Días de pánico
DESDE TIEMPOS PREHISTÓRICOS, NUESTROS CEREBROS ANSIOSOS PUEDEN HACER CORTOCIRCUITO FRENTE AL MIEDO A LO DESCONOCIDO.
¿Cómo entramos en pánico? Descubre los mecanismos que secuestran nuestro cerebro.
DDESDE QUE LA COVID-19 empezó a dispersarse por el mundo hemos aprendido mucho acerca de hasta dónde está dispuesta a llegar la gente por un rollo de papel de baño, un bote de gel desinfectante o una mascarilla. A medida que se incrementa el número de casos confirmados de COVID-19, mientras Estados y países suspenden reuniones de muchas personas o cierran tiendas para alentar el distanciamiento social, esta incertidumbre nos conduce a las llamadas “compras de pánico”, que vacían los estantes más rápido de lo que se pueden resurtir.
La compra de pánico de suministros es una manera en que los humanos hemos lidiado con la incertidumbre durante las epidemias desde por lo menos 1918, con la epidemia de gripe de 1918–1919, hasta el brote de SARS de 2003.
“Cuando ves respuestas extremas, se debe a que la gente cree que su supervivencia está amenazada y necesita hacer algo para sentir que tiene el control”,
LOS HUMANOS SON MALOS A LA HORA DE EVALUAR RIESGOS FRENTE A LA INCERTIDUMBRE, Y DE MANERAS DIFERENTES, LO QUE HACE QUE SOBREESTIMEMOS O SUBESTIMEMOS NUESTRO RIESGO PERSONAL.
explica Karestan Koenen, profesora de epidemiología psiquiátrica en la Escuela T. H. Chan de Salud Pública de Harvard.
Pero, ¿qué es exactamente lo que nos hace entrar en pánico y cómo podemos mantener la cordura en tiempos de mucho estrés, como en una pandemia? Depende de qué manera las diferentes regiones del cerebro trabajen en conjunto.
La supervivencia humana ha dependido tanto del miedo como de la ansiedad para que reaccionemos de manera inmediata cuando encontramos una amenaza (piensa: el león a la vuelta de la esquina), así como para que podamos reflexionar sobre amenazas percibidas (¿dónde están los leones hoy?).
El pánico empieza cuando una suerte de negociación en el cerebro sale mal. Koenen explica que la amígdala, el centro emocional del cerebro, quiere que nos alejemos del peligro de inmediato, y no le importa cómo evitemos al león.
Pero la corteza prefrontal, que se encarga de tus respuestas conductuales, insiste en que primero analicemos la situación del león. ¿Cuándo nos podríamos encontrar con uno y qué hacer al respecto? A veces la ansiedad se entromete. En vez de hablar directamente con las partes del cerebro que son buenas para planear y tomar decisiones, la corteza prefrontal se aturde por toda la comunicación cruzada entre otras partes del cerebro determinadas en proyectar todos los escenarios posibles en los que nos podríamos volver la cena del león.
El pánico ocurre cuando todo hace cortocircuito. Mientras que nuestra corteza prefrontal quiere pensar dónde estarán mañana los leones, nuestra amígdala está a marchas forzadas.
“El pánico ocurre cuando a la parte más racional de tu cerebro [la corteza prefrontal] la rebasa la emoción”, afirma Koenen. Tu miedo es tan agudo que la amígdala toma el control y la adrenalina hace efecto. En algunos escenarios, el pánico te puede salvar la vida. Cuando estamos en peligro inminente de que nos devore un león o nos atropelle un auto, la respuesta más racional sería huir, pelear o paralizarnos. No queremos que nuestros cerebros desperdicien mucho tiempo en ese debate.
Pero escuchar a la amígdala puede acarrear serios inconvenientes. En su trabajo de 1954 “The Nature and Conditions of Panic”, Enrico Quarantelli, un sociólogo que llevó a cabo investigaciones pioneras sobre cómo los humanos se comportan durante los
desastres, contó la historia de una mujer que oyó una explosión y huyó de casa porque pensó que una bomba la había alcanzado. Fue solo cuando se dio cuenta de que la explosión había ocurrido en la acera de enfrente que recordó que había olvidado a su bebé.
“El pánico, más que antisocial, es un comportamiento no social –escribió Quarantelli–. La desintegración de las normas sociales... a menudo resulta en el quiebre de los lazos grupales primarios más fuertes”. El pánico tampoco ayuda con las amenazas a largo plazo. Es entonces cuando la corteza prefrontal debe permanecer al mando y alertarte de la posibilidad de una amenaza, pero también debe tomarse el tiempo para evaluar el riesgo y hacer un plan para actuar. Pero, si estamos inundados con información y mensajes durante esta pandemia, ¿por qué hay gente que acapara papel de baño y gel desinfectante mientras que otros desestiman el riesgo y abarrotan los bares?
