Un mundo de virus
Sí, el coronavirus es un asesino. Pero los virus también pueden ser benéficos.
IMAGINEMOS EL PLANETA TIERRA SIN VIRUS.
Agitamos una varita y todos desaparecen. El virus de la rabia se fue de repente. El de la polio también. El horrible y letal virus del Ébola se esfumó. El del sarampión, el de las paperas y las diversas influenzas se acabaron; grandes causantes de miseria y muerte en la humanidad. No hay más VIH, por lo que la catástrofe del SIDA nunca sucedió. Ya nadie sufre de varicela, hepatitis, herpes zóster o incluso resfriado común. El SARS de 2003, la alarma que (hoy sabemos) marcó la era moderna de las pandemias, no está más. Y por supuesto, el nefasto SARS-CoV-2, causante de la COVID-19 y asombroso en lo variable de sus efectos, tan complicado, peligroso y transmisible, desapareció. ¿Te sientes mejor?
No lo hagas.
Este escenario es más equívoco de lo que crees. El hecho es que vivimos en un mundo de virus. Virus de diversidad insondable y abundancia inconmensurable. Los océanos solos pueden contener más partículas virales que estrellas en el universo observable. Los mamíferos son capaces de portar al menos 320 000 especies diferentes de virus. Y cuando agregas aquellos que infectan animales, plantas, bacterias terrestres y cualquier otro huésped posible, el total llega a… montones. Pero más allá de los grandes números, hay grandes consecuencias: muchos de esos virus aportan beneficios adaptativos, y no daños, a la vida en la Tierra, incluida la humana.
No podríamos continuar sin ellos. No hubiéramos surgido del fango primigenio sin ellos. Hay dos longitudes de ADN que se originaron a partir de virus y ahora residen en los genomas de seres humanos y otros primates, por ejemplo, sin los cuales (un hecho asombroso) el embarazo sería imposible. Existe ADN viral entre los genes de animales terrestres que ayuda a agrupar y almacenar recuerdos (aún más asombroso) en pequeñas burbujas de proteínas. Otros genes extraídos de los virus contribuyen al crecimiento de los embriones, regulan el sistema inmunológico y resisten el cáncer, efectos importantes que recién ahora empiezan a entenderse. Resulta que los virus han jugado un papel
crucial para desencadenar importantes transiciones evolutivas. Eliminamos todos los virus, como en nuestro experimento mental, y la inmensa diversidad biológica que adorna nuestro planeta colapsaría como una hermosa casa de madera cuyos clavos se retiran al mismo tiempo.
Un virus es un parásito, sí, pero a veces ese parasitismo luce más como una simbiosis, una dependencia mutua que beneficia tanto al visitante como al anfitrión. Como el fuego, los virus son un fenómeno que, en todos los casos, no es bueno ni malo; pueden traer ventajas o destrucción. Todo depende del virus, de la situación, de tu punto de referencia… Son los ángeles oscuros de la evolución, terroríficos y terribles. Eso es lo que les hace tan interesantes.
PARA APRECIAR la multiplicidad de los virus hay que comenzar con lo básico: qué son y qué no son. Es más fácil decir lo que no son. No son células vivas. Una célula, como las que se ensamblan en grandes números para formar tu cuerpo, el mío, el de un pulpo o una onagra, contiene maquinaria elaborada para construir proteínas, empaquetar energía y realizar otras funciones especializadas, según sea el caso de una célula muscular, del xilema o una neurona. Una bacteria también es una célula, con atributos similares aunque mucho más simplificados. Un virus no es nada de esto.
Tan solo decir lo que es un virus ha sido tan complicado que las definiciones han cambiado durante los últimos 120 años. Martinus Beijerinck, un botánico holandés que estudió el virus del mosaico del tabaco, especuló en 1898 que se trataba de un líquido infeccioso. Durante algún tiempo, un virus se definía en principio por su tamaño: algo mucho más pequeño que una bacteria pero que, como ellas, podía causar enfermedades. Más tarde se pensó que era un agente submicroscópico que contenía un solo genoma, muy pequeño y el cual se replicaba dentro de las células vivas, pero eso era solo un primer paso hacia una mejor comprensión.
