EL CARBÓN Y SUS CONSECUENCIAS ESTÁN POR TODAS PARTES EN ULÁN BATOR.
ARRIBA, IZQ.
Un hombre barre el suelo de una planta de procesamiento de carbón, donde el mineral en bruto se convierte en briquetas para estufas domésticas.
ARRIBA, DER.
Las centrales eléctricas de quema de carbón como esta son otra fuente de contaminación: una amenaza para la salud y el clima.
ABAJO, IZQ.
La radiografía de tórax de un niño en un hospital de Ulán Bator se revisa en busca de signos de neumonía. La contaminación es un factor de riesgo para esa enfermedad.
ABAJO, DER.
Un activista en contra de la contaminación se posa en la plaza Sühbaatar, frente al edificio del parlamento. El gobierno de Mongolia ha hecho poco para desarrollar energía limpia.
durante 17 años en cada cuadrado, incluso si no había un monitor de contaminación en él.
Con esas dos fuentes de datos, por primera vez Dominici y sus colegas pudieron estudiar los efectos de la contaminación del aire en todos los rincones de Estados Unidos. En un estudio de 2017 descubrieron que, incluso en sitios donde el aire cumplía con los estándares nacionales, la contaminación estaba vinculada a tasas de mortalidad más altas. Eso significa que “el estándar no es seguro”, añadió Dominici.
Dos años después, este equipo informó que las hospitalizaciones por una serie de dolencias aumentaban con el incremento de la contaminación.
Estos resultados se sumaron a una montaña de evidencias que demuestran los peligros de las PM 2.5 o partículas suspendidas menores de 2.5 micrómetros, cerca de un treintavo del ancho de un cabello humano. Algunas de esas partículas, de hollín, por ejemplo, pueden pasar al torrente sanguíneo. Los científicos han encontrado incluso partículas “ultrafinas” más pequeñas en el corazón, el cerebro y la placenta.
Cuando se produjo la pandemia, Dominici y su equipo decidieron con rapidez cotejar los datos sobre la calidad del aire en el país, con el recuento de muertes por COVID-19 que realizó la Universidad Johns Hopkins en cada condado. Como era de esperar, las tasas de mortalidad viral eran mayores en los puntos con más PM 2.5, es decir, en los lugares en los que décadas de exposición al aire viciado habían preparado los cuerpos de las personas para ser susceptibles al coronavirus. En diciembre, el equipo informó que la contaminación por partículas era responsable de 15 % de las muertes por COVID-19 en todo el orbe. En los países más contaminados de Asia oriental se trataba de 27 por ciento.
Muchas personas ajenas a la ciencia se sorprendieron. Los hallazgos llegaron a los titulares. “Para mí no fue sorprendente –admitió Dominici–. Tenía mucho sentido”. Ella sabía lo que gran parte del público no: que el aire contaminado acaba con muchas más vidas que el nuevo coronavirus.
A nivel global, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la contaminación aérea es responsable de unas siete millones de muertes prematuras al año, más del doble que el consumo de alcohol y más de cinco veces que los accidentes de tráfico (algunas investigaciones sitúan el número de víctimas de la contaminación incluso por encima del cálculo de la OMS). La mayoría de esas muertes se debe a la contaminación del aire exterior; el resto son atribuibles sobre todo al humo que generan las estufas en interiores. La mayor parte de las muertes se produce en territorios en desarrollo –tan solo China e India son responsables de casi la mitad–, pero la contaminación atmosférica aún es causa importante de muerte también en países desarrollados. El Banco Mundial calcula que el costo económico mundial supera los cinco billones de dólares al año.
En Estados Unidos, 50 años después de que el Congreso aprobara la Ley de Aire Limpio, más de 45 % de los estadounidenses aún respira aire insalubre, según la American Lung Association. El aire contaminado todavía causa más de 60 000 muertes prematuras al año, sin contar las miles de personas que han fallecido porque el aire las hizo más vulnerables a la COVID-19. La contaminación es un asesino oculto: no figura en los certificados de defunción. Es posible que este año su intersección con amenazas nuevas y aterradoras –como un virus furioso e incendios forestales– nos ayude a reconocer el enorme daño que ha provocado todo este tiempo, consideró Dominici cuando hablamos.
