Nacido para vagar
VIAJAR NO ES RACIONAL, PERO ESTÁ EN NUESTROS GENES. ESTOS SON LOS MOTIVOS POR LOS QUE DEBERÍAS PLANEAR TU PRÓXIMO RECORRIDO.
Tras meses de confinamiento por la pandemia, este autor está aún más seguro: explorar el planeta es una actividad fundamental para los humanos.
LLE HE DADO BUEN USO A MI PASAPORTE últimamente: lo uso como portavasos o para nivelar las patas de la mesa, también es un excelente juguete para mi gato.
Bienvenido a la pandemia de las decepciones. Viajes cancelados o ni siquiera planificados por temor a que se suspendan. Reuniones familiares, intercambios en el extranjero, vacaciones en la playa… ¡puf!, se fueron. Un virus diminuto los aniquiló.
Este sedentarismo no es natural para los humanos. Viajar está en nuestros genes. La mayor parte de nuestra historia como especie “la hemos vivido en gran medida como cazadores-recolectores y nómadas que se desplazaban en grupos pequeños de 150 o menos”, escribe Christopher Ryan en Civilized to Death. Esta vida nómada no fue accidental. Fue práctica. “Mudarnos con un grupo vecino siempre es una opción para evitar posibles conflictos o cambiar de aires sociales”, afirma Ryan. Y Robert Louis Stevenson lo precisó: “El asunto es moverse”.
EN LA PROPIA NATURALEZA DEL VIAJE RADICA LA ESPERANZA. SUPONE ILUSIÓN. EXIGE UN ACTO DE FE E IMAGINACIÓN SUBIR A UN AVIÓN Y DIRIGIRSE A UN DESTINO LEJANO.
¿Pero qué pasa si no podemos movernos? ¿Qué ocurre si no logramos cazar o recolectar? ¿Qué hace un viajero en tal caso? Hay muchas respuestas, y “desesperar” no es una de ellas.
Somos una especie que se adapta. Podemos tolerar periodos breves de sedentarismo obligado. Y una pizca de autoengaño ayuda: nos convencemos de que no estamos castigados, sino descansando entre viajes, como el vendedor que espera su siguiente comisión. Pasamos los días revisando revistas de viajes o feeds de Instagram. Vemos con nostalgia nuestros souvenirs. Todo ayuda. Por un momento. La industria del turismo la pasa mal, igual que los viajeros. “Le di tantas vueltas a mi decepción que casi me dolía de manera física”, me contó la periodista Joelle Diderich desde su hogar en París, tras cancelar cinco viajes apenas la primavera pasada.
Mi amigo James Hopkins es budista y vive en Katmandú, Nepal. Uno creería que goza de la cuarentena en una especie de retiro forzado de meditación. Y así fue por un tiempo.
Pero, en una llamada reciente por Skype, James se veía demacrado y abatido. Me confesó que estaba inquieto, que extrañaba su itinerario de “10 viajes al año”. Nada parecía ayudar. “No importa cuántas velas encienda, cuánto incienso queme, a pesar de vivir en uno de los lugares más sagrados del sur de Asia, no pude cambiar mis hábitos”.
Cuando colgamos sentí un alivio, mi malhumor se había validado. No soy yo, es la pandemia. Pero también me preocupé, pues si un budista en Katmandú está por enloquecer, ¿qué esperanza tenemos el resto de las almas que no acostumbramos esa quietud?
En la propia naturaleza del viaje radica la esperanza. Viajar supone ilusión. Exige un acto de fe e imaginación subir a un avión y dirigirse a un destino lejano, esperando, deseando probar lo inefable. Viajar es una de las pocas actividades que hacemos sin conocer el resultado y nos deleitamos en esa incertidumbre. Nada es más olvidable que un viaje que sale tal como se planeó.
VIAJAR NO ES UNA ACTIVIDAD racional. No tiene sentido apretarse en un supuesto “asiento” para desplazarse a una velocidad aterradora con destino a un sitio distante en el que no hablas el idioma ni conoces las costumbres. Todo a un costo altísimo. Si ejecutáramos un análisis del costo-beneficio, nunca viajaríamos. Sin embargo, lo hacemos.
VIAJAR ES ALIMENTO PARA EL ALMA. EN ESTE MOMENTO ESTAMOS ENTRE UN PLATILLO Y OTRO, SABOREANDO DÓNDE HEMOS ESTADO Y ANTICIPANDO A DÓNDE IREMOS.