“Defenderé un punto de vista paradójico –escribió el microbiólogo francés André Lwoff en The Concept of Virus, un influyente ensayo publicado en 1957–, a saber que los virus son virus”. No es una definición muy útil, pero sí una advertencia justa, otra forma de decir “únicos en sí mismos”. Solo se aclaraba la garganta antes de comenzar un razonamiento complejo.
Lwoff sabía que los virus son más fáciles de describir que de definir. Cada partícula vírica consta de un tramo de instrucciones genéticas (ya sea escritas en el ADN o en esa otra molécula portadora de información, el ARN) empaquetadas en una cápsula de proteína conocida como cápside. En algunos casos, la cápside está rodeada por una envoltura membranosa (como el caramelo que se pone sobre una manzana) que la protege y ayuda a capturar una célula. Un virus puede copiarse a sí mismo solo al ingresar a una célula y controlar la maquinaria de impresión 3D que convierte la información genética en proteínas.
Si la célula huésped no tiene suerte, se fabricarán muchas partículas virales nuevas que, a su salida, provocarán que la célula explote dejándola destrozada. Ese tipo de daño, como el que ocasiona el SARS-CoV-2 en las células epiteliales de las vías respiratorias humanas, es en parte la forma en que un virus se convierte en patógeno.
Aunque si la célula huésped tiene suerte, tal vez el virus solo se asiente en este acogedor puesto de avanzada, ya sea inactivo o para modificar su pequeño genoma en el genoma del huésped, y esperar su momento. Esta segunda posibilidad tiene muchas implicaciones para la mezcla de genomas y la evolución, incluso para nuestro sentido de identidad como humanos, un tema al que regresaré. Una pista por ahora: en un popular libro de 1983, el biólogo británico Peter Medawar y su esposa Jean, una editora, afirmaron: “No se sabe que ningún virus haga el bien: se ha dicho de manera acertada que un virus es ‘un paquete de malas noticias envuelto en proteínas’”. Se equivocaron. Sin embargo, hoy se sabe que algunos virus hacen bien. Lo que está envuelto en la proteína es un envío genético, y eso podría resultar una buena o mala noticia, según sea el caso.
¿ DE DÓNDE VIENEN los primeros virus? Esto requiere que echemos un vistazo a casi 4 000 millones de años atrás, cuando la vida emergía de una cocción incipiente de moléculas largas, compuestos orgánicos simples y energía.
Digamos que algunas de las moléculas largas (tal vez ARN) se comenzaron a replicar. La selección natural darwiniana habría comenzado ahí, ya que esas moléculas (los primeros genomas) se reprodujeron, mutaron y evolucionaron. Al buscar a tientas una ventaja competitiva, algunas pudieron haber encontrado o creado membranas y paredes para su protección, lo que ayudó a crear
las primeras células, mismas que dieron lugar a la descendencia por fisión, dividiéndose en dos. Pero también se dividieron en un sentido más amplio, al divergir para convertirse en Bacteria y Archaea, dos de los tres dominios de la vida celular. El tercero, Eukarya, surgió tiempo después; nos incluye a nosotros y a todas las demás criaturas (animales, plantas, hongos o ciertos microbios) compuestas por células con una anatomía interna compleja. Esas son las tres grandes ramas del árbol de la vida, tal como están dibujadas en la actualidad.
Entonces, ¿dónde encajan los virus? ¿Son una cuarta rama? ¿O una especie de muérdago, un parásito que llega de otro lugar? La mayoría de las versiones del árbol omiten a los virus por completo.
Una escuela de pensamiento afirma que los virus no deben incluirse en el árbol de la vida porque no están vivos. Es un argumento que persiste y depende de cómo se defina “vivo”. Aun más intrigante es otorgar la inclusión de los virus dentro del gran término llamado Vida y luego preguntarse cómo entraron.
