Secretos de las ballenas
SABEMOS QUE ALGUNOS GRUPOS DE BALLENAS Y DELFINES TIENEN DIALECTOS, DIETAS Y RUTINAS PROPIAS, DIFERENCIAS CULTURALES QUE ANTES SE CONSIDERABAN EXCLUSIVAS DE LOS HUMANOS.
JJOHN FORD QUERÍA la perspectiva de una ballena. Un día de verano de 1978, una manada de orcas se acercó a una playa de guijarros en la isla canadiense de Vancouver, Columbia Británica. El joven biólogo esperaba con traje de buceo y esnórquel. La procesión fantasmagórica en blanco y negro se acercó como un equipo de submarinos: rápido y por el fondo. Ford ajustó su visor y se sumergió en el mar. En aguas de apenas tres metros de profundidad, las criaturas disminuyeron su velocidad y giraron sobre sus costados. Con los cuerpos en parte sumergidos y mientras agitaban el abanico en el extremo de sus colas –aletas caudales–, las ballenas comenzaron a retorcerse y sacudirse. Una por una raspaba su costado y su vientre contra las piedras, como los osos pardos cuando se rascan con los pinos.
Ford, de 66 años, ha estudiado a las orcas –el mayor de los delfines y de una rama del orden de los cetáceos conocida como ballenas dentadas– durante más de 40 años. Ha visto este fenómeno (frotamiento en la playa) innumerables ocasiones desde aquel primer vistazo bajo el agua. Pero no sabe con certeza por qué lo hacen. Sospecha que
es una forma de relación social. Sin embargo, hay una cuestión más compleja que lo ha carcomido durante gran parte de su carrera: ¿por qué estas orcas lo realizan, pero sus vecinos casi idénticos del sur no?
El frotamiento en la playa es rutinario en esta población llamada residentes del norte, que recorre los mares interiores durante el verano y el otoño, entre la isla de Vancouver y la parte continental de Canadá. No así en sus vecinos del sur. Nunca se ha registrado que las orcas de la frontera con el estado de Washington, donde vivo, realicen este ritual. Las orcas de Washington, o residentes del sur, tienen sus propias convenciones: celebran “ceremonias de saludo” en las que se colocan una frente a otra en filas estrechas antes de estallar en fiestas submarinas de roces y llamadas. Esto es rarísimo en el norte. Algunos años, las del sur empujan salmones muertos con sus cabezas; las del norte, no. Estas de vez en cuando golpean sus cabezas como borregos cimarrones. “Simplemente nadan hacia el otro y chocan”, dice Ford.
Las dos poblaciones ni siquiera se comunican con el mismo lenguaje. Los residentes del norte emiten chillidos alargados, estridentes y metálicos que suenan como el aire que se escapa de un globo. Los del sur añaden gritos de mono y graznidos de ganso. Para el oído experto de Ford, los timbres y las entonaciones suenan tan diferentes
como el mandarín y el suajili. En los demás aspectos significativos no se distinguen unos de otros. Durante meses ocupan mares adyacentes al mismo tiempo. Sus zonas de alimentación coinciden. Aunque existen muchas variedades de orca en el planeta, las del norte y las del sur comparten una genética casi idéntica. Desde el norte del Pacífico hasta los mares alrededor de Antártida, las orcas también tienen dietas variadas. Algunas comen tiburones, marsopas, pingüinos o mantarrayas. En Patagonia se lanzan a las costas rocosas y arrebatan a las crías de foca de la playa. En Antártida, las orcas expulsan a las focas de Weddell de los hielos flotantes al unirse para hundirlos y arrastrar la cena. Pero tanto las del norte como las del sur se alimentan de peces, en especial de salmón real.
¿Cómo es posible que dos grupos que proceden básicamente del mismo lugar y que son similares en su genética se comuniquen y actúen de manera tan diferente? Durante años, Ford y algunos colegas solo se atrevían a susurrar lo que implicaba esta paradoja. ¿Será posible que estos seres sociales y complejos no estuvieran movidos solo por su impulso heredado del instinto genético? ¿Podrían las orcas transmitir rasgos únicos influidos por algo más que su entorno o su ADN? ¿Las ballenas tendrían sus propias culturas?