Los humanos son en verdad malos a la hora de evaluar riesgos frente a la incertidumbre, y somos a menudo malos para ello de maneras diferentes, lo que hace que sobreestimemos o subestimemos nuestro riesgo personal. Sonia Bishop, profesora asociada de psicología en la Universidad de California en Berkeley que investiga cómo la ansiedad afecta la toma de decisiones, asevera que esto es particularmente cierto ahora, durante la pandemia de coronavirus. Mensajes inconsistentes de los gobiernos, los medios y las autoridades de salud pública –como toda la variedad de recomendaciones sobre el distanciamiento social– alimentan la ansiedad.
“No estamos acostumbrados a vivir en situaciones en las que hay probabilidades que cambian con rapidez”, afirma Bishop. Idealmente, prosigue, deberíamos emplear un acercamiento llamado aprendizaje libre de modelos para evaluar nuestro riesgo frente a la incertidumbre. Este abordaje implica más que nada prueba y error: dependemos de nuestras experiencias personales y de forma gradual actualizamos nuestros estimados respecto a cuán probable sería que algo sucediera, cuán malo sería si en efecto ocurriera y cuánto esfuerzo tenemos que invertir para evitarlo.
Cuando no tenemos un modelo de cómo abordar una amenaza, dice Bishop, mucha gente recurre al aprendizaje basado en modelos, un marco de referencia en el que tratamos de recordar ejemplos del pasado o simulamos posibilidades futuras. Y es ahí donde se mete a hurtadillas el “sesgo de disponibilidad”. Cuando hemos escuchado o leído mucho acerca de algo –por ejemplo, un accidente aéreo que ha sido cubierto de manera exhaustiva en los medios–, se vuelve tan fácil imaginarse a uno mismo en un avión que sufre un accidente que uno podría sobreestimar el riesgo de volar. “Es esa facilidad para simular ese escenario que entonces abruma nuestra evaluación de la probabilidad”, afirma Bishop.
De manera similar, algunas personas tienen sesgos hacia el optimismo o el pesimismo. Mientras que los pesimistas no pueden dejar de imaginar con ansiedad todos los escenarios apocalípticos posibles, los optimistas tienden a pensar que no va a pasar nada malo, aunque se encuentran en alguno de los grupos vulnerables. “Te devuelve un poco de [sentido de] control”, dice Bishop.
¿HAY ALGÚN BUEN MOMENTO para entrar en pánico? Mientras que, sin duda, hay gente que cae en cualquiera de los dos extremos, la mayoría experimenta algo más: ansiedad aguda. Cierta cantidad de ansiedad sería buena frente al desastre. El miedo puede ser un motivador, ya que incrementa nuestros niveles de energía y el estado de alerta. Nos recuerda que nos lavemos las manos, que pongamos atención a las noticias y, sí, que incluso almacenemos productos básicos.
Por otro lado, es terrible padecer ansiedad a largo plazo. Para empezar, a medida que nos volvemos más ansiosos, a nuestro cerebro se le dificulta más evitar caer en una espiral de pánico. Estudios han indicado que el estrés crónico puede encoger partes de nuestros cerebros que nos ayudan a razonar, lo que puede avivar más el pánico.
Bishop señala que nuestros cuerpos no están hechos para vivir con estrés y ansiedad agudos por semanas y meses. Aunque puedan darnos un aumento de energía a corto plazo, al final nos dejan agotados y deprimidos. A la postre, esto puede tener implicaciones serias en la respuesta de la sociedad si la gente acaba tan desgastada por el distanciamiento social que empieza a salir de nuevo antes de que la pandemia alcance su pico.
Jennifer Horney, directora fundadora de epidemiología en la Universidad de Delaware y experta en prevención de salud pública que entrenó equipos de respuesta rápida durante la pandemia de H1N1 en 2009 (“gripe porcina”), afirma que reducir la incertidumbre es crucial para asegurarse de que funcionen nuestras intervenciones.
El coronavirus no es algo del todo desconocido, añade. Los funcionarios de salud pública saben mucho sobre este tipo de virus gracias a quienes han lidiado con el SARS y el MERS.
“Mucho de lo que está pasando son las típicas medidas de salud pública que tomamos para controlar los brotes, solo que ahora ocurre a una escala mucho mayor”, indica Horney.
EL PÁNICO EMPIEZA CUANDO LA AMÍGDALA, EL CENTRO EMOCIONAL DEL CEREBRO, QUIERE QUE NOS ALEJEMOS DEL PELIGRO DE INMEDIATO, Y NO LE IMPORTA CÓMO EVITEMOS LA AMENAZA.