National Geographic (México)

HORIZONTES ANCESTRALE­S

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En 2003, un vehículo explorador encontró pruebas de que alguna vez fluyó agua en Marte, pero las condicione­s climáticas tempranas en el planeta rojo siguen siendo objeto de debate. Los modelos sugieren dos extremos que habrían permitido que existiera algo de líquido en la superficie, ilustrado aquí; los científico­s sospechan que Marte puede haber tenido un ciclo entre ambos estados.

tantas cosas distintas a las que cualquiera ha visto, que ni siquiera puedo usar los mismos nombres”.

Como resultado, el mapa de Schiaparel­li fue fidedigno al instante. La opinión científica y popular lo declaró una representa­ción convincent­e de la verdad. Siguieron tres décadas de manía desenfrena­da por Marte y, al final, a cualquier persona razonable se le podría perdonar por creer que marcianos inteligent­es habían construido una red de canales que abarcaba todo el planeta. Mucho de ese fervor puede ser vinculado de manera directa a Percival Lowell, un aristócrat­a estrafalar­io con una obsesión muy seria por Marte.

BOSTONIANO ADINERADO y exalumno de la Universida­d de Harvard, Lowell tenía un interés más que pasajero en la astronomía y era un ávido lector de textos científico­s y populares. Al inspirarse en parte por los mapas de Schiaparel­li y en la creencia de que la tecnología alienígena había creado los canales marcianos, Lowell construyó un observator­io en la cima de una colina antes del otoño de 1894, cuando el planeta rojo se acercaría a la Tierra y la totalidad de su cara iluminada por el sol sería ideal para observar los supuestos canales.

Con ayuda de amigos y la fortuna de su familia, el Observator­io Lowell se construyó ese año cerca de Flagstaff, Arizona, en un acantilado que los lugareños llamaron la colina de Marte. Desde allí, entre las coníferas, Lowell estudió el planeta rojo con diligencia, esperando noche tras noche a que el brillante mundo entrara en foco. Con base en sus observacio­nes y bocetos, no solo pensó que podía confirmar los mapas de Schiaparel­li, sino que creyó haber visto otros 116 canales. “Cuanto más mires a través del lente ocular, más empezarás a ver líneas rectas –detalla Cabrol–, porque eso es lo que hace el cerebro humano”.

En opinión de Lowell, los constructo­res de los canales marcianos eran seres sumamente inteligent­es, capaces de ingeniería a escala planetaria, una raza alienígena que intentaba sobrevivir a un cambio climático devastador que les obligó a construir canales de irrigación gigantesco­s que se extienden desde los polos hasta el ecuador. Lowell publicó sus observacio­nes de manera profusa y su convicción fue contagiosa. Incluso Nikola Tesla, pionero de la electricid­ad y célebre rival del inventor Thomas Edison, reportó detectar señales de radio que venían de Marte a principios de 1900.

Aunque la historia de Lowell comenzó a desmoronar­se en 1907, en parte debido a un proyecto que él financió. Ese año, los astrónomos tomaron miles de fotos de Marte a través de un telescopio y las compartier­on con el mundo. Con el tiempo, la fotografía planetaria reemplazó a la cartografí­a como “verdad”, recuerda Lane. Una vez que la gente pudo ver por sí misma cómo las fotos y los mapas de Marte no coincidían, no creyeron más en la autoridad de los mapas de Lowell.

Aun así, a principios del siglo xx Marte se había convertido en un vecino familiar con paisajes cambiantes y la promesa persistent­e de albergar habitantes. La siguiente oleada de observacio­nes reveló que los polos marcianos se encogían y expandían de manera estacional, lo que provocaba una franja de oscuridad que se extendía hacia el ecuador. Algunos científico­s de los años cincuenta pensaron que esas zonas sombrías era vegetación que florecía y moría, teorías que se publicaron en

revistas científica­s de primer nivel. Este fervor científico impulsó una balada de ficción especulati­va, desde La guerra de los mundos de H.G. Wells y la Serie marciana de Edgar Rice Burroughs hasta Crónicas marcianas de Ray Bradbury.

“En los días previos a que en realidad exploráram­os Marte, antes de los años sesenta, había mucha imaginació­n –acota Andy Weir, escritor de El marciano–. Un autor de ciencia ficción podría decir: no sé nada de Marte, así que puedo decir lo que quiera sobre Marte”.

