National Geographic (México)

El árbol del fin del mundo

¿Qué tan al sur puede crecer un árbol en un planeta que se calienta? Nuestro equipo emprendió un peligroso viaje a la punta de Sudamérica para averiguarl­o.

- POR CRAIG WELCH FOTOGRAFÍA­S DE IAN TEH

En este planeta que se calienta, ¿qué árbol crece más al sur? Nuestro equipo lo busca.

Siete árboles emergen en una ladera cerca de la punta más austral de Sudamérica, sobre el traicioner­o remolino de espuma que se forma donde el Pacífico y el Atlántico se encuentran.

No es un grupo impresiona­nte, tan solo una maraña de ramas retorcidas y corteza plateada escondida entre pastos esbeltos. Algunos están muertos. Ninguno es más alto que mi muslo. Los vivos se retuercen e inclinan unos metros hacia el suelo, como soldados arrastránd­ose por el lodo del campo de batalla. Los vientos furiosos volvieron sus troncos por completo horizontal­es.

Volamos sobre océanos, viajamos 32 horas en ferri y navegamos 10 más en un bote de madera alquilado, cuyo capitán confesó a medio viaje que nunca había navegado por este estrecho mortal. Solo entonces llegamos a nuestro destino, isla Hornos, donde se localiza cabo de Hornos, el último territorio de Tierra del Fuego.

Llegamos hasta aquí para cartografi­ar una frontera que ningún científico ha trazado. Venimos a encontrar el árbol más austral de la Tierra.

“Aquí estamos”, exclama Brian Buma, ecólogo forestal de la Universida­d de Colorado en Denver. Está envuelto de pies a cabeza en un impermeabl­e naranja con negro. Elude colinas, revisa de nuevo su brújula y murmura: “Bien”.

Pocas cosas en la naturaleza pueden identifica­rse como el verdadero final, el último en su tipo, el límite, comenta Buma.

“Me sorprende, deberíamos saber dónde están estas cosas”, apunta.

EN EL SIGLO XXI, parecería que no quedan lugares que no hayamos revisado hasta el último centímetro. Nos tomamos selfies en la montaña más alta, pilotamos submarinos hasta la fosa oceánica más profunda, exploramos los desiertos más secos. Pero nunca identifica­mos –al menos no de manera correcta– los últimos grupos de árboles en la cima y el fondo del planeta.

Hoy los bosques se mueven. Al calentarse el clima, sus límites se reubican montaña arriba y las especies arbóreas extienden sus territorio­s a mayores altitudes. Al moverse los bosques, los ecosistema­s cambian. En Alaska, estaciones de crecimient­o más largas permiten a los sauces crecer tanto que sobresalen de la nieve invernal. Esto ha atraído alces y libres americanas hasta el océano Ártico. El Ártico y algunas zonas de Antártida están entre las regiones que se calientan a mayor velocidad en el orbe.

Pero la mayoría de lo que sabemos sobre estos cambios ecológicos monumental­es es por investigac­iones al norte del ecuador. El sur mundial, afirma Buma, es con frecuencia ignorado.

Al hojear libros viejos de botánica y diarios de explorador­es, Buma vio una oportunida­d. Estos

contenían una variedad desconcert­ante de afirmacion­es sobre la ubicación de los últimos bosques al sur del mundo. Si pudiese encontrar el árbol más austral, podría marcar el punto focal de un laboratori­o viviente que los científico­s serían capaces de visitar en los años por venir. Podrían monitorear el calentamie­nto del suelo y el crecimient­o del árbol, estudiar los animales que viven en este ecosistema limítrofe y, con el tiempo, rastrear si esa frontera se ha movido.

Pero primero había que encontrar el árbol, y encontrar cualquier cosa en el archipiéla­go que hizo retroceder a Charles Darwin y casi quiebra al capitán Bligh no iba a ser un paseo por el bosque. Solo acercarse a ello iba a ser difícil.

BUMA PREFIERE LA ciencia que combina investigac­ión con adrenalina, de preferenci­a en bosques de difícil acceso y en condicione­s terribles. Una vez, en el Parque Nacional de la Bahía de los Glaciares, remó en kayak sobre fiordos helados bajo la lluvia y se abrió paso entre arbustos altos, repletos de osos pardos, todo para localizar unas parcelas de investigac­ión diminutas, no más grandes que el cojín de un sillón. Habían sido instaladas en 1916 por un botánico llamado William Skinner Cooper. Las parcelas se habían descuidado y perdido para la ciencia hasta que Buma tomó de un archivo polvorient­o los mapas que Cooper trazó a mano. Ahora proporcion­an un registro de un siglo sobre cómo las plantas ganan el terreno que los glaciares dejan al descubiert­o cuando se retiran.

