National Geographic (México)

Hiroshima

- POR TED GUP

Casi 75 años después de la bomba nuclear, la ciudad trata de superar aquello que no puede olvidar.

Más de siete décadas después de haber sido devastada, Hiroshima ha seguido adelante. Pero para los sobrevivie­ntes que quedan, los horrores de un ataque nuclear –y las lecciones de la guerra– siguen vivos.

NUEVE DÍAS DESPUÉS de que lanzaran la bomba sobre Hiroshima, después de que su madre y su hermano de un año de edad murieran y su casa quedara convertida en cenizas, Masaaki Tanabe, de siete años, vio cómo su padre se desvanecía. Sus últimas palabras: “No le veo futuro a un oficial del ejército”. Enemigo implacable de Estados Unidos, el padre de Tanabe murió con su espada al lado. El abuelo de Tanabe quiso conservar la espada de su hijo, pero las fuerzas de ocupación llegaron y se la arrebataro­n. “Bárbaros”, pensó el joven Tanabe. Estaba decidido a vengarse de Estados Unidos, recuerda. ¶ Entendible. No tenía nada ni a casi nadie. Su casa estaba junto a la Exposición Comercial de la Prefectura de Hiroshima, el hoy icónico edificio con la estructura de su domo expuesta, conservado como un llamado a la prohibició­n nuclear.

Hoy, a sus casi 80, Tanabe es un hombre apuesto de mentón cuadrado y cejas canas. Es la tradición en persona, con su jinbei gris de mangas anchas. También es ingenioso y se sabe adaptar. Se volvió cineasta y estudió gráfica por computador­a para poder construir una versión cibernétic­a de la ciudad que la bomba había borrado. El resultado: Message from Hiroshima, una película que incluye entrevista­s con sobrevivie­ntes del 6 de agosto de 1945, bombardeo que –junto con la bomba atómica de Nagasaki tres días después– mataría hasta 200 000 personas y obligaría a Japón a rendirse en la Segunda Guerra Mundial, evitando así una invasión de los aliados que habría matado a millones.

Tanabe no habría podido predecir los cambios desgarrado­res que les esperaban a él y a Japón. Su hija se casó con un estadounid­ense y se estableció en el país de su marido. Tanabe peleó durante mucho tiempo contra la idea de que ella se había unido al enemigo. Dos o tres años después de la boda, descubrió una carta que su hija había dejado en la base de un Buda de piedra en la prefectura de Yamaguchi, donde su abuelo –el padre de Tanabe– había muerto. En la carta le decía a su abuelo que lamentaba si lo había decepciona­do. Con el pasar de los años, Tanabe, como buena parte de su generación, se reconcilió con un mundo que había cambiado.

Setenta y cinco años después del fin de la guerra, la historia de Tanabe es la historia de Hiroshima y del mismo Japón: una mezcla de tradición y modernidad, de una determinac­ión por nunca olvidar, pero también un compromiso por no ser definido únicamente por el pasado. Y, al igual que con Tanabe, los acontecimi­entos personales y públicos han unido a los dos antiguos enemigos, Japón y Estados Unidos, en un futuro compartido.

Cada 6 de agosto la ciudad rinde homenaje a sus más de 135000 víctimas de la bomba atómica mediante la suma de más nombres a un cenotafio. El resto de los días del año, tienen la vista puesta en el futuro. Hoy Hiroshima tiene un ardor casi mesiánico en su papel de promotor de la desnuclear­ización del mundo, pero también es un centro dinámico de recreación, investigac­ión y comercio.

DESPUÉS DE QUE CAYERA la bomba, Hiroshima estaba llena de recuentos milagrosos del restableci­miento de los servicios –agua, electricid­ad, tranvías– y de héroes imprevisto­s llegados de cerca y de lejos que ayudaron a devolver a la vida a la ciudad en los años posteriore­s.

Nano Kamada creció en el campo, a unos 600 kilómetros de Hiroshima. Hasta 1955, cuando aplicaba para la escuela de medicina en la ciudad, no había pensado mucho en la bomba atómica. Pero en Hiroshima vio gente que usaba gorras y manga larga en un calor ardiente para ocultar sus quemaduras. Él se convertirí­a en una autoridad en el tratamient­o de los supervivie­ntes de la bomba atómica y en investigac­ión sobre la radiación.

Hoy los problemas de Hiroshima son los mismos que los de muchas ciudades japonesas: una tasa de natalidad a la baja, una población que envejece, capacidad insuficien­te en habitacion­es de hotel para sus más de dos millones de visitantes al año, y edificios e infraestru­ctura viejos. Pero hay una sensación de urgencia en lo que respecta a la preservaci­ón de los recuerdos de los supervivie­ntes: los hibakusha. Hay cerca de 47 000 de ellos en Hiroshima; su edad promedio es 82 años. La ciudad los ha enviado por todo el mundo, en persona y por internet, para que cuenten sus historias. El Museo Memorial de la Paz de Hiroshima tiene una videoteca de las narracione­s de más de 1 500 sobrevivie­ntes, de las cuales alrededor de 400 se pueden ver en línea. Muchos dicen que compartir sus historias le da más sentido a lo que han padecido.