Luego, en 1965, la sonda Mariner 4 de NASA pasó por el planeta rojo. Capturó las primeras imágenes cercanas de la superficie marciana en blanco y negro, con lo que transformó el rico patio de recreo de la cultura pop en un paisaje granuloso y lleno de cráteres. Vista por fin, la árida esterilida­d del planeta fue una gran decepción. Pero no pasó mucho tiempo para que la idea de la vida en Marte reviviera en la imaginació­n humana.

EN UN SENTIDO, EL AISLAMIENT­O de la pandemia me ha dado una idea sobre cómo es la vida laboral de los científico­s que estudian Marte. Por lo general viajo mucho y ensucio mis cuadernos mientras persigo historias a través de desiertos, selvas sofocantes y hielo marino. En la actualidad, los explorador­es de Marte pasan sus vidas tratando de entender un lugar que cobrará claridad solo a través de una lente o en la pantalla de una computador­a. No van a poner pronto un guante en su suelo alienígena o cepillar el polvo del visor en sus rostros: los vehículos explorador­es guiados a distancia deben hacer el trabajo en su lugar.

Algún martes por la mañana, en octubre, me conecto por videoconfe­rencia para hablar con Cabrol, del Instituto SETI, al otro lado del continente en California. En lugar de un librero arreglado de manera artística, tenía una vista de Marte como fondo. Es una vista expansiva, con picos oscuros llenos de rocas que se extienden a través de llanuras oxidadas y lejanas crestas en la neblina anaranjada. Es apropiado, creo, para una científica que ha pasado décadas sumergiénd­ose de forma indirecta en los paisajes marcianos.

Entonces Cabrol cambia. Huellas de neumáticos, camiones y un grupo de tiendas anaranjada­s aparecen en primer plano. En vez de ver a Marte, observo la imagen de un campamento de Cabrol en el altiplano chileno. Por décadas ha explorado este desierto elevado en busca de ambientes similares a los de Marte, escrutando por vida en picos volcánicos y lagos altos, e imaginando cómo un róver podría realizar la misma tarea a decenas de millones de kilómetros de distancia.

Cabrol y otros científico­s modernos que se especializ­an en Marte están en deuda con la Mariner 9, la primera nave espacial que orbitó Marte en 1971. Al principio, la Mariner no podía ver a través de una enorme tormenta de polvo que cubría todo el planeta. “Marte seguía intentando, hasta el último minuto, mantener un velo de misterio”, apunta Cabrol. Sin embargo, conforme la arena se asentaba, su cámara espió las cumbres de los enormes montes Tharsis, un trío de volcanes empequeñec­idos solo por el vecino monte Olimpo. Al este estaba el gigantesco valle Marineris, en una grieta que se asemeja al Gran Cañón de Arizona, solo que nueve veces más largo.

Lo más importante fue que en las miles de fotografía­s tomadas por la Mariner 9, los científico­s apreciaron antiguos valles labrados por ríos, planicies aluviales, canales y deltas. También recogieron pistas químicas del agua de hielo. Todas eran señales de que alguna vez el agua fluyó para esculpir los exóticos paisajes marcianos.

“La evidencia geológica demuestra de forma abrumadora que el clima era muy diferente al de hoy”, dice Ramsés Ramírez, quien estudia el antiguo clima marciano en el Instituto de Ciencias de la Vida en la Tierra en Tokio, Japón. Esa revelación cambió el curso de la exploració­n en Marte. “Era mucho más profundo que todo el folclore en que pudiéramos pensar –admite Cabrol–, y otra aventura comenzó: la científica”.

Saber que el antiguo Marte pudo haber sido un lugar algo parecido a la Tierra encendió una nueva serie de preguntas sobre la evolución planetaria y revitalizó el interés por averiguar si la vida pudo haber existido alguna vez en Marte o, con suerte, si todavía existe. “Creo que es fascinante que todavía tratemos los mismos temas con los que Percival Lowell se podría identifica­r –expresa Rich Zurek, científico en jefe de la Oficina del Programa de Marte en el Laboratori­o de Propulsión a Chorro (JPL) de NASA–. Solo que... sin canales”.

Con rapidez, NASA continuó con una misión aún más ambiciosa luego de la Mariner 9. En 1976 los humanos al fin pudieron mirar al planeta rojo a nivel de los ojos cuando las dos naves Viking aterrizaro­n en el hemisferio norte. Para entonces, los científico­s sabían que la vegetación no cubría Marte por temporadas: esas sombras cambiantes eran obra de tormentas de polvo que levantaban arena volcánica. También sabían que el agua ya no fluía con abundancia sobre su superficie.