EL BALANCE BRUTAL de la contaminación atmosférica –entre más hay, más se acorta la vida de los que la respiran– quedó establecido de manera definitiva en un proyecto histórico de 1993 mejor conocido como el estudio de las Seis Ciudades. Los habitantes de la más contaminada de las seis pequeñas urbes estadounidenses analizadas por los investigadores de Harvard tenían 26 % más
LAS TASAS DE MORTALIDAD VIRAL SON MAYORES EN LOS SITIOS CON MÁS CONTAMINACIÓN POR PARTÍCULAS EN SUSPENSIÓN.
LA CONTAMINACIÓN POR PARTÍCULAS EN SUSPENSIÓN FUE RESPONSABLE DE 15 % DE LAS MUERTES POR COVID-19 EN TODO EL MUNDO.
probabilidades de perecer de manera prematura que los de la más limpia de las seis. La contaminación le restaba unos dos años a su esperanza de vida.
“Fue muy, muy sorprendente. Y, de hecho, tuvo un efecto tan grande que no lo creíamos”, me dijo el ya jubilado autor principal Douglas Dockery. Sin embargo, otro conjunto de datos a largo plazo de la Sociedad Americana del Cáncer no tardó en confirmarlo.
Desde entonces, nuevas investigaciones han revelado otras dos verdades esenciales sobre la contaminación atmosférica: es perjudicial a niveles mucho más bajos de lo que se pensaba y de muchas otras maneras. La enorme variedad sorprendió a Dean Schraufnagel, profesor de medicina pulmonar en la Universidad de Illinois en Chicago, cuando en 2018 dirigió un panel que revisó y resumió décadas de investigación.
Según el comité de Schraufnagel, el aire sucio afecta a casi todos los sistemas esenciales del organismo. Puede causar alrededor de 20 % de todas las muertes por derrames cerebrales y enfermedades coronarias, provocar ataques cardíacos y arritmias, insuficiencia cardíaca congestiva e hipertensión. Se relaciona con los cánceres de pulmón, vejiga, colon, riñón y estómago, y con leucemia infantil. Perjudica el desarrollo cognitivo de los niños y aumenta el riesgo de que las personas mayores contraigan demencia o mueran por el mal de Parkinson. Se ha relacionado, con bases fundamentadas, con diabetes, obesidad, osteoporosis, disminución de la fertilidad, abortos, trastornos en el estado de ánimo, apnea del sueño... y la lista continúa.
“La amplitud es lo más sorprendente”, subrayó Schraufnagel.
Hay un lado de la moneda más esperanzador: un aire más limpio mejora la salud. Desde la Ley de Aire Limpio de 1970, un descenso de 77 % de la contaminación ha alargado la vida de millones de estadounidenses. Las enmiendas de 1990 a la ley evitaron 230 000 muertes solo en 2020, según un cálculo de la Agencia de Protección Ambiental.
En otros sitios del planeta el aire es mucho peor. El fotógrafo Matthieu Paley y yo visitamos Ulán Bator, en Mongolia, una de las capitales más contaminadas de la Tierra, sobre todo en el riguroso invierno, cuando el carbón se vuelve una herramienta de supervivencia. Se quema por toneladas en las centrales eléctricas de la ciudad y por montones en las gers (yurtas mongolas) que albergan a los inmigrantes pobres del campo.
“Ya no sé cómo suena un pulmón sano –se lamenta Ganjargal Demberel, un médico que hace visitas a domicilio en uno de esos barrios–. Todo el mundo tiene bronquitis o algún otro problema, en especial durante el invierno”.
Incluso los europeos progresistas con el ambiente viven con una contaminación mucho peor que la que soportan los estadounidenses. En Europa oriental y central, las chimeneas de las casas y centrales eléctricas todavía emiten humo de carbón que perjudica la salud y el clima. En Londres, donde vivo desde hace 20 años, el humo del carbón llegó a cubrir la ciudad con nieblas densas, pero por fortuna esos días terminaron mucho antes de que yo llegara. En lugar de eso, la nación y sus vecinos continentales sufren ahora los efectos de otro combustible tóxico: el diésel.
Más sucio que la gasolina, el diésel es popular en Europa desde hace tiempo porque ofrece a los vehículos un kilometraje ligeramente superior. Siento la diferencia cada vez que vuelvo a Nueva York y respiro un aire notablemente más limpio que el de Londres. De vuelta a Gran Bretaña, me preocupa lo que los humos puedan provocarle a mi hija adolescente, cuyos pulmones aún están en desarrollo y son vulnerables.