La idea parecía una blasfemia. Los antropólogos habían considerado durante mucho tiempo que la cultura –la capacidad de acumular y transferir conocimiento en sociedad– era en rigor un asunto humano, pero los investigadores describieron cómo los pájaros cantores aprenden dialectos y los transmiten a través de generaciones. Ford sugería que las orcas podían hacer lo mismo. Entonces empezó a escuchar los hallazgos de los biólogos que, a un mundo de distancia, estudiaban otra criatura: el cachalote. Ellos argumentaban que algunas especies de ballenas actúan y se comunican de manera diferente según la forma en la que son criadas. Al parecer, estos cetáceos conservan diversas tradiciones, tal como los humanos: unos comen con tenedores mientras otros usan palillos.
Hoy día, muchos científicos creen que algunas ballenas y delfines tienen culturas distintas. Los investigadores ven señales en los cachalotes de las Galápagos y el Caribe, en las ballenas jorobadas del Pacífico Sur, en las belugas del Ártico y en las orcas del Pacífico Noroeste. La posibilidad da pie a nuevas ideas respecto a cómo evolucionan las especies marinas. Las tradiciones culturales pueden ayudar a impulsar cambios genéticos y alterar lo que significa ser una ballena. Pero esta idea también reconfigura nuestra visión de lo que nos separa de estas bestias acuáticas. Al parecer, la cultura de las ballenas está sacudiendo las concepciones desgastadas de nosotros mismos.
LLOS HUMANOS SOMOS una raza narcisista. A lo largo de la historia oscilamos entre ver a los animales a través de la lente de nuestro propio
comportamiento o negarnos a aceptar que nos parecemos en algo. Esto es cierto, en especial con las ballenas. A menudo se las considera casi humanas o que no se parecen en nada a nosotros. Antropomorfizamos o insistimos en nuestra propia singularidad. Por supuesto, ninguna de las dos percepciones es del todo correcta.
Y aun así, mientras gastamos miles de millones en escudriñar los cielos en busca de vida extraterrestre, los misterios que develamos bajo las olas revelan que hay seres extraños aquí, en casa, que son más parecidos a nosotros de lo que creíamos. Las alianzas de las ballenas, las complejidades de sus conversaciones y el modo en que cuidan a sus crías nos resultan familiares.
Incluso, algunas pueden vivir el duelo sin reservas. En 2018, una orca residente del sur llamada
Tahlequah empujó con su hocico durante 17 días el cadáver de su recién nacido, que había muerto poco después del alumbramiento. “Durante años, los científicos evitaron el uso de términos como feliz, triste, juguetón o enojado para describir el comportamiento de los animales”, escribió Joe Gaydos, quien supervisa un programa universitario en el estado de Washington para proteger la vida marina mediante la ciencia y la educación. Sin embargo, Gaydos y muchos cetólogos creen que el comportamiento de Tahlequah fue una muestra de dolor.
Las ballenas residen en un lugar ajeno que apenas empezamos a entender. Es difícil imaginar un hogar menos parecido al nuestro. El mar profundo es un universo que hemos visto menos que la superficie de la Luna. Hay montañas y ríos, pero
pocas fronteras. Aquí la vida atraviesa un plano vertical. Es tan oscuro que la vista tiene un valor limitado. Relaciones completas se forjan a través del sonido.
Los científicos comprendieron desde hace tiempo que muchas acciones de las ballenas fueron aprendidas de sus compañeros o mayores.
