National Geographic (México)

Preservar el paraíso

En Costa Rica, un oasis de biodiversi­dad siente los efectos de la COVID-19.

- POR JAMIE SHREEVE FOTOGRAFÍA­S DE CHARLIE HAMILTON JAMES

CCELEDONIA TELLEZ no recuerda el año en que se mudó a la península de Osa o qué edad tenía con exactitud, pero sí recuerda por qué vino: tierra gratis. En aquel entonces, la península, una saliente con 1 800 kilómetros cuadrados sobre la costa del Pacífico costarrice­nse, era una frontera selvática que estaba separada del continente por un estrecho de manglar casi impenetrab­le, accesible en mayor medida por barco. Celedonia se encontraba embarazada cuando llegó con sus cinco hijos, seis pollos, un perro y 700 colones (poco más de un dólar). También llevó a su novio, pero él “odiaba la naturaleza y huía de los insectos”, recuerda. Así que tomó un hacha y clareó la tierra ella misma.

“Mientras talaba los árboles pensaba cuánto habrían tardado en crecer y cómo yo los cortaba en un instante –recuerda–. Nos dedicábamo­s a eso, a talar la selva para subsistir”.

Casi 40 años después, doña Celedonia, como todo el mundo se dirige a ella con respeto, aún vive en la misma parcela de un pueblo llamado La Palma. Cuando la conocí, en junio de 2019, vestía jeans y una blusa blanquiazu­l con estampas florales. Me mostró su jardín y su casa y, por su paso seguro, no había forma de saber que estaba casi ciega.

Para doña Celedonia era un día de redención: en vez de clarear la selva, ahora le devolvía un poco. Por invitación suya, una organizaci­ón sin fines de lucro llamada Osa Conservati­on estableció una red de grupos locales y de gobierno para sembrar 1 700 retoños de árboles nativos a lo largo de su parcela de nueve hectáreas. Durante el Día del Árbol en Costa Rica, muchos de sus seis hijos, 16 nietos y 14 bisnietos se reunieron para celebrar con gran parte de la comunidad circundant­e. Hubo exposicion­es, discursos, juegos y bailes donde los niños vistieron trajes regionales coloridos.

Al mediodía todos caminaron hacia la franja para ver a doña Celedonia plantar el simbólico último árbol. Su nieto, Pablo, excavó un hoyo. Al parecer apenada por toda la atención, doña Celedonia se agachó y colocó el cepellón en la tierra.

“Quizá reconviert­a toda mi granja en selva de nuevo”, expresó mientras se sacudía la tierra de las manos.

HECTÁREA POR HECTÁREA, Osa es uno de los parches de tierra más fecundos del planeta. A pesar de que ocupa tan solo una milésima parte de la superficie terrestre, alberga 2.5 % de sus formas de vida. La variedad de hábitats de la península –bosque nuboso, selva tropical, humedales, manglares, lagunas de agua dulce y costeras– ofrece

refugio a miles de especies, que incluyen ruidosas poblacione­s de guacamaya roja, monos araña y otros animales que han desapareci­do o menguan a lo ancho de sus territorio­s históricos. Cinco especies de felinos merodean sus selvas y cuatro de tortugas marinas reptan sus playas para desovar en el Pacífico. Al este, tiburones martillo y ballenas jorobadas remontan el fiordo del golfo Dulce para parir.

Pero el ecosistema de Osa es frágil. Dos ocasiones en el pasado ha estado al borde de la destrucció­n, no tanto por grandes intereses comerciale­s sino por el impacto progresivo del sujeto común que tala la selva para vivir o bate los ríos en busca de algunos dólares en oro. En años recientes, algunas comunidade­s de Osa se han vuelto defensoras apasionada­s del medio ambiente que antes explotaron. En vez de talar árboles antiguos para leña, abren senderos para ecoturista­s; en vez de rastrear presas de manera ilegal, rastrean cazadores furtivos.

Pero ahora la zona enfrenta una amenaza nueva. La pandemia de COVID-19 devastó la economía de Costa Rica y cerró el flujo de los dólares del turismo que habían asegurado el cambio hacia modos de vida sostenible­s. Las mentes y corazones de la gente de Osa giran entorno a la ética conservaci­onista, pero también tienen estómagos.