PARA ALGUNOS DE LOS SOBREVIVIE­NTES, los miedos infundados de otros ciudadanos japoneses se volvieron una carga más que las secuelas de la radiación.

Shoso Kawamoto tenía 11 años cuando cayó la bomba. Perdió a sus padres, dos hermanas y un hermano. Su hermana sobrevivie­nte murió de leucemia a los 17. Aunque huérfano, tuvo suerte: Rikiso Kawanaka, dueño de un negocio de salsa de soya en Tomo, una ciudad a unos 10 kilómetros de Hiroshima, lo acogió.

Kawanaka alimentó y visitó a Kawamoto. También le hizo una oferta inusual: si el niño aceptaba trabajar durante 12 años sin salario, Kawanaka le daría una casa. Los años pasaron. Kawamoto se levantaba a las dos de la mañana y trabajaba hasta las cuatro de la tarde. Todo sin salario.

Cuando Kawamoto cumplió 20, conoció a una mujer llamada Motoko. Era bonita y era fácil hablar con ella. Estaba aprendiend­o a hacer vestidos y kimonos. Se enamoraron.

Cuando Kawamoto cumplió 23, Kawanaka cumplió su promesa: le dio la casa prometida. Con un hogar propio,Kawamoto se sintió listo para pedirle al padre de Motoko permiso para casarse con su hija. Pero el padre sabía que Kawamoto era de Hiroshima. Le dijo que los hijos que tuvieran podrían nacer deformes debido a la radiación (en realidad, no se encontraro­n defectos de salud en los hijos de los supervivie­ntes de Hiroshima). Prohibió la unión.

Kawamoto estaba destrozado. Dos días después, con la prohibició­n del matrimonio –como sucedió con muchos hibakusha– renunció a su trabajo, se alejó de la casa por la que tanto había sacrificad­o, y dejó la ciudad. Nunca volvió a ver a Motoko y nunca se permitió volver a amar por el temor a una nueva decepción. Su vida se fue para abajo. Comenta que se dedicó a apostar y se involucró con mafiosos, con yakuzas. Consideró el suicidio.

Al final encontró trabajo en un negocio de fideos. Sus oportunida­des estaban limitadas debido a que no tenía más de seis años de educación formal y su condición de hibakusha, una lepra moderna para algunos. A los 70 años regresó a Hiroshima y ahí, por fin, encontró algo de paz. Hoy, con 86, es una figura como de abuelo, con su sombrero de paja y chaleco de algodón, que hurga en una bolsa y saca aviones y gruyas de

origami. Se los da a los niños que visitan el Museo Memorial de la Paz en Hiroshima. “Tira de la cola –dice sonriendo– y mira como aletea”. Impresas en las alas de los aviones están las palabras “Esperanza de Paz”.

NO HAY MANERA DE DESHACER la discrimina­ción que Kawamoto y otros padecieron. Pero en el Instituto de Investigac­ión de Radiobiolo­gía y Medicina de la Universida­d de Hiroshima, el director Satoshi Tashiro está empeñado en tratar de evitar una futura discrimina­ción como esa. El instituto busca mejorar la comunicaci­ón entre los medios y los científico­s, de manera que el público no sea influencia­do por miedos injustific­ados. Lo que les sucedió a los hibakusha, afirma, también les pasa a quienes vivían cerca de la planta nuclear de Chernóbil, en Rusia, y el reactor de Fukushima, en Japón.

Incluso hoy, contar la historia de Hiroshima puede ser polémico. Una nueva exposición en el Museo Memorial para la Paz tomó 16 años en realizarse, en parte debido a las disputas en el comité de la exposición, comenta Shuichi Kato, el subdirecto­r del museo. Algunos miembros querían imágenes crudas de los horrores de la guerra nuclear; otros argumentab­an por una mayor contención, temerosos de traumar a los visitantes (durante una visita reciente, presencié cómo se desvanecía­n dos personas).

Un debate giraba en torno a qué foto debía recibir a los visitantes al museo. Se resolvió después de que Tetsunobu Fujii, hijo de un supervivie­nte, viera en un sitio web la foto de una niña con la mano vendada, la cara ensangrent­ada y con moretones. Pensó que era su madre, Yukiko Fujii. El museo confirmó que era ella a los 10 años. El comité, de manera unánime, eligió la imagen para la entrada de la exposición. Su foto a los 20 años está a la salida (moriría a los 42). Hay imágenes icónicas que son imposibles de olvidar.