En tanto que los genes determinan la forma y función del cuerpo de una criatura al codificar las instrucciones para los rasgos y comportamientos esenciales, el aprendizaje social es sabiduría recibida: el desarrollo de conexiones neuronales permite que los animales adquieran el conocimiento de los demás. Los científicos concuerdan en que la cultura precisa que los comportamientos sean socialmente aprendidos, compartidos y que persistan. A medida que los grupos de animales transmiten múltiples comportamientos aprendidos, pueden desarrollar conjuntos de hábitos muy distintos a los otros de su especie. Por ejemplo, la capacidad de lanzar es genética, pero lanzar una bola curva requiere un aprendizaje social, y jugar beisbol en lugar de críquet es cultura. El riesgo es confundir cultura e inteligencia. No todos los científicos se ponen de acuerdo para determinar si la inteligencia es un ingrediente esencial de la cultura. El aprendizaje social se extiende por todo el reino animal, no solo entre los seres que consideramos “inteligentes”: ballenas, primates, cuervos, elefantes.
Desde luego que ser inteligente ayuda. Y la capacidad de aprendizaje de los cetáceos pronto captó nuestra imaginación. Durante décadas hemos atestado los parques marinos para admirar y aplaudir a las orcas, las belugas o los delfines nariz de botella que cantan o saltan a través de aros en piscinas gigantes. Estos débiles intentos de acorralar sus habilidades apenas rozan la superficie de sus talentos.
Entre algunas ballenas, la inteligencia incluso podría ser una respuesta evolutiva a la cultura, ya que los animales sociales difunden la sabiduría aprendida por doquier. Para que exista la cultura, los individuos deben idear nuevas maneras de hacer las cosas que se comparten entre sus congéneres. Y las ballenas pueden ser innovadoras astutas. A finales de la década de los noventa del siglo xx, unos cuantos cachalotes hambrientos de Alaska encontraron nuevas formas de comer: arrancaban el bacalao negro de los palangres en los barcos de pesca comercial. Mediante cámaras submarinas, científicos grabaron una ballena que tomaba con delicadeza una línea de pesca con su enorme mandíbula, creaba tensión y luego deslizaba su boca por la línea hasta que las vibraciones liberaban un pez. Esa práctica, hasta entonces poco habitual, se extendió rápido. En 1980, en el golfo de Maine, se vio a una ballena jorobada que cazaba de manera excepcional: antes de soplar burbujas alrededor de los bancos de lanzones para desorientarlos, la ballena golpeó la superficie con su aleta caudal; por lo general, las jorobadas utilizan la técnica de las burbujas, pero el golpe con la cola era nuevo. No queda claro cómo ayuda, pero en 2013 los científicos contaron al menos 278 ballenas que cazaban así.
Durante años, los investigadores pensaron que los animales eran incapaces de compartir entre generaciones de forma amplia y sostenida. Esta idea empezó a cambiar en 1953, cuando se vio a
Imo, un macaco joven, lavar un camote en un arroyo en la isla de Koshima, Japón. Hasta entonces, esta especie solo sacudía la suciedad de su comida. Muy pronto los científicos documentaron docenas de macacos lavando. Mucho después de la muerte de Imo, estos seguían llevando los camotes a la orilla para sumergirlos en el mar. En 1999, Andrew Whiten, científico cognitivo de la Universidad de St. Andrews, en Escocia, publicó un artículo fundamental con expertos en primates que incluían a Jane Goodall. Observaron que docenas de tradiciones de los chimpancés –acicalarse, la danza de la lluvia (pavonearse ante los primeros signos de precipitación), romper nueces con martillos y hurgar en los termiteros con varas– aparecían en algunas comunidades, pero en otras no. “Si observas un chimpancé el tiempo suficiente y te fijas en estos comportamientos, puedes saber de dónde viene”, me comenta Whiten. Y al observar la conducta de las personas, a menudo identificamos la cultura humana.
Pero no todo mundo está convencido. Algunos investigadores sostienen que las variables genéticas o ambientales podrían haber provocado ciertas actitudes. Los chimpancés no eran de la misma subespecie, variaban desde la costa de Guinea hasta Uganda –a 4 500 kilómetros de distancia–, lo bastante lejos, según algunos, como para que las diferencias ecológicas tuvieran influencia en las actividades de los primates.
Sin embargo, una nueva perspectiva sobre la conducta de la vida silvestre y la cultura de grupo, menos centrada en los seres humanos, empezaba a echar raíces.