La raíz del problema de la calidad del aire en Europa no es solo un combustible concreto, sino también fallos políticos y normativos. En 2015 se hizo público que Volkswagen había programado 11 millones de autos diésel con “dispositivos de desactivación”, un software que activaba los controles de contaminación durante las pruebas pero los desactivaba el resto del tiempo. Europa ha permitido que 51 millones de autos y camionetas (de
diversos fabricantes) sigan circulando con emisiones de bióxido de nitrógeno tres o más veces superiores al límite, a decir del grupo defensor Transport & Environment. Según un estudio, ese exceso de contaminación provoca casi 7000 muertes prematuras al año.
En lugar de obligar a los fabricantes a hacer que los autos cumplan con la normativa, Europa está dejando que las metrópolis se ocupen del problema. En todo el continente, los gobiernos locales prohíben los vehículos más sucios o sancionan a sus propietarios. Es un paso hacia un aire más limpio –y hay indicios de que estas medidas están alejando a los conductores del diésel–, pero los esfuerzos parciales no son tan eficaces como podrían ser las medidas a un nivel más alto.
El humo de la leña de las chimeneas o estufas, cargado de PM 2.5, es un problema creciente. Los confinamientos del año pasado dieron a los científicos una oportunidad inesperada de ver lo que ocurre cuando algunas fuentes de contaminación cesan de manera temporal. Mientras el virus hacía estragos al norte de Italia en primavera, Valentina Bosetti y Massimo Tavoni, un matrimonio de economistas del Instituto Europeo de Economía y Medio Ambiente RFF-CMCC de Milán, se quedaron encerrados en casa con sus hijos.
“En lugar de matarnos mutuamente y a los niños, en algún momento pensamos: ‘Está bien, tenemos estos datos’”, me expuso Bosetti.
A pesar de que el transporte y la industria prácticamente estaban parados, la pareja encontró que la calidad del aire no había mejorado como muchos lugareños pensaban. Los periódicos decían: “Cielo azul, todo es perfecto –agregó Bosetti–. En realidad, no”. En los monitores alejados de las carreteras o las fábricas, los niveles de PM 2.5 solo descendieron 16 % y los de dióxido de nitrógeno 33 por ciento. Resultó que mientras la gente se quedaba en casa, un gran sector seguía contaminando: la agricultura.
La agricultura industrial moderna es uno de los principales contaminantes. Un estudio clasificó a la agricultura como la mayor fuente de PM 2.5 en Europa, el este de Estados Unidos, Rusia y Asia oriental. Las enormes cantidades de estiércol, así como los fertilizantes químicos, emiten amoníaco, que reacciona con otros contaminantes en el aire para crear las partículas diminutas. Los científicos lo saben desde hace mucho tiempo, pero Bosetti espera que la vívida demostración en el mundo real pueda ayudar a generar voluntad política para tomar medidas.
EN EL MUNDO, CHINA continúa a la cabeza respecto a muertes por contaminación del aire, pero recientemente ha logrado grandes progresos en la limpieza de sus cielos, en tanto que la respuesta de India ha sido menos eficaz. Las ciudades indias ocupan nueve de los 10 primeros puestos en la base de datos de la OMS sobre niveles de PM 2.5, y el costo humano es espantoso: casi 1.7 millones de muertes prematuras al año en India.
La contaminación de India proviene de una increíble variedad de fuentes: los incendios de basura arden en las calles donde no hay recolección; los cortes de electricidad frecuentes hacen que los generadores de diésel sean habituales; los aldeanos e indigentes urbanos queman madera, estiércol e incluso plástico para cocinar y calentarse. Todos los otoños, las nubes de humo flotan sobre Delhi desde Punjab y Haryana, donde los agricultores incendian los campos para limpiarlos después de la cosecha.
“Es como vivir en una cámara de gas”, me contó la escritora y activista de Delhi Jyoti Pande Lavakare. En los peores meses, cada vez que sale a la calle, “tengo un dolor de cabeza debilitador por la contaminación. A mi hija también le duele la cabeza y a veces siente un poco de náuseas. Te lloran los ojos”. Los estadounidenses tuvieron una breve muestra de la típica contaminación de