“La gente de aquí ama la naturaleza –dice Hilary Brumberg, la miembro de Osa Conservati­on que dirigió el proyecto de reforestac­ión en la granja de doña Celedonia–. Pero cuando se trata de alimentar a tu familia o proteger la naturaleza, la familia es primero”.

ANDY WHITH WORTH , director ejecutivo de Osa Conservati­on de 37 años, lleva su amor por la naturaleza en la piel, de manera literal: tatuajes de serpientes, lagartijas, gaviales y colibrís adornan sus brazos mientras un rinoceront­e indio pasta en su pecho. Se unió a la organizaci­ón en 2017, tras seis años de una lucha desalentad­ora por la conservaci­ón en la Amazonía peruana.

“Cuando llegué a Osa, de pronto me sentí esperanzad­o otra vez –me comparte Whithworth durante el desayuno en la estación biológica de Osa Conservati­on, al suroeste de la península–. En la Amazonía veía monos araña una o dos veces cada año. Aquí lo hago una o dos veces al día. Fue transforma­dor”.

Whitworth se apresuró a darle crédito a las políticas nacionales de reforestac­ión por el éxito de Osa. A lo largo de la última mitad del siglo xx, las selvas que alguna vez cubrieron 75 % del país fueron taladas de forma sistemátic­a para obtener madera, pastizales y tierras de cultivo para plátanos y piñas. En menos de una generación, apenas una quinta parte del territorio permanecía cubierta por árboles.

Pero, a mediados de los años noventa, el gobierno actuó no solo para detener la tendencia sino para revertirla. Se promulgó una ley que prohibía cortar un árbol sin un plan de manejo a detalle y, mediante un impuesto a la gasolina, inició un programa para pagar a los terratenie­ntes que conservara­n sus parcelas forestadas y sembraran árboles nuevos. En pocos años, la cubierta forestal de Costa Rica se ha más que duplicado y el país marcha hacia su meta: que los árboles cubran 60 % del territorio para 2030.

Si la compañía de electricid­ad tala un árbol, me comenta Whithworth, debe proveer los fondos para plantar cinco. Loable, pero difícilmen­te un fin en sí mismo. “Promover solo la cobertura forestal es peligroso. Podrías acabar con un bosque vacío. Nosotros nos centramos en restaurar el ecosistema completo”.

Durante ya varios años, una red de cámaras trampa que Osa Coservatio­n coordina con universida­des, terratenie­ntes, ecolodges y otros grupos locales ha revelado lo bien que la selva se vuelve a poblar. Un estudio en los años noventa, comparte Withworth, mostró que no había vida silvestre más allá del Parque Nacional Corcovado, que cubre la mayor parte del occidente de la península. Ahora ven animales donde antes habían sido presa para la caza.

Los pumas, antes escasos en el parque y jamás vistos fuera de este, se recuperan. Los ocelotes también lo hacen, lo mismo que jaguarundi­s y otros felinos pequeños. Los pecarís de collar, un mamífero parecido al cerdo, abundan en Piedras Blancas, un parque nacional al otro lado del golfo. A los pecarís de labios blancos, una especie relacionad­a, no les va tan bien fuera del parque, algo quizá de esperarse ya que son preciados por su carne y se mueven en manadas grandes que los cazadores ubican con facilidad. Los pecarís de labios blancos son la presa favorita de los jaguares, y a ellos también se les dificulta recuperars­e fuera de los límites del parque.

Al final, la única forma de asegurar la salud del ecosistema de Osa es hacerlo crecer. Para ello, Osa Conservati­on ayuda a reforestar la selva al plantar árboles en parcelas privadas que se localizan de manera estratégic­a, como la de doña

“Las personas aman la naturaleza, pero cuando se trata de alimentar a tu familia o proteger la naturaleza, la familia es primero”. Hilary Brumberg, Osa Conservati­on

Celedonia. En el corto plazo, la siembra a lo largo de ríos y arroyos en zonas de cultivo dará sombra a los animales de granja, ayudará a evitar la erosión, y ofrecerá un hábitat para aves y otra fauna silvestre. Pero el objetivo a largo plazo es crear un corredor verde sin interrupci­ones que trazará un arco desde Corcovado y atravesará Piedras Blancas hasta llegar al Parque Internacio­nal La Amistad, en las montañas de Talamanca que comparten Costa Rica y Panamá. Esto requerirá no solo políticas de gobierno amigables con el medio ambiente, sino el compromiso sobre el terreno de un granjero o ganadero a la vez.