Existen tres hipótesis principales para explicar los orígenes evolutivos de los virus, conocidas por los científicos como coevolución, escape y reducción. La coevolución es la noción de que los virus llegaron a existir antes que las células, de alguna manera ensamblándose a sí mismos en el fango primitivo. La hipótesis del escape postula que los genes o tramos de genomas se filtraron fuera de las células, quedaron encerrados dentro de las cápsides de proteínas y se hicieron erráticos hasta encontrar un nuevo nicho como parásitos. La hipótesis de la reducción sugiere que los virus se originaron cuando algunas células redujeron su tamaño bajo presión competitiva (es más fácil replicarse si eres pequeño y simple), perdiendo genes hasta aminorarse a un minimalismo tal que solo al parasitar las células podrían sobrevivir.
Existe una cuarta variante conocida como hipótesis quimérica, la cual se inspira en otra categoría de elementos genéticos: los transposones (a veces llamados genes saltarines). La genetista Barbara McClintock dedujo su existencia en 1948, un descubrimiento que le valió el premio Nobel. Estos elementos oportunistas logran su éxito darwiniano tan solo al rebotar de una parte de un genoma a otra, en casos raros de una célula a otra, e incluso de una especie a otra, utilizando recursos celulares para copiarse una y otra vez. La autocopia los protege de la extinción accidental. Se acumulan de manera extravagante. Constituyen, por ejemplo, casi la mitad del genoma humano. Los primeros virus, según esta idea, pueden haber surgido de tales elementos al tomar prestadas proteínas de las células para envolver su desnudez dentro de cápsides protectoras, una estrategia aún más compleja.
Cada una de estas hipótesis tiene sus méritos pero, en 2003, nueva evidencia inclinó la opinión de los expertos hacia la reducción: un virus gigante.
SE ENCONTRÓ dentro de las amebas, que son eucariotas unicelulares, recolectadas en agua extraída de una torre de refrigeración en Bradford, Inglaterra. Dentro de algunas de ellas había una misteriosa
masa amorfa tan grande como para ser vista con un microscopio óptico (se suponía que los virus eran demasiado pequeños para eso, visibles tan solo con un microscopio electrónico) y parecía una bacteria. Los científicos intentaron detectar genes bacterianos en su interior, aunque no hallaron ninguno.
Al fin, un equipo de investigadores en Marsella, Francia, invitó a aquella cosa a infectar otras amebas, secuenció su genoma, reconoció lo que era y lo llamó Mimivirus porque imitaba a las bacterias, al menos en cuanto a su tamaño. De diámetro era enorme, mayor que las bacterias más pequeñas, y su genoma también era gigante para un virus, con casi 1.2 millones de letras en comparación con, digamos, 13 000 para un virus de influenza. Era un virus “imposible”, de naturaleza viral pero demasiado grande en escala.
Jean-Michel Claverie era un miembro principal de ese equipo en Marsella. El descubrimiento del Mimivirus, me contó, “causó muchos problemas”. ¿Por qué? La secuenciación del genoma reveló cuatro genes inesperados: genes para codificar enzimas que, se presume, son exclusivos de las células y nunca antes vistos en un virus. Esas enzimas, explicó Claverie, se encuentran entre los componentes que traducen el código genético para ensamblar los aminoácidos en proteínas.
“Así que la pregunta era –añadió Claverie–, ¿para qué diablos necesita un virus” esas enzimas sofisticadas, activas por lo general en las células, “cuando tiene la célula a su disposición?”. ¿Qué necesidad realmente? La inferencia lógica es que el Mimivirus los tiene como remanentes porque su linaje se originó por la reducción genómica de una célula.
El Mimivirus no fue casualidad. Pronto se detectaron enormes virus similares en el mar de los Sargazos y el nombre se convirtió en un género homónimo, que contiene varios gigantes. Luego, el equipo en Marsella descubrió dos más, de nuevo parásitos de amebas, uno extraído de sedimentos marinos poco profundos frente a la costa de Chile y el otro de un estanque en Australia. Hasta dos veces más grandes que un Mimivirus, incluso más anómalos, fueron asignados a un género separado que Claverie y sus colegas llamaron Pandoravirus, en referencia a la caja de Pandora, como explicaron en 2013, por “las sorpresas que se esperaban de su estudio posterior”.