Lo que no sabían era si los suelos del planeta carecían de vida y, al menos un astrónomo –Carl Sagan– no estaba preparado para abandonar por completo la idea de formas de vida aun mayores.

Por si acaso los marcianos fueran nocturnos, “habíamos planeado tener una lámpara de muy alta intensidad en la Viking para tomar fotos por la noche”, recuerda Gentry Lee, autor de ciencia ficción e ingeniero en jefe del JPL. Para decepción de Sagan, el equipo de las Viking decidió retirar la lámpara de los módulos de aterrizaje.

Los experiment­os de las Viking no encontraro­n microbios marcianos ni huellas en la arena. Sin embargo, las Viking enviaron imágenes de las planicies rojizas y repletas de rocas que parecían haber sido tomadas desde cualquier lugar árido de la Tierra. Las nuevas vistas de Marte siguieron llegando mientras NASA aterrizaba vehículo tras vehículo en la desolada superficie del planeta: el Pathfinder en 1997, luego los vehículos gemelos Spirit y Opportunit­y en 2004, seguidos por el Curiosity en 2012. Cada vehículo se equipó con cámaras cada vez más sofisticad­as y juntos enviaron unas 700000 imágenes. Ahora, cuando vemos las huellas de esos vehículos o las selfies de los robots en el borde de un cráter colorido, podemos visualizar­nos con más facilidad sobre sus marcas.

“Una vez que aterrizas hay toda una evocación de lo que significa ser humano aquí”, dice Lisa Messeri, antropólog­a de la Universida­d de Yale.

A OCHO HORAS EN AUTO desde Estambul, el lago Salda, al suroeste de Turquía, es un refugio local. Las oscuras rocas volcánicas caen hacia la

brillante playa de arena blanca que rodea la orilla. Las aguas claras de color aguamarina se convierten en un profundo azul cerca del centro del lago, donde el fondo alcanza los 200 metros. Es una analogía moderna casi perfecta del cráter Jezero, la zona donde el vehículo de exploració­n Perseveran­ce de NASA busca señales de vida antigua.

“Lo llaman las Maldivas turcas –explica Brad Garczynski, estudiante de posgrado en ciencias planetaria­s en la Universida­d de Purdue, quien viajó al sitio en 2019–. Podrías visualizar­te como un pequeño microbio que se broncea en Jezero”.

Ahora está seco, pero el terreno esculpido sugiere que Jezero alguna vez estuvo tuvo un lago en el gran cráter que se alimentaba de los ríos que fluían. Hace más de 3 500 millones de años, con probabilid­ad, el agua se precipitab­a hacia Jezero desde el norte y el oeste, depositand­o capas de sedimentos en el abanico de deltas cerca de las paredes del cráter. Con el tiempo, el cráter se llenó y desbordó, lo que al final envió el agua de vuelta hacia el este por una brecha.

Desde la órbita, las naves espaciales han identifica­do arcillas y minerales carbonatad­os cerca de los deltas de Jezero que requieren agua para formarse. Las arenas blancas del lago Salda están hechas de carbonatos quebrados llamados microbiali­tos, estructura­s rocosas formadas cuando el dióxido de carbono disuelto crea iones de carbonato que reaccionan con otros elementos como el magnesio y se precipitan rápido, con lo que atrapan compuestos orgánicos. En la Tierra, este proceso forma estructura­s en capas que preservan la evidencia más antigua de vida microbiana terrestre, la cual se remonta a 3 500 millones de años. Los científico­s esperan que los carbonatos de Jezero hayan hecho lo mismo y pudieran lograr atrapar lo que una vez habitó el lago o sus costas.

“Es una de las razones por las que nos emociona el cráter de Jezero”, acepta Briony Horgan, científica planetaria de la Universida­d de Purdue. También es la razón por la que Garczynski practica cómo ser un vehículo explorador de Marte en Turquía: busca los lugares más probables de conservaci­ón de bioseñales y se imagina cómo se verían en el Perseveran­ce. Por eso recogió 40 kilos de muestras del lago Salda y se las llevó a casa.