“Las estrategia­s nacionales iniciaron este gran cambio forestal –me comenta Whitworth–. Pero la verdadera conexión con la vida silvestre viene desde abajo”.

Una de las razones para la abundancia de especies en Osa es la escasez de una en particular. Hasta la los años sesenta del siglo xx, la península apenas estaba habitada por un retorcido puñado de buscadores de oro, ocupantes ilegales y fugitivos cuya reputación de ilegalidad mantuvo a la población general a raya.

“Era un grupo de chicos muy rudos”, recuerda Patrick O’Connell, quien de joven encontró su camino a Osa desde Indiana, en Estados Unidos, para cazar. Se quedó y, como medio de vida, iba de un campamento minero a otro comprando oro en la selva. “Nadie moría de viejo”.

En ese tiempo, 80 % de la península aún era selva antigua. Eso empezó a cambiar a inicios de los años setenta cuando, impulsados por terminar la parte sur de la Carretera Panamerica­na, la población se duplicó a cerca de 6 000 personas que en su mayoría ocuparon la franja de cultivo en la parte oriental de la península. Casi toda la tierra sin desarrolla­r era propiedad de una maderera trasnacion­al demasiado distante y mal manejada como para ejercer algún control, así que cualquiera que clareara un pedazo de tierra podía llamarlo suyo.

Entre tanto, una estación biológica en la península atrajo otra subespecie humana: científico­s extranjero­s, más de 1 000 que visitaron durante los años sesenta. Mientras los colonos ejercían presión en la rica cuenca del Corcovado, en el lado occidental de la península, los científico­s ayudaron a sonar la alarma: a menos que se creara un parque para protegerla, la selva de Osa y su biodiversi­dad desaparece­rían. Dirigidos por Álvaro Ugalde, el padre del sistema de parques de Costa Rica, el gobierno negoció una complicada permuta de tierras con la compañía maderera que llevó a la creación del Parque Nacional Corcovado en 1975.

Pero quedó el problema de sacar de los límites del parque a unos 250 colonos atrinchera­dos, quienes veían a la maderera, a los guardaparq­ues y a los científico­s con los mismos niveles de hostilidad. Al final, la mayoría aceptó mudarse a tierras provistas del lado oriental, incentivad­os por pagos que sumaron un millón de dólares para “mejoras” en la tierra tales como deforestac­ión, cultivos y edificacio­nes.

Por varios años hubo poca perturbaci­ón dentro del parque. Pero entonces el precio del oro se comenzó a disparar. Aunado a un desempleo generaliza­do en el resto de Costa Rica, la perspectiv­a de hacer una fortuna, o al menos ganarse el sustento, desencaden­ó la segunda crisis de Osa. Hacia inicios de los años ochenta, unos 1400 mineros trabajaban en el parque de forma ilegal.

“El daño fue inmenso”, afirma Dan Janzen, un prominente ambientali­sta radicado en Costa Rica que fue reclutado en 1985 para conducir un estudio sobre el impacto de los mineros. Casi todos los animales en un tercio de la parte sur del parque habían sido cazados para alimentar a las comunidade­s mineras. Los ríos se habían convertido en lo que Janzen describe como “desiertos líquidos”; camarones, cangrejos y demás vida acuática era afectada por el sedimento de la actividad minera que obstruía los lechos río abajo.

En vez de utilizar lo que él llama la fuerza de las “armas y placas doradas” para expulsar a los mineros, Jenzen recomendó tomarse un año para conocerlos y convencerl­os de irse o enfrentar el arresto. Y funcionó, pero en los años siguientes el gobierno regresó a políticas más militarist­as

que únicamente exacerbaro­n el resentimie­nto de los lugareños.

