Mi foto en el Everest
DURANTE AÑOS CREÍ QUE EL MONTE EVEREST ERA UN DESASTRE COMPUESTO POR AFICIONADOS Y EGOS, HASTA QUE FUI Y ME SORPRENDIÓ LO QUE ENCONTRÉ.
Tenía una imagen borrosa de los ascensos al Everest hasta que hice uno. Y lo que encontré me sorprendió.
NUNCA IMAGINÉ QUE ME vería en una foto del Everest, pero aquí estoy (izq.), envuelto en un traje de pluma y con máscara de oxígeno, a 120 metros de la cima.
Tal vez parezca una confesión improbable para un alpinista profesional que ha dedicado dos décadas a buscar cimas por el mundo. Para muchos, la selfie desde el punto más alto del planeta es el trofeo por excelencia. Para obtenerlo, algunos lo han arriesgado todo: ahorros de una vida, relaciones personales… y no pocos han muerto trágicamente en el descenso, con sus valiosas imágenes guardadas en sus cámaras.
No obstante, durante años rechacé la idea de una expedición al Everest. La montaña representaba lo opuesto a todo lo que adoro y respeto del montañismo.
La primera montaña que intenté escalar ni siquiera era una montaña, sino un risco de granito de 150 metros de altura en North Conway, New Hampshire: Cathedral Ledge. Lo hice con un amigo, teníamos 15 años, éramos tercos y no sabíamos técnicas de escalada salvo lo que dedujimos de un póster colgado en mi habitación. Un hombre con mandíbula marcada llevaba una cuerda amarrada a la cintura (no sabíamos que era una foto antigua, antes de que se hubieran inventado los arneses), así que tomamos una cuerda del cuarto de herramientas de mi papá y nos dirigimos al risco. De algún modo logramos subir arrastrándonos varios metros sobre la pared casi vertical y nos refugiamos en la seguridad de una pequeña cornisa.
Sentados en lo alto, contemplamos Mount Washington Valley y cómo el sol desaparecía poco a poco en el horizonte, y nos preguntamos cómo diablos íbamos a bajar. La primera incursión en el mundo vertical fue como una droga. La emoción de hacer algo que la mayoría no contemplaría, la satisfacción de resolver en qué agarres y apoyos usar manos y pies, el miedo absoluto de cometer un error, el descubrimiento de la vista desde la cima o el vínculo que mi amigo y yo compartimos después de la experiencia: todo terminó por definir la esencia de lo que he buscado en las montañas desde entonces. Nunca se trató de una foto.
A mediados de los años ochenta, cuando empecé a escalar, no se concebía la industria de los recorridos al Everest. Solo se invitaba a alpinistas con amplia experiencia en expediciones a gran altitud a ser parte de los equipos de élite para ascender por encima de los 8000 metros, a la denominada Zona de la Muerte. Pero, a medida que afinaba mis habilidades en sitios como la isla de Baffin, la Patagonia y el Karakoram, la escalada al Everest comenzó a cambiar.
Lo que alguna vez había sido el máximo objetivo del alpinismo se volvió el centro de una industria comercial muy lucrativa. De pronto, cualquiera que pudiera costear la elevadísima tarifa podía intentar llegar a la cima más alta del orbe. En la temporada de ascensos de la primavera de 1996 murieron ocho alpinistas. El suceso se publicitó ampliamente: uno de los recuentos más famosos fue el libro de Jon Krakauer, Mal de altura, que terminó por alimentar la histeria. Con los años aumentaron las multitudes en el campamento, que dejaron toneladas de basura; cada vez que
daba pláticas sobre expediciones de alpinismo, siempre había alguien que me preguntaba si había subido el Everest. Mi respuesta era la misma: no me interesa.
Quizá mi historia con el Everest hubiera terminado aquí, de no ser por un viejo amigo y su obsesión con uno de los grandes misterios del montañismo. En 1999, Thom Pollard fue camarógrafo en la expedición que encontró los restos de George Mallory, el legendario alpinista británico que desapareció al intentar ser el primero en subir el Everest. La última vez que se vio a Mallory y a su joven pareja Sandy Irvine fue sobre la cresta noreste, encaminados a la cima. Luego desparecieron entre las nubes. Desde entonces, el munsi do del montañismo se ha preguntado en 1924 llegaron a la cima, casi 30 años antes de que la alcanzaran Edmund Hillary y Tenzing Norgay. Nunca se halló el cuerpo de Irvine ni su cámara Kodak. Así me encontré en la misión que me comisionó esta revista para buscar al alpinista desprimeaparecido hacía años y, tal vez, la ra selfie de la historia en la cima del Everest.
Como escribí para la edición de julio de 2020, nuestra expedición no encontró la cámara, pero sí me hizo reconsiderar el monte Everest. Cuando empacaba para partir al Tíbet, esperaba que nuestro equipo de última tecnología y tanques de oxígeno hicieran el ascenso razonable, hasta sencillo. Me convencí de que era como un edificio sin elevador. Estaba equivocado: cuando tomaron esta foto estaba exhausto, nunca me había sentido así en ninguna expedición (al borde del vómito). En todo el camino sentí respeto por todo aquel que ha tenido el empuje de transitar esta ruta, no solo Mallory e Irvine, quienes escalaron tan solo en trajes de tweed y botas con clavos.
Si bien vi basureros, multitudes de alpinistas inexpertos que atascaban las líneas fijas y la mala gestión de los gobiernos en ambos territorios, también había alpinistas que no eran turistas egoístas. Entre las innumerables tazas de té en varios campamentos, compartimos información de la ruta, pronósticos del clima y fotos familiares: nos unían objetivos comunes. La solidaridad que sentí con este grupo fue muy fuerte, como jamás la había experimentado en las montañas. Me di cuenta de que el cliente promedio que sube el Everest es el soñador tenaz que ha ahorrado años para tener la oportunidad de hacer algo extraordinario, y no el CEO privilegiado con un ego desbordante. Contrario a lo que se cree, la mayoría de los alpinistas en el Everest buscan la misma experiencia sublime que hallé de niño en Cathedral Ledge. Era difícil no admirar su determinación y la humanidad que compartíamos, apasionada, imperfecta y peligrosa.
Esta primavera no queda claro cuántos alpinistas se reunirán en Nepal y el Tíbet (o si lo harán) para iniciar la escalada a la cima más alta del planeta, pero tarde o temprano regresarán. Fui al Everest para buscar los artefactos de Irvine y al final encontré algo que es tal vez más escurridizo: el espíritu que compartían Irvine y Mallory. Se escondía a plena vista, donde siempre ha estado: en las almas intrépidas de quienes arriesgan tanto para seguir los pasos de los célebres aventureros que han subido el monte Everest. j
Mark Synnott escribió sobre la búsqueda de la cámara de Sandy Irvine en julio de 2020. Su libro The Third Pole: Mystery, Obsession, and Death on Everest será publicado esta primavera.