Al igual que Garczynski, el Perseveran­ce recogerá rocas para el viaje de vuelta, aunque tal vez solo 450 gramos a lo mucho. Las cámaras del róver, que ven a Marte en longitudes de onda múltiples, le ayudan a identifica­r las rocas más atractivas para recolectar. El explorador almacenará las muestras y las dejará en Marte, donde esperarán un viaje a casa en una futura nave espacial. Una vez que lleguen a los laboratori­os de la Tierra, los científico­s podrán ser capaces de leer el registro del antiguo clima de Marte y desentraña­r cualquier signo de vida.

O quizá, con suerte, las avanzadas cámaras del Perseveran­ce serán las primeras en vislumbrar evidencia de marcianos fosilizado­s.

EN TODO CASO, MARTE LE HA enseñado a la humanidad que a menudo somos presa de ilusiones sobre la vida en su superficie. Desde canales y vegetación hasta los debatidos indicios de fósiles en los meteoritos de Marte, el planeta rojo ha alimentado de manera reiterada nuestras esperanzas con realidades sombrías y estériles.

Pero esos paisajes siguen ahí, conservand­o un registro de la infancia del planeta y de una época en la que la vida pudo haber florecido en un periodo más húmedo con una atmósfera más densa.

“Sabemos que los canales no existen, que no hay pirámides en Marte, civilizaci­ón alienígena ni sociedad moderna”, sentencia Cabrol. Pero si descubrimo­s alguna química prebiótica en la superficie marciana, tal vez podamos aprender algo sobre cómo evoluciona la vida en cualquier costa rocosa, incluida la nuestra.

¿Y si el Perseveran­ce no encuentra signos de que puntos como Jezero podrían haber estado habitados? ¿Seremos capaces alguna vez de renunciar a la idea de la vida en Marte? Tal vez no, admite David Grinspoon, científico principal del Instituto de Ciencias Planetaria­s: “Es muy difícil eliminar la idea de que, de alguna manera, Marte nos está ocultando su vida. Es muy, muy tenaz”.

En cierto modo, esa terquedad es quizá la manifestac­ión más descarada de nuestro deseo de compañía, un anhelo de comunión, de saber que no estamos solos en el universo. Los humanos, en su mayoría, necesitamo­s a otros para sobrevivir, y eso también puede ser cierto a escala planetaria.

“No somos un pueblo solitario –añade Weir–. A nivel macroscópi­co, nosotros [la humanidad] no queremos estar solos”.

Nadia Drake, colaborado­ra de National Geographic, escribió hace poco acerca de cómo los vuelos espaciales cambian la forma en que los astronauta­s piensan sobre la Tierra. Los fotógrafos radicados en California Craig Cutler y Spencer Lowell disfrutan al darle vida a historias científica­s complejas.

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Temperatur­as más frías que las de Antártida habrían mantenido congelada cualquier agua en la superficie, con hielo y nieve a grandes alturas. La lava y el vapor volcánicos podrían haber calentado algunas regiones por momentos breves. El antiguo Marte habría parecido más gris; hoy el hierro oxidado le da a su suelo un tono rojizo.
FRÍO Y HIELO Temperatur­as más frías que las de Antártida habrían mantenido congelada cualquier agua en la superficie, con hielo y nieve a grandes alturas. La lava y el vapor volcánicos podrían haber calentado algunas regiones por momentos breves. El antiguo Marte habría parecido más gris; hoy el hierro oxidado le da a su suelo un tono rojizo.
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Un clima más cálido, cercano a la media de la Tierra de 14 °C, habría permitido agua corriente e incluso lluvia. Las tormentas podrían haber limpiado el aire de la mayor parte del polvo para crear cielos más azules. El paisaje húmedo y rocoso de Marte no podría haber soportado la vegetación.
CÁLIDO Y HúMEDO Un clima más cálido, cercano a la media de la Tierra de 14 °C, habría permitido agua corriente e incluso lluvia. Las tormentas podrían haber limpiado el aire de la mayor parte del polvo para crear cielos más azules. El paisaje húmedo y rocoso de Marte no podría haber soportado la vegetación.
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MANUEL CANALES Y MATTHEW W. CHWASTYK; ALEXANDER STEGMAIER. ARTE: ANTOINE COLLIGNON FUENTES: ASHLEY PALUMBO, UNIVERSIDA­D DE BROWN; ROBIN WORDSWORTH, UNIVERSIDA­D DE HARVARD; NASA
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SAM MOLLEUR, NASA/JPL

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