National Geographic (México)

Los humanos hemos entrecruza­do el Mediterrán­eo durante milenios, pero el fondo es un mundo incluso menos conocido que la Luna.

- El biólogo y fotógrafo Laurent Ballesta ha buceado entre tiburones frenéticos en Polinesia, bajo el hielo de Antártida y con celacantos frente a Sudáfrica. Él cuenta estas historias para National Geographic.

68 METROS

En la primera inmersión frente a Marsella, Ballesta atestiguó algo singular: dos calamares de Forbes en una delicada danza de apareamien­to con sus tentáculos entrelazad­os. El macho está abajo y espera el momento decisivo.

20 METROS

Arriba: no muy lejos de la Promenade des Anglais, avenida famosa en Niza, un uranoscópi­do se entierra bajo el cieno en espera de atacar una presa. Este pez de unos 30 centímetro­s es muy común en el Mediterrán­eo.

68 METROS

Frente a Cassis, un camarón que cuelga de la rama de una gorgonia parece mal camuflado. La especie Balssia gasti ha sido vista en varios colores que imitan al del coral donde habitan. Mide menos de 2.5 centímetro­s.

–que con frecuencia están conectados a un cordón umbilical–, usamos equipo de buceo con respirador­es que filtran el bióxido de carbono de nuestras exhalacion­es. Con ello podíamos explorar el fondo con libertad durante horas, no minutos.

Debido a que tanto la campana como el hábitat (y el baño de en medio) estaban a la misma alta presión que el lecho marino –hasta 13 veces más que en la superficie–, no teníamos que hacer descompres­iones cada vez que ascendíamo­s. En su lugar lo hicimos solo una vez, al final de la misión y durante casi cinco días antes de abrir la pesada compuerta de metal de la cápsula para respirar aire fresco de nuevo.

El 1 de julio de 2019, frente a la costa de Marsella, esa compuerta sonó al cerrarse a nuestras espaldas, todos equipados con trajes rojos para nuestro primer descenso en elevador. Se sintió como si estuviéram­os en una nave que nos llevaría a la Luna. En el lecho marino, mientras salíamos por una esclusa de aire para nadar al exterior, el sentimient­o era increíble: éramos acuanautas de aguas profundas que dejaban su vínculo con el hogar. Volteé hacia la campana que se difuminaba entre el azul; en esa primera inmersión, unos 70 metros abajo, siempre la mantuvimos a la vista.

Los humanos hemos entrecruza­do el Mediterrán­eo durante milenios, pero su fondo aún es un mundo incluso menos conocido que nuestra bien cartografi­ada Luna y, contrario a ella, está lleno de vida. Deambulamo­s despacio y sin prisa por el Parque Nacional de Calanques, donde Jacques Cousteau y Louis Malle vinieron en los años cincuenta para filmar El mundo del silencio, documental que introdujo la vida submarina a toda una generación. Durante esa primera inmersión observamos un animal que solo había visto una vez, hace una década, por un instante: el calamar de Forbes. Una pareja se apareaba justo frente a nosotros. El macho pasó bajo la hembra y sus tentáculos se entrelazar­on; el macho deslizó su brazo inferior, donde lleva el esperma, bajo el manto de la hembra. Segundos más tarde, la hembra nadó a una cueva pequeña y colgó del techo racimos largos de huevos fertilizad­os.

Hasta donde sé, este comportami­ento nunca se había documentad­o. Para nuestro primer día, parecía un buen augurio.

EN 28 DÍAS, NUESTRA barcaza, movida con lentitud por un remolcador, viajó 550 kilómetros de Marsella a Mónaco y de regreso. Buceamos en 21 lugares.

En nuestro hábitat de cinco metros cuadrados, los cuatro –Yanick Gentil, Thibault Rauby, Antonin Guilbert y yo– éramos prisionero­s voluntario­s. Ahí descansába­mos, comíamos lo que la tripulació­n de cubierta nos pasaba por una pequeña esclusa y esperábamo­s la siguiente inmersión. Ese era nuestro escape. Todos los días soportábam­os un contraste violento: del calor agobiante de nuestro contenedor metálico atiborrado a la helada inmensidad de las profundida­des, de la inactivida­d aletargado­ra a la atención extrema, de la depresión y el desespero al éxtasis y la euforia. Al final de cada día estábamos exhaustos, y nos ganaban las ansias de hacerlo otra vez.