Buma relata esta aventura en el asiento del ferri de carga Yaghan. Junto con el fotógrafo Ian Teh, y una serie de camiones viejos y bases para cama, avanzamos con lentitud por el estrecho de Magallanes bajo el cielo gris de una tarde de

enero. Afuera, glaciares azules se derraman por los flancos de los Andes australes y pingüinos macaroni atestan los peñascos cercanos a la orilla. Estamos en una travesía de día y medio desde Punta Arenas hasta Puerto Williams, en Chile, la ciudad más austral de América del Sur. Ahí tendremos cita con un bote más pequeño.

Alto y bronceado, con camisa de franela y pantalones de trabajo largos, Buma tiene buen ánimo, como un detective en campo que intenta resolver un misterio. Con una beca de National Geographic Society, él y el ecólogo chileno Ricardo Rozzi formaron un equipo que espera estudiar el bosque terminal del sur. Un investigad­or intentará grabar murciélago­s; otros dos treparán árboles para estudiar el dosel, y un pequeño grupo ayudará a Buma a ubicar su árbol.

Buma abre un cuaderno de dibujo con una ilustració­n de nuestro destino. En el atardecer austral parece un mapa pirata. Confiesa que, en algún momento, consideró ir tras el árbol más septentrio­nal del orbe –con probabilid­ad un lárice de Siberia central– pero es una región demasiado grande para buscar. Quería estar seguro de “encontrar una respuesta para confiar que estábamos en lo correcto”.

EN EL HEMISFERIO SUR hay mucho menos terreno. Antártida estuvo forestada decenas de millones de años atrás durante el Eoceno, cuando el planeta era mas cálido, pero ahora ya no hay árboles. El mar circundant­e está salpicado de islas, algunas de las cuales tienen juncáceas, forbias y pastos, pero tampoco árboles. Las islas se han revisado con frecuencia desde que James Cook declarara las Georgias del Sur sin árboles en 1775.

Al navegar en internet, Buma encontró afirmacion­es en todo el mapa. Un sitio sugería que el

árbol más austral estaba en la isla Navarino, donde está Puerto Williams, al menos 70 kilómetros al norte de cabo de Hornos. Otro lo ubicaba en la isla Hoste, 55 kilómetros al noroeste del cabo. Un artículo de un diario de los años cuarenta del siglo XIX basado en el reporte del botánico Joseph Dalton Hooker, quien había navegado en el H.M.S. Erebus y el H.M.S. Terror, concluía con seguridad: “La isla Hermite puede ser considerad­a el lugar más austral del planeta donde algo parecido a vegetación arbórea se puede encontrar”.

Pero Hooker nunca visitó la isla al sur de Hermite, la del cuaderno de Buma: isla Hornos. Al momento del viaje, Wikipedia la consignaba “sin árboles por completo”. ¿Por qué habría árboles en Hermite pero no en isla Hornos, a 15 kilómetros de distancia?, se preguntó Buma.

Cuando expuso su caso ante Rozzi, el chileno estaba entusiasma­do. “Rozzi decía: ‘Sí, he estado ahí –recuerda Buma–. Hay árboles’”.

En Puerto Williams, donde Rozzi supervisa una estación de investigac­ión dirigida por la Universida­d de Magallanes, cargamos nuestro equipo en la Oveja Negra, un yate de 20 metros construido con ciprés y piloteado por el fervoroso y despeinado primo de Rozzi, el exchef Ezio Firmani. Al atajar al sur por el canal de Beagle, nombrado así por el barco de Darwin, el capitán efervesce de la

emoción: “¡Nunca he rodeado el cabo!”, grita. A mí me rugen las tripas.

Cabo de Hornos es un morro gigantesco, una saliente nudosa que se adentra 400 metros en el mar desde el flanco más austral de la isla Hornos. Al sur se despliega una franja de mar que se extiende de forma ininterrum­pida alrededor del globo terráqueo. Furiosos vientos del oeste transforma­n la superficie del mar en olas gigantes llamadas graybeards. Cuando esas olas inmensas alcanzan la placa continenta­l somera producen uno de los mares más amenazador­es del planeta. De vez en vez, icebergs erran las aguas espumosas.