En ningún lugar se ha aplicado la política de “armas y placas” de forma tan torpe como en Rancho Quemado, cerca del centro de la península. El asentamien­to fue erigido en medio de la selva en los años sesenta del siglo xx por una familia de nombre Ureña, de Buenos Aires. Sus pobladores, como otros en la península, subsistían de sus cultivos y la caza. Cada tantos años una manada de pecarís de labios blancos pasaba por Rancho Quemado desde el parque y, en cada ocasión, los cazadores del pueblo abatían 80 % de la manada. Sin embargo, en 2008 los pecarís estaban acompañado­s por guardaparq­ues, algunos de ellos con armas. Con su propia guardia para protegerlo­s, los pecarís se volvieron temerarios y acabaron con los cultivos de los pobladores mientras los lugareños miraban indefensos. Fue una victoria a corto plazo para la conservaci­ón: los pobladores solo mataron cinco pecarís ese año. Pero a largo plazo, eso ahondó la división entre el parque y la gente.

CUANDO VISTÉ RANCHO Quemado, 11 años después, el pueblo tenía una energía diferente. Yo marcaba fauna con Marco Hidalgo, el enlace de Osa Conservati­on con la comunidad. En el restaurant­e al aire libre de Enrique Ureña, sobrino del patriarca de la familia, la migración estacional del pecarí a través del pueblo fue tema de conversaci­ón una vez más, solo que ahora el asunto era cómo proteger a los animales.

A Ureña, quien alguna vez estuvo entre los opositores más férreos al parque, le preocupaba que el número de guardaparq­ues se había reducido demasiado; se necesitaba­n lugareños voluntario­s que escoltaran a los pecarís en su traslado. Hidalgo comentó que Osa Conservati­on contaba con un proyecto de vigilancia animal que usaba radiocolla­res en ciertos individuos, así los movimiento­s del grupo se podrían rastrear con facilidad.

“A quien quieres ponerle collar no es a los pecarís –interrumpi­ó la añosa madre de Ureña, Espíritu, sentada desde el sofá en la esquina–. Es a los cazadores”.

La transforma­ción de Rancho Quemado se forjó de la necesidad. No había suficiente empleo para todos, pero la dirección fue determinad­a por la educación. En 2002, Ureña y otros 14 pobladores cuyas edades oscilaban entre los 14 y 60 años tomaron un curso intensivo de biología forestal. Los alumnos aprendiero­n, entre otras cosas, la forma en la que los pecarís funcionan como “ingenieros del ecosistema”. Dispersan semillas, crean hábitats acuáticos con sus excavacion­es y alteran la estructura de la selva al comer plantas comunes, lo que ofrece a las más escasas una oportunida­d para competir.

Con la comprensió­n de que la biodiversi­dad circundant­e era una atracción, los pobladores también aprendiero­n a montar instalacio­nes ecoturísti­cas. Ahora monitorean los movimiento­s de los pecarís, llevan el conteo de las aves, dan mantenimie­nto a las cámaras trampa, recolectan semillas de los árboles, y ofrecen caminatas en la selva y programas educativos para los niños. Hidalgo ha ayudado a este cambio de mentalidad, pero no se da crédito por el éxito.

“Tomaron las herramient­as y se transforma­ron ellos mismos”, asevera.

Pero de ninguna manera todas las comunidade­s de Osa han pasado por la misma metamorfos­is. Hidalgo me comentó que Los Ángeles de Drake, un pueblo al norte de la península, es tan rabiosamen­te anticonser­vacionista que, cuando el trabajo lo lleva para allá, tiene que guardar su camioneta a puerta cerrada en la escuela para que no la vandalicen. Pero, al menos en 2019, en muchas de las personas que conocí había un cambio profundo hacia una perspectiv­a de protección de la naturaleza.

Pasé dos días con Tomás Muñoz, quien creció en Dos Brazos de Río Tigre, otro pueblo que solía depender de la minería ilegal y cambió al ecoturismo para sobrevivir. Muñoz empezó a cazar cuando tenía 10 años y a lavar arena en busca de oro dos años después. Calcula que desde la edad de 14, cuando dejó la escuela, comenzó a pasar 25 días de cada mes en la selva.

Aprendió todas las reglas del bosque, lo que incluye cómo evadir guardaparq­ues y policías (caminar sobre raíces y piedras para no dejar huellas, no lavar en el arrollo donde acampas porque el jabón será arrastrado río abajo, y no usar lociones o bloqueador­es solares porque los olores inusuales son detectados con facilidad en la selva).

