HANS-ERDMANN SCHÖNBECK
Oficial alemán
HANS-ERDMANN Schönbeck sobrevivió a una de las batallas más grandes y sanguinarias de la historia.
A sus 98 años tiene una sola explicación para su supervivencia: “Toda mi vida he contado con escuadrones de ángeles guardianes. No me lo explico de otra manera”.
Al llegar el verano de 1940, fue asignado a un regimiento de tanques y se sintió parte del mejor ejército del mundo. A lo largo de un año, su unidad devastó la Unión Soviética. Para agosto de 1942, cuando su vehículo alcanzó la cima de una colina que dominaba Stalingrado, comandaba toda una compañía de tanques. Ni siquiera había cumplido 20 años.
Los siguientes cinco meses fueron el punto de inflexión para Alemania y Schönbeck. Cientos de miles de soldados alemanes quedaron aislados de sus líneas de suministros.
Schönbeck y sus hombres derribaban casas para quemar la madera y calentarse, dejando en la nieve a los ocupantes rusos. No había combustible para los tanques, sus hombres morían de hambre y el robusto Schönbeck se convirtió en un hilacho de 45 kilogramos, presa de una emoción hasta entonces desconocida: la duda.
En el frío de la noche, el joven oficial oía a sus soldados maldecir a Hitler por abandonarlos, en privado, no podía más que estar de acuerdo.
El 19 de enero de 1943, una explosión de artillería lesionó a Schönbeck: le destrozó un hombro y perfó sus pulmones. Un sargento lo llevó a rastras hasta un bombardero alemán que despegó minutos después, lo que permitió que el joven oficial fuera uno de los contados soldados nazis que sobrevivieron a la batalla de Stalingrado, una de las más grandes de la historia, que marcó el inicio del colapso de las Wehrmacht [fuerzas alemanas] en el frente oriental y el final de la Alemania nazi.
Transcurridos 10 meses, Schönbeck fue designado brevemente para encabezar la escolta que acompañó a Hitler por las calles de Breslau (actual Wroclaw, Polonia). El veterano recuerda que corrió a abrir la puerta del auto del führer, haciendo el saludo nazi, cuando Hitler emergió del vehículo.
Schönbeck sintió rabia al recordar las vidas perdidas en Stalingrado. Puso la mano en la pistola de su cinturón y volvió a visualizar Stalingrado. “Pensé: ‘Te han dado una segunda oportunidad de vida. Si haces esto, seguramente morirás… y matarán a toda tu familia’”.
Poco después, fue asignado a la unidad de inteligencia de la base secreta que albergaba el cuartel general de Hitler. En cierta ocasión, mientras hacía un informe, su comandante le hizo una extraña pregunta: “Me dijo: ‘Si sucede algo grande, podemos contar contigo, ¿verdad?’”, recuerda Schönbeck. Luego se enteró de que los demás oficiales conspiraban para asesinar al führer y que su compañero de cuarto había escondido explosivos en la habitación. Sin embargo, el superviviente de Stalingrado se mantuvo al margen del plan. “Así es la vida en una dictadura –explica–. Nunca sabes en quién puedes confiar”.
El complot frustrado fue seguido de una purga sanguinaria. “Mi compañero de cuarto fue uno de los primeros ahorcados”, precisa Schönbeck.
Al concluir la guerra, el exoficial consiguió empleo en la floreciente industria automotriz de la posguerra, recibiendo numerosos ascensos hasta convertirse en director de la Asociación de la Industria Automotriz alemana. “Sobreviví. Lo había logrado –señala–. No podía desperdiciar la oportunidad”.