M“¡MOMENTO, MOMENTO! ¡Ahí mismo!”, grita Shane Gero y comienza a contar. Ocho cachalotes se balancean a babor, medio sumergidos en el Caribe color cobalto. Son gris plomo, tan lisos y cilíndricos como el fuselaje de un avión. Las ballenas toman un respiro, literalmente: salen a la superficie para tomar oxígeno con sus cabezas enormes y cuadradas. Pronto se sumergirán y utilizarán parte de ese aire para conversar.
Estamos a bordo del Balaena, un velero de 12 metros de eslora que se balancea frente a la costa de Dominica, la nación insular de las Antillas. Las montañas de este país pequeño, empapadas por la lluvia y ahora envueltas en niebla, son en parte la razón por la que estamos aquí. Estas diminutas montañas verdes bloquean los vendavales y mantienen tranquilas las aguas profundas de sotavento, condiciones ideales para observar cachalotes. Y Gero, quien cruza la cubierta descalzo en pantalones cortos, ha estudiado de cerca más familias de cachalotes que quizá cualquier otro ser humano en la historia.
Desde 2005, este profesor adjunto de la Universidad danesa de Aarhus y de las universidades canadienses de Carleton y Dalhousie ha venido a este reluciente remolino de sargazo y espuma para estudiar estos gigantes. En lugar de encontrar una “encarnación monomaníaca” de “mala voluntad”, como describió Herman Melville al cachalote en Moby Dick, Gero ve animales pacíficos y juguetones. Puede identificar docenas de ellos a simple vista. Ahí está Canopener, que juega con los investigadores y se acerca a su embarcación antes de girar hacia un lado para mirar a la tripulación de Gero. También está Digit, que estuvo a punto de morir después de nadar entre los aparejos de pesca donde se le atoró la cola, que casi le amputan (ya está curada), y que le impedían bucear para buscar comida El de la aleta caudal dentada se llama Knife; el que tiene una extraña hendidura en la suya, Spoon.
Las ballenas que conoce son “especialistas en islas” locales, me dice Gero. Las sigue a medida que se mueven por los cañones submarinos de Dominica, entre las islas de Guadalupe y Martinica. Las ha seguido mientras duermen, dan a luz, amamantan, hacen sus primeras inmersiones, juegan con sus primos y mueren. Las ha grabado nadando a más profundidad de la que viajan la mayoría de los submarinos. Conoce sus vidas tan de cerca que sus hijos en casa pueden recitar sus nombres. Después de más de una semana en el mar, hoy nos despertamos para encontrar que las locales se habían ido y habían sido reemplazadas por ocho forasteras que nadaban en las olas a nuestro alrededor. Gero es sociable por naturaleza, pero ahora lo vi más emocionado. Les grita a los estudiantes para que suelten las grabadoras subacuáticas llamadas hidrófonos. Les advierte que tengan sus cámaras preparadas para fotografiar las aletas que, como huellas digitales, ayudan a identificar a cada ballena mientras se sumergen.
Estas ballenas nuevas son animales que él apenas conoce, vagabundos itinerantes de otra comunidad. En ocasiones comparten espacio con las habituales, pero nunca interactúan con ellas. Para mí, son elegantes y gloriosas, aunque no tan diferentes de las ballenas locales que vimos ayer. Para Gero, son prueba inequívoca de que Dominica alberga tradiciones balleneras paralelas: dos culturas tan divergentes como los agricultores y los cazadores-recolectores nómadas.
Las raíces de este conocimiento provienen del hombre al timón de nuestro velero, el mentor de Gero, Hal Whitehead. Con el pelo rizado y el ala del sombrero ladeada por el viento, el profesor de la Universidad de Dalhousie dirige nuestra embarcación con un ojo puesto en nuestros visitantes.
Las alianzas de las ballenas, lo complejo de sus conversaciones y la forma en que atraen a sus parejas o cuidan de sus crías nos resultan inquietantemente familiares. Los misterios que develamos indican que hay criaturas muy parecidas a nosotros.