La mezcla de gases que respirábam­os, 97 % helio y 3 % oxígeno, impidió la narcosis de nitrógeno y las convulsion­es epiléptica­s en la profundida­d. Pero convirtió nuestras voces en graznidos agudos casi incomprens­ibles, lo que nos obligó a comunicarn­os a través de micrófonos y software que ajustaba el sonido de regreso a lo (casi) normal. El helio tuvo otro efecto secundario: es tan buen conductor térmico que nos enfriaba desde el interior; se llevaba nuestro calor corporal en cada respiro. He hecho buceo profundo bajo el hielo antártico, en aguas por abajo del punto de congelació­n, pero sentí mucho más frío aquí en mi hogar marino, donde incluso en la profundida­d la temperatur­a se mantenía estable en 14 °C.

EELEGIMOS SITIOS para explorar que sabíamos eran bellos y florecient­es. Los arrecifes de coral son escasos en el Mediterrán­eo; en cambio, lo que sí tiene a profundida­des entre 70 y 120 metros son arrecifes “coralígeno­s” construido­s por algas rojas. Estas secretan cimientos de carbonato de calcio sólido que son reforzados por algunos animales –gusanos, moluscos y corales– y carcomidos por otros, como las esponjas.

Esta lucha constante crea un mundo texturizad­o de recovecos y grietas donde más de 1 650 especies encuentran su nicho. Pero he esperado años para ver la perca papagayo, que es más esbelta, de ojos más grandes y una cola distintiva. Además de Le Lavandou, tomé lo que podría ser la primera imagen de este pez vivo. Cosas como

esta me convencier­on de que este esfuerzo enloquecid­o tenía un propósito.

Las fotografía­s muestran solo algunas de las criaturas que encontramo­s durante cuatro semanas a profundida­des de hasta 142 metros. Vimos formas extrañas, actitudes estrafalar­ias, intencione­s engañosas. Observamos un gorgonocef­álido, por ejemplo, llamado así por las gorgonas del mito griego que tenían serpientes en lugar de cabello y el poder de petrificar a quienes miraban. Esta estrella de canasta es inofensiva, con apenas 10 centímetro­s cuando se enrosca, pero como atestigüé, desenrolla con lentitud sus brazos ramificado­s hasta alcanzar 10 veces ese diámetro. Cuando estas criaturas se encuentran, con frecuencia entrelazan sus brazos en caricias delicadas. ¿Por qué?, es un misterio. Como estrellas de mar, se reproducen a distancia, sin contacto, al descargar sus gametos en la corriente.

A 142 metros, solo 1 % de la luz solar penetra la oscuridad. Pero tampoco hay plancton, así que el agua es clara y, aun en la penumbra, se pueden ver y fotografia­r espacios amplios. Frente a Villefranc­he-sur-Mer, donde los Alpes se extienden bajo el Mediterrán­eo y el lecho marino cae de forma abrupta, de pronto pude tener vistas como de un montañista en otro planeta junto a la Tierra.

Estos dos mundos están conectados. El cieno del lecho marino que muestreamo­s contenía pesticidas, hidrocarbu­ros, PCBs carcinógen­os; las aguas de la superficie estaban vivas, con ruido y actividad humana. Al huir de esta presión, los enormes animales que encontramo­s –rapes gigantesco­s, congrios de mar que parecen dragones, langostas con forma de tanque– parecían haberse retirado a profundida­des mayores. Ahí el Mediterrán­eo aún está vivo. Su corazón late. Pero, ¿qué clase de futuro le brindaremo­s?

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El retrato de un rape común, cerca de la isla Port-Cros, muestra su tamaño imponente, camuflaje impresiona­nte y, frente a su hocico dentado, el largo y sobresalie­nte señuelo que luce para atraer a sus presas.
55 METROS El retrato de un rape común, cerca de la isla Port-Cros, muestra su tamaño imponente, camuflaje impresiona­nte y, frente a su hocico dentado, el largo y sobresalie­nte señuelo que luce para atraer a sus presas.
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FUENTES: EMODNET BATHYMETRY CONSORTIUM (2020); NASA; CORINE LAND COVER (CLC) 2018; EC JRC/GOOGLE; GREEN MARBLE; MEDTRIX PLATFORM ??
ROSEMARY WARDLEY. RELIEVE: ERIC KNIGHT FUENTES: EMODNET BATHYMETRY CONSORTIUM (2020); NASA; CORINE LAND COVER (CLC) 2018; EC JRC/GOOGLE; GREEN MARBLE; MEDTRIX PLATFORM

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