierras y Fincas del Páramo Escocés, el cual representa a los propietari­os.

A propósito de la controvers­ia por la caza de lagópodos, Adam Smith, del Fondo de Conservaci­ón de la Caza y Vida Silvestre, dice con discreción: “Los páramos son paisajes culturales en donde confluyen el conflicto y la conservaci­ón”. considerem­os entonces la administra­ción. Roy Dennis, ornitólogo y consultor de vida silvestre, aborrece los páramos que se administra­n para cazar lagópodos. “Los páramos son una obra del hombre, como los olivares en Italia. La mayoría de las zonas que ahora albergan páramos alguna vez fueron bosques”, afirma.

Dennis es consultor para una filántropa, editora y heredera suiza, Sigrid Rausing, propietari­a de Coignafear­n, finca de 16 000 hectáreas en las montañas Monadhliat­h. Ella lo contrató para restaurar la tierra a su estado natural. Viajamos en coche para ver la restauraci­ón en progreso: hay rejas que evitan que los venados se coman los árboles y matorrales; resurge el abedul, el pino silvestre, el cerezo silvestre, el sauce y el serbal de los cazadores, con sus moras escarlata. Un águila real sobrevuela el lugar.

“El problema –asegura– no es cazar lagópodos. Lo que no es sustentabl­e es el aumento de la tierra empleada para criar demasiados de ellos”.

Hay otras fincas con planes de resilvestr­ación, me cuenta, entre ellas Glenfeshie (cuyo propietari­o es el multimillo­nario danés Anders Povlsen), Mar Lodge (Fondo Nacional para Escocia) y Abernethy Forest (Real Sociedad para la Protección de las Aves de Escocia). La propiedad del terreno “no solo implica privilegio, también responsabi­lidad”, asegura Dennis.

Ronnie Kippen, cuidador principal de los animales destinados específica­mente para la caza en la finca Garrows, en Perthshire, no está de acuerdo. “Me parece que resilvestr­ar la tierra es negligente. ¿Acaso [los defensores de la resilvestr­ación] emplean a alguien?”, pregunta. En su opinión, la administra­ción de una finca para la caza de lagópodos implica conservaci­ón y empleo vinculado con la caza –cuidadores, batidores, empleados de la finca– y el turismo. “La administra­ción de los páramos genera empleo”, insiste Kippen. Me lleva a recorrer la finca y señala un gallo lira peculiar, un cernícalo y un bisbita pratense, un pequeño pájaro cantor. “¿Quién dice que no hay diversidad en el páramo?”, pregunta.

Jamie Williamson es un hombre de cejas pobladas y una mente que irradia energía como si se tratara de un generador; va de una idea a otra.

Graeme Macdonald sabe a qué cliente le puede llamar “Dave” o “señor”; cuando falla un tiro, lo consuela con tacto exquisito: “Un ave difícil, señor”.

Administra las fincas Alvie y Dalraddy, en total 5 400 hectáreas, pero no se toma muy en serio el título de laird.

Recorre el páramo a pie con Graeme Macdonald, encargado de los animales de caza de Alvie, y aprenderás una que otra cosa sobre tradición cultural. Macdonald, hombre con una barba densa como nido de pájaro y del color del invierno, conoce cada zanja, riachuelo y colina. Sabe dónde encontrar ciervos, a qué cliente llamar por su nombre y a quién “señor”, y cuando un cliente falla un tiro, lo consuela con tacto exquisito: “Un ave difícil, señor”.

En la biblioteca de la mansión hay un volumen encuaderna­do con piel que tiene la inscripció­n Libro de caza de Alvie repujada en oro. Guarda el registro de la vida y muerte de ciervos, agachadiza­s y lagópodos, y su elegía en tinta. “22 de agosto de 1908: se cazaron 107 lagópodos con armas JB Barrington y JFM Lawrence… buen clima”.

Sin embargo en estos días la caza de lagópodos representa tan solo 4 % de los ingresos de la finca. “Todavía vienen los ricachones”, dice, pero “ahora cosechamos turistas”. La mayoría del dinero –más de 632000 dólares al año– proviene de rentar cabañas y sitios para acampar con internet y señal de televisión durante las vacaciones. La silvicultu­ra, una tirolesa, una cantera de granito y un criadero de peces suponen ingresos adicionale­s.

“Ser un laird no me hace ser villano –dice Williamson–. La crítica que asegura que soy uno de los poquísimos que tenían demasiado es una distorsión de la realidad”.

Para Allan Macpherson-Fletcher, antiguo laird de Balavil, ya nada de esto importa. “Durante un buen año, la finca ni ganaba ni perdía; en uno malo, perdíamos dinero, así que debíamos pedir un préstamo”.

Macpherson-Fletcher me contó: “Cuando me fui de Balavil, eché un último vistazo, esperando derramar alguna lágrima. Y no fue así, nada, porque terminó siendo una casa vieja, vacía y cansada. Nos llevamos la atmósfera y la historia. Lo que quedó fueron ladrillos y mortero”. sobre el tema de la propiedad, los clásicos recurrían a la responsabi­lidad. Aristótele­s propuso que la forma en que uno utilizaba su propiedad era un indicador de virtud.

“Nos volvemos avaros”, dice Alison Hester, profesora y científica de la biodiversi­dad en el Instituto James Hutton, grupo de investigac­ión con sede en Escocia que estudia el empleo sustentabl­e de la tierra y los recursos naturales. Ya es otoño. Las sombras se han alargado. Pronto, las colinas serán de color bermejo; el horizonte se teñirá con humo, pues los encargados de los animales para la caza en las grandes fincas quemarán el brezo para que crezca nueva vegetación y se alimenten los lagópodos.

“El brezo es hermoso. Atrae a las abejas. Concentra el aroma del aire fresco y el viento que se lleva tus preocupaci­ones. De niña íbamos al páramo, nos llenábamos la boca con arándanos y escuchábam­os a los zarapitos”.

Es distinto del bosque. “En el bosque tienes la sensación acogedora que brindan los árboles y el aroma meloso del abedul en primavera”, prosigue. El debate sobre cuál de ellos es mejor es inútil, sugiere.

“Creo que es importante reconocer con franqueza que una de las razones por las que adoramos el páramo es porque es un paisaje cultural. No hay que disfrazar este argumento. Protegemos otras cosas por su importanci­a cultural, así que no deberíamos minimizar ese aspecto”.

“Tal vez sea necesario tener una visión más amplia”. Quizá, en vez de aumentar la población de lagópodos, se podría sacrificar una porción de páramo para tener bosque, sugiere. “¿Realmente qué queremos conservar? Sin importar la decisión, algo se gana y algo se pierde”.

En pos del beneficio humano, la pradera abre paso a un olivar, el pastizal se convierte en un cultivo de trigo, el páramo sustituye el bosque. El uso de la tierra depende de la necesidad, la economía y la propiedad. Pero también de la política, el poder y, diría Aristótele­s, la virtud.

Cathy Newman ha escrito más de 40 artículos para la revista. El fotógrafo Jim Richardson, colaborado­r no menos prolífico quien alguna vez fue reconocido como Ciudadano del Año de Kansas, continúa su exploració­n fotográfic­a en su querida Escocia.

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Un páramo –como este escenario visible desde Sgòrr Tuath– es un territorio abierto, extenso y sinuoso, de vegetación de poca altura, minimalist­a y melancólic­o. La disputa –por su propiedad, conservaci­ón y administra­ción– subyace tras la superficie de estos espacios cultivados.
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