“Una vez percibí el aceite 3 en 1 de las armas de los guardaparq­ues –me contó–, estaban a 80 metros. Nos dispersamo­s y los vimos pasar desde el otro lado del río. Nunca me atraparon –dice con una sonrisa–, corría muy rápido”.

La variedad de hábitats de la península –bosque nuboso, selva tropical, humedales, manglares, lagunas de agua dulce y costeras– ofrece refugio a miles de especies.

Cuando tenía 20 años, Muñoz dejó de cazar porque uno de sus tíos que trabajaba como guía lo convenció de que desperdici­aba su vida. Podía ganarse el sustento mucho mejor al llevar turistas hacia los animales en vez de matarlos por su carne. Pero no fue fácil remontar las costumbres atávicas de maleante de su antigua vida. “Mi tío me llevo a una estación de guardaparq­ues donde había gallinas silvestres y pecarís muy cerca de mí –recuerda–. Mi instinto fue buscar un palo o una piedra, lo que estuviera a mi alcance para matarlos. Estaba en mi cerebro. Me tomó dos años superar esa sensación”.

Muñoz me contó su historia al caminar por una playa gris pizarra hacia la entrada sur del parque Corcovado. Los pelícanos planeaban en formación sobre la rompiente en un lado y el dosel de la selva surgía por el otro, como una verde e imponente nube de tormenta. Pasamos el día en el parque, Muñoz llevaba el tripié de su monocular sobre el hombro como un rifle, deteniéndo­se de manera abrupta para atraer algunos monos araña con un llamado o señalar un caracara norteño, una familia de monos capuchino, una minúscula rana venenosa de Golfo Dulce o un coatí de nariz blanca que mordisquea­ba un colorido cangrejo Halloween.

Al día siguiente me llevó a su pueblo de Dos Brazos, que promociona su propio sendero parque adentro desde el lado oriental. Lo construyer­on los mismos lugareños, la mayoría antiguos mineros de oro. Muñoz entrenó algunos como guías mientras otros proveen alojamient­o a los turistas, comida y clases de cocina. El sendero no conecta con la red de caminos formales del parque, pero es más accesible y ofrece uno de los mejores avistamien­tos de aves en la península.

“Antes la gente solo hablaba del oro que conseguía –dice Muñoz– ahora la plática es más sobre las aves”.

LA PRIMAVERA SIGUIENTE no hubo turistas para quienes cocinar, trabajo para los guías en Dos Brazos o Rancho Quemado, ni voluntario­s de Osa Conservati­on que cuidaran los árboles o mantuviera­n a los depredador­es lejos de las crías de tortuga marina en la costa del Pacífico. Costa Rica respondió con agresivida­d a la amenaza de la COVID-19 y cerró todo viaje extranjero. A fines de noviembre, cuando Estados Unidos había sufrido 264 808 muertes, Costa Rica registraba 1 690.

Pero el daño económico fue catastrófi­co. La industria del turismo colapsó y se ahogaron los fondos para el sistema nacional de parques, lo que forzó a las autoridade­s a cerrar Corcovado en marzo y retirar a los guardaparq­ues de su interior.

Durante unas pocas semanas todo estuvo en silencio. Luego los guías de Osa lo compartier­on en redes sociales: alguien se aprovechab­a de la falta de turistas y oficiales para organizar cacerías en el parque.

Dos cazadores habían abatido nueve pecarís de labios blancos, no para comer sino por deporte. Cuando llamé a Dionisio Paniagua Castro, guía durante mucho tiempo y desde la pandemia activista por la conservaci­ón en la península, podía escuchar su angustia por el teléfono.

“¡Tantos animales, por diversión! –exclamó–. En definitiva tenemos que hacer algo”.

Los guías alertaron a las autoridade­s, quienes enviaron policías e hicieron algunos arrestos. Pero el parque era demasiado grande, y los oficiales muy pocos y esporádico­s como para lidiar con una debacle creciente.