Por eso soy optimista sobre el futuro de los viajes. De hecho, argumentaría que es una industria esencial, una actividad básica. No en el mismo sentido que los hospitales o las tiendas de alimentos: viajar es crucial como los libros y los abrazos. Es alimento para el alma. En este momento estamos entre un platillo y otro, saboreando dónde hemos estado y anticipando a dónde iremos. Tal vez sea Zanzíbar o acampar en las cercanías, donde siempre hemos tenido ganas de ir.
James Oglethorpe, un viajero experimentado, está feliz de quedarse quieto por un momento y contemplar “el cambio gradual de luz y las nubes en la cordillera Azul” de Virginia, EUA, su hogar. “Mi mente puede llevarme el resto del camino por el mundo y más allá”.
No es el lugar lo que es especial, sino lo que llevamos a él y, lo más importante, cómo interactuamos con él. Viajar no se trata del destino ni el trayecto sino de descubrir “otra forma de ver las cosas”, como subrayó el escritor Henry Miller. No necesitamos viajar muy lejos para adquirir una nueva perspectiva.
Nadie lo sabía mejor que Henry David Thoreau, quien vivió buena parte de su corta vida en Concord, Massachusetts, donde observó el lago Walden Pond desde todos los ángulos posibles: la cima de una colina, en sus orillas, debajo del agua… A veces se agachaba y se asomaba por entre sus piernas para maravillarse con el mundo invertido: “Desde el punto de vista indicado, toda tormenta y toda gota de agua en ella es un arcoíris”, escribió.
Thoreau nunca se cansó de contemplar su amado lago, como tampoco nosotros lo hemos hecho con la belleza sutil de nuestro mundo análogo e imperfecto. Si acaso, la pandemia revivió nuestro cariño por él. Ya sabemos cómo es una existencia digital, aislada, y (al menos a la mayoría) no nos gustó. Las bancas del estadio Wrigley Field en Chicago, la sección de orquesta del Lincoln Center en Nueva York, los callejones de Tokio… extrañamos esos sitios. Somos criaturas de lugar y siempre lo seremos.
Tras los ataques del 11 de septiembre, muchos predijeron que sería el fin de los vuelos, o al menos que se reducirían de manera considerable. No obstante, las aerolíneas se recuperaron rápido y, para 2017, trasladaron un récord de 4 000 millones de pasajeros. Nos privaron de volar por un tiempo y lo valoramos más, al grado de que hoy toleramos la inconveniencia de los filtros de seguridad (revisiones de cuerpo completo) por el privilegio de transportarnos a sitios lejanos, donde compartimos el pan con otros.
En nuestra prisa por regresar al mundo deberíamos tener en cuenta el efecto que ha ejercido el turismo masivo en el planeta. Ahora es el momento de adoptar los valores fundamentales del turismo sostenible y permitir que guíen nuestros recorridos. Salir de las rutas tradicionales, quedarse más tiempo en los destinos, viajar en temporada baja o conectar con las comunidades y consumir de manera local. Adquirir bonos de carbono y recordar que el chiste de viajar es aceptar las diferencias que hacen de este mundo un lugar tan extravagante. “Uno de los enormes beneficios de viajar es conocer gente y descubrir puntos de vista distintos al propio”, asegura Pauline Frommer, experta en viajes y locutora de radio.
Así que adelante, planea tu siguiente salida. Es bueno para ti según investigadores como Matthew Killingsworth, decano de la Facultad de Wharton en la Universidad de Pensilvania. “Anticipar el futuro puede ser una fuente de alegría si sabemos que nos esperan cosas buenas, y anhelar el viaje es muy positivo en particular”, dijo a National Geographic el año pasado. Planificar un viaje es casi tan placentero como hacerlo. La anticipación es la propia recompensa.
He visto de primera mano la emoción de un viaje esperado. A mi esposa no le entusiasman las fotos de viaje, pero ahora pasa horas en Instagram mirando fotos de cabañas en los Alpes y arrozales en Bali. Un día le pregunté por qué. “Son fascinantes. Me recuerdan que hay un mundo enorme y hermoso allá afuera”, me confesó.
Muchos, yo incluido, hemos dado por sentado viajar. Nos volvimos flojos y privilegiados, y eso nunca es bueno. Tom Swick, cronista de viajes, me comparte que antes, viajar lo daba por hecho. Ahora, asevera, “lo considero un regalo”.