PARA MUCHOS DE los que sobrevivie­ron el estallido, la culpa del supervivie­nte y las cicatrices psicológic­as perduraron. Emiko Okada, de 82 años, tenía ocho cuando cayó la bomba. Esa

mañana, Mieko Nakasako, su hermana de 12 años, avisó que iba a salir. Su destino estaba a un kilómetro de la zona cero. Le pregunto a Okada si su hermana murió en el estallido. “Mi hermana mayor está desapareci­da”, dice. “Desapareci­da”, repito, preguntánd­ome qué significa eso después de 75 años.

“Todavía no vuelve a casa”. Hay algo macabro en la palabra “todavía”, como si Okada esperara de alguna manera que Nakasako apareciera de pronto a la puerta. Esa falta de resolución atormenta a Okada.

Okada no quedó huérfana, pero podría haber quedado. Sus padres buscaron con desesperac­ión a su hija mayor y abandonaro­n a Okada, quien se encontró viviendo en las calles, durmiendo en un refugio asolado por el viento, comiendo lo que fuera, lo que pudiera encontrar o robar (un tomate desechado, un higo caído). Solo más tarde su abuela la acogió.

“Mis padres perdieron la razón con la pérdida de su hija”, relata Okada. Cuando cremaron a su madre, añade, pedazos de vidrio que habrían volado como proyectile­s ese agosto reaparecie­ron entre sus cenizas y fragmentos óseos.

Para Okada y otros, los horrores se repiten incluso hoy. Ella detesta los resplandor­es de la tarde “porque me recuerdan a los de la noche del 6 de agosto”.

En Hiroshima, los jóvenes se reconcilia­n con el pasado de la ciudad en sus propios términos. Kanade Nakahara, de 18 años, estudió el bombardeo en la escuela y, en marzo de 2019, fue a Pearl Harbor en un viaje de la escuela. Está decidida a trabajar para la paz.

Otros no se pueden relacionar con ese periodo lejano. Cerca del Banco de Japón, que sobrevivió al estallido pero donde murieron 42 personas, me encuentro con Kenta, de 17 años, ávido jugador de videojuego­s. Ve ese día como “historia ancestral” y no está seguro del año en el que cayó la bomba. Adivina: 1964.

Por otro lado, Haruna Kikuno, de 18 años, se estremece con el sonido de los aviones que pasan. Resultado, dice, de leer libros sobre la bomba cuando era niña.

EN EL VUELO de Hiroshima a Tokio, me presento con la familia Hiyama. La de ellos es también el relato de Hiroshima y de su historia implausibl­e. El padre, Akihiro Hiyama –Aki–, de 44 años creció en Hiroshima, en una familia de figuras políticas prominente­s. Su abuelo, Sodeshiru Hiyama, fue honrado con una estatua por sus contribuci­ones al renacimien­to de Hiroshima.

La abuela materna de Hiyama, Keiko Ochia, le dijo que una amiga suya había planeado viajar el día que bombardear­on Hiroshima, pero se enfermó. Para que no se desperdici­ara su boleto, se lo dio a Ochia. Poco después de que partió el tren, Ochia miró por la ventanilla y vio la nube de hongo. Su amiga no sobrevivió.

Hoy, Ochia tiene 91 años. Se casó y tuvo una hija y nietos. Su nieto Hiyama vive en Estados Unidos, en Norfolk, Virginia. Ahí, en 2005, conoció a Leah Shimer. Se casaron y tienen dos hijos: Kai, de siete, y su hija Emi, de cinco, quien abraza su unicornio de peluche.

Durante la guerra, el abuelo de Shimer, Sterling Arthur Shimer, ayudó a diseñar los motores de los bombardero­s B-29 Superfortr­ess. Fueron estos aviones los que tiraron miles de toneladas de explosivos sobre Japón, así como bombas incediaria­s y, al final, la bomba atómica que diezmó Hiroshima.

Entre vuelos, Hiyama, Shimer y yo hablamos de aquellos años de guerra. Kai escucha y trata de encontrarl­e sentido a todo eso. “Mamá –pregunta– ¿qué es una nube de hongo?”. Le toca a Shimer contestar. “Polvo y escombros se elevaron cuando explotó la bomba –le responde–. Fue algo muy triste. Murió mucha gente”.

“Son oídos dulces e inocentes –comenta después– Me da gusto poder ser quien le enseñe algo de esto”. Pero Kai tiene una pregunta más: “¿Estados Unidos y Japón todavía son enemigos?”.

“No –dice su madre–, son amigos”. Y con eso, la familia se encamina a su puerta y a su largo vuelo a casa.

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última página se ve la estructura de la cúpula del Pabellón de Promoción Industrial. Hoy símboliza la devastació­n de la bomba atómica. Esta panorámica de Hiroshima, con las fotos que tomó el ejército de EUA semanas después del bombardeo, muestra el alcance del daño. En la FOTO: CORTESÍA DEL MUSEO MEMORIAL DE LA PAZ DE HIROSHIMA (IMAGEN PANORÁMICA DE 10 CUADROS UNIDOS DIGITALMEN­TE POR ARI BESSER)
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