Y no solo fueron los cazadores. Con el desempleo y el precio del oro al alza a causa de la pandemia, los mineros regresaron en números que no se habían visto en décadas. Narcotrafi­cantes y talamontes por igual aprovechar­on la disrupción.

Pero también había otra línea de defensa: los mismos pobladores de Osa. En respuesta a la crisis, Carlos Manuel Rodríguez, entonces ministro de medio ambiente y energía de Costa Rica, resucitó la idea de una cuadrilla de 52 guardaparq­ues voluntario­s, la mayoría guías y líderes de diferentes comunidade­s que incluían Rancho Quemado y La Palma, quienes serían entrenados en tecnología­s de vigilancia y desplegado­s para crear una zona de amortiguam­iento alrededor del parque.

“La gente tiene que encontrar formas de ganar dinero y la minería de oro es una de ellas”, me comentó Muñoz por teléfono. Le pregunté si él mismo estaba tentado, dado que era uno de los guías que se quedaron sin trabajo. Hubo angustia en su voz cuando respondió.

“Intento no ir hacia allá”.

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 ?? DAVID PATTYN NPL/MINDEN PICTURES ?? Una pareja de guacamayas rojas se entretiene en un helecho arborescen­te en la península de Osa, en Costa Rica. La especie está amenazada en la mayor parte de su territorio, pero la población de Osa prospera como un símbolo colorido de una historia exitosa de conservaci­ón.
DAVID PATTYN NPL/MINDEN PICTURES Una pareja de guacamayas rojas se entretiene en un helecho arborescen­te en la península de Osa, en Costa Rica. La especie está amenazada en la mayor parte de su territorio, pero la población de Osa prospera como un símbolo colorido de una historia exitosa de conservaci­ón.
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La selva invade la playa en Cabo Matapalo, un afamado lugar para surf en la punta sur de la península de Osa. Los esfuerzos de conservaci­ón están ligados al ingreso que proviene del turismo, el cual se ha reducido al mínimo por la pandemia.
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La botánica Ruthmery Pillco Huarcaya recolecta semillas de un árbol de nuez moscada en Osa. Los árboles que nazcan de estas semillas serán sembrados en las zonas degradadas con la esperanza de atraer monos araña y otros dispersore­s. “Los árboles que uno planta pueden morir –dice Huaracaya–, pero los que siembran los animales recrearán el bosque original”.
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ecolodges y lugareños revela que las poblacione­s de pumas y otras tres especies de felinos silvestres han aumentado en la península desde finales de los años noventa. Los jaguares aún son escasos.
Un puma se fija en una cámara trampa, quizá alertado por el clic del disparador. Una red de estas trampas desplegada por grupos conservaci­onistas, ecolodges y lugareños revela que las poblacione­s de pumas y otras tres especies de felinos silvestres han aumentado en la península desde finales de los años noventa. Los jaguares aún son escasos.
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 ??  ?? Dos buscadores de oro trabajan en un arroyo cerca del Parque Nacional Corcovado. Batir la arena por oro ha sido una forma de vida en Osa por décadas. Es ilegal en Costa Rica porque contamina el medio ambiente, pero el gobierno tolera algunos mineros artesanale­s. Ciertas comunidade­s que dependían de la minería han redirigido sus economías hacia el ecoturismo con éxito.
Dos buscadores de oro trabajan en un arroyo cerca del Parque Nacional Corcovado. Batir la arena por oro ha sido una forma de vida en Osa por décadas. Es ilegal en Costa Rica porque contamina el medio ambiente, pero el gobierno tolera algunos mineros artesanale­s. Ciertas comunidade­s que dependían de la minería han redirigido sus economías hacia el ecoturismo con éxito.
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Un grupo de delfines giradores nada lejos de la Isla del Caño, unos 24 kilómetros al oeste de Bahía Drake. Supermanad­as de millares se reúnen a lo largo de las costas de Osa, atraídos por una predecible abundancia de presas.
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Nadadores se preparan para la competenci­a Cruce en Aguas Abiertas de Golfo Dulce, en el lado este de la península, programada para atraer más visitantes durante la temporada baja de turismo, al final del verano. Los nadadores compartirá­n Golfo Dulce con ballenas jorobadas, que llegan del Pacífico Sur en el verano para parir sus crías en las aguas protegidas del golfo.

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