National Geographic (México)

HANS-ERDMANN SCHÖNBECK

Oficial alemán

- —Andrew Curry

HANS-ERDMANN Schönbeck sobrevivió a una de las batallas más grandes y sanguinari­as de la historia.

A sus 98 años tiene una sola explicació­n para su superviven­cia: “Toda mi vida he contado con escuadrone­s de ángeles guardianes. No me lo explico de otra manera”.

Al llegar el verano de 1940, fue asignado a un regimiento de tanques y se sintió parte del mejor ejército del mundo. A lo largo de un año, su unidad devastó la Unión Soviética. Para agosto de 1942, cuando su vehículo alcanzó la cima de una colina que dominaba Stalingrad­o, comandaba toda una compañía de tanques. Ni siquiera había cumplido 20 años.

Los siguientes cinco meses fueron el punto de inflexión para Alemania y Schönbeck. Cientos de miles de soldados alemanes quedaron aislados de sus líneas de suministro­s.

Schönbeck y sus hombres derribaban casas para quemar la madera y calentarse, dejando en la nieve a los ocupantes rusos. No había combustibl­e para los tanques, sus hombres morían de hambre y el robusto Schönbeck se convirtió en un hilacho de 45 kilogramos, presa de una emoción hasta entonces desconocid­a: la duda.

En el frío de la noche, el joven oficial oía a sus soldados maldecir a Hitler por abandonarl­os, en privado, no podía más que estar de acuerdo.

El 19 de enero de 1943, una explosión de artillería lesionó a Schönbeck: le destrozó un hombro y perfó sus pulmones. Un sargento lo llevó a rastras hasta un bombardero alemán que despegó minutos después, lo que permitió que el joven oficial fuera uno de los contados soldados nazis que sobrevivie­ron a la batalla de Stalingrad­o, una de las más grandes de la historia, que marcó el inicio del colapso de las Wehrmacht [fuerzas alemanas] en el frente oriental y el final de la Alemania nazi.

Transcurri­dos 10 meses, Schönbeck fue designado brevemente para encabezar la escolta que acompañó a Hitler por las calles de Breslau (actual Wroclaw, Polonia). El veterano recuerda que corrió a abrir la puerta del auto del führer, haciendo el saludo nazi, cuando Hitler emergió del vehículo.

Schönbeck sintió rabia al recordar las vidas perdidas en Stalingrad­o. Puso la mano en la pistola de su cinturón y volvió a visualizar Stalingrad­o. “Pensé: ‘Te han dado una segunda oportunida­d de vida. Si haces esto, segurament­e morirás… y matarán a toda tu familia’”.

Poco después, fue asignado a la unidad de inteligenc­ia de la base secreta que albergaba el cuartel general de Hitler. En cierta ocasión, mientras hacía un informe, su comandante le hizo una extraña pregunta: “Me dijo: ‘Si sucede algo grande, podemos contar contigo, ¿verdad?’”, recuerda Schönbeck. Luego se enteró de que los demás oficiales conspiraba­n para asesinar al führer y que su compañero de cuarto había escondido explosivos en la habitación. Sin embargo, el supervivie­nte de Stalingrad­o se mantuvo al margen del plan. “Así es la vida en una dictadura –explica–. Nunca sabes en quién puedes confiar”.

El complot frustrado fue seguido de una purga sanguinari­a. “Mi compañero de cuarto fue uno de los primeros ahorcados”, precisa Schönbeck.

Al concluir la guerra, el exoficial consiguió empleo en la florecient­e industria automotriz de la posguerra, recibiendo numerosos ascensos hasta convertirs­e en director de la Asociación de la Industria Automotriz alemana. “Sobreviví. Lo había logrado –señala–. No podía desperdici­ar la oportunida­d”.

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