La coautora principal de Claverie en ese artículo fue Chantal Abergel, viróloga y bióloga estructural (y también su esposa). De los Pandoravirus, me dijo Abergel con una risa cansada: “Eran un gran desafío. Son mis bebés”. Detalló lo difícil que había sido saber qué eran, pero al observar que no se replicaban por fisión, ella y sus colegas se dieron cuenta de que eran virus, los más grandes y desconcertantes que jamás se hayan encontrado hasta ahora.
Estos descubrimientos sugirieron al grupo en Marsella una variante audaz de la hipótesis de la reducción. Quizá los virus se originaron al reducirse a partir de células antiguas, pero de un tipo que ya no está presente en la Tierra. Esta clase de “protocélula” pudo haber sido distinta y competir con el ancestro común de todas las células conocidas en la actualidad. Quizás estas protocélulas perdieron la competencia y fueron excluidas de todos los nichos disponibles para los seres vivos no parasitarios. Es
posible que sobrevivieran como parásitos en otras células, redujeran el tamaño de sus genomas y se convirtieran en lo que hoy llamamos virus. De aquel reino celular desaparecido tal vez solo quedan ellos, como las gigantes cabezas de piedra en la Isla de Pascua.
EL DESCUBRIMIENTO DE los virus gigantes inspiró a otros científicos, en particular a Patrick Forterre, del Instituto Pasteur en París, a formular ideas novedosas sobre qué son los virus y qué roles constructivos han desempeñado, y aún desempeñan, en la evolución y funciones de la vida celular.
Las definiciones anteriores de “virus” eran inadecuadas, propuso Forterre, debido a que los científicos confundían las partículas víricas (fragmentos del genoma encerrados en la cápside conocidos como viriones) con la totalidad de un virus. Eso, argumentó, era tan incorrecto como confundir una semilla con una planta o una espora con un hongo. El virión es solo el mecanismo de dispersión, sentenció. La integridad real del virus también incluye su presencia en una célula una vez que se apoderó de su maquinaria para replicar más viriones, más semillas de sí mismo. Ver las dos fases juntas es presenciar que la célula se ha convertido, en efecto, en parte de la historia de vida del virus.
Forterre reforzó esa noción al inventar un nuevo nombre para la entidad combinada: virocélula. Esta idea también refiere al enigma de “vivo o no vivo”: un virus se encuentra vivo cuando es una virocélula, plantea Forterre, sin importar que sus viriones sean inanimados.
“La idea tras el concepto de virocélula –me señaló por Skype desde París–, era en esencia centrarse en esta etapa intracelular”. La fase delicada en la que la célula infectada, como un zombi, obedece el mandato viral, lee su genoma y lo replica, pero no siempre sin sobresaltos, tambaleos y errores. Durante ese proceso, continuó Forterre, “nuevos genes pueden originarse en un genoma viral. Y este es un punto importante para mí”. Los virus aportan innovación, pero las células responden con sus propias innovaciones defensivas, como la pared celular o el núcleo, por lo que se trata de una carrera armamentista hacia una mayor complejidad. Muchos científicos han asumido que los virus logran sus principales cambios evolutivos mediante el paradigma del “virus carterista”, que arrebata ADN de uno y otros organismos infectados para luego poner las piezas robadas en el genoma viral. Forterre sostiene que el robo sería más a menudo al contrario: las células toman genes de los virus.
Una visión aún más amplia, la cual sostienen Forterre, Claverie y otros científicos como Gustavo Caetano-Anollés, de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, es que los virus son la fuente preeminente de la diversidad genética. Según este pensamiento, los virus han enriquecido las opciones evolutivas de las criaturas celulares durante los últimos miles de millones de años al depositar nuevo material genético en sus genomas. Este extraño proceso es una versión de un fenómeno conocido como transferencia genética horizontal: genes que fluyen hacia los lados