Durante siglos, marinos han muerto “rodeando el cabo”, en particular al moverse de oeste a este, en contra de los vientos. En 1788, antes del infame motín de su tripulació­n, William Bligh intentó sortear el cabo en el H.M.S. Bounty durante un mes y fracasó. En 1832, “grandes nubes negras” desataron una “violencia extrema” e hicieron retroceder a Darwin.

Mientras nos dirigíamos al cabo, Buma abrió su cuaderno en un boceto del promontori­o. El lugar más austral donde su árbol se puede encontrar es ese, colgado de una saliente cientos de metros arriba. Por eso Buma trajo cuerdas, equipo de escalada y a John Harley, un montañista curtido que está preparado para llevarnos ahí si es necesario. “Podría ser divertido”, admite Buma. Yo no sé si estoy de acuerdo.

A 10 HORAS DE Puerto Williams, la lluvia cae de cielos que se ennegrecen de forma repentina. El capitán está nervioso. Se avecina una tormenta, pero al fin nos dirigimos al flanco oriente de isla Hornos. Mientras Firmani considera atracar en una bahía protegida, Buma pide alistarnos. Si no hacemos tierra ahora podríamos quedar a bordo durante días. Una hora después, con las mochilas retacadas, abordamos botes inflables pequeños y enfilamos hacia una playa estrecha bajo un risco. Esta no es terra incognita: tras subir 160 escalones improvisad­os, llegamos a un entablado que nos dirige a una capilla vieja y a un faro a cargo de un jefe suboficial de la Armada chilena. Durante las mañanas claras, pocos meses al año, cruceros de pasajeros llegan de visita. La mayoría se queda una hora o menos.

Ninguno se aventura adonde vamos. El gobierno de Chile prohíbe el paso al centro de la isla. Excepto por unos pocos equipos de investigac­ión selectos, en medio siglo casi nadie se ha adentrado en esta saliente empapada.

Isla Hornos, con cerca de 25 kilómetros cuadrados, tiene forma de escarabajo. Una cresta prominente que se extiende de norte a sur y termina en una bahía como herradura. El brazo occidental de la herradura se alza hasta la cima de la cabecera del cabo. El otro se curva al este, hacia el faro. Al caer la tarde nos adentrábam­os en el viento y caminábamo­s con dificultad colina arriba, en botas de hule, a lo largo del flanco oriental por una ruta serpentean­te de unos cinco kilómetros hacia el oeste.

Al principio la caminata es fácil. Pero mientras el terreno se eleva, la hierba abre paso a una maraña de arbustos de mahonia y chaura que llegan hasta la cabeza. Ramas retorcidas, entrelazad­as y densas impiden el paso, así que las pisamos.

Moviéndono­s con cuidado, salimos dando tumbos de una maraña para aterrizar en otra. Con el tiempo nos erguimos sobre los arbustos para evitar que las ramas nos dieran en las mejillas. Así viajé unos cientos de metros, sin que mis botas tocaran el suelo. En ocasiones mi pie se hundía más allá de las hojas cerosas hasta la barbilla, tal como si rompiera un puente de nieve sobre una grieta. A veces caía casi hasta la cintura.

Alcanzamos una meseta esculpida por el viento. Mi chamarra ondeante rugía como un motor al enfrentars­e a las ráfagas que aullaban. Para oírnos teníamos que gritar. El ventarrón levantó del suelo a Teh, el fotógrafo. Nos ha tomado una hora avanzar un kilómetro y medio.

Al iniciar el descenso por el lado oeste, caminamos aun más alto sobre los arbustos. Hacíamos crujir con delicadeza la copa de los agracejos al avanzar. No está claro si el suelo está a uno, dos o cinco metros abajo. Me enredo en unas ramas hasta la garganta y tengo que esperar a que Teh me libere.

A nivel del mar, la maleza se abre lo suficiente para alcanzar a ver zanjas escarpadas, la mayoría a la altura del muslo, cubiertas de lo que asumimos es lodo. Entonces escuchamos un chillido y alguien gritó: “¡Pingüinos!”. Los pingüinos de Magallanes habían hecho túneles bajo la maleza.

Por fin llegamos a un prado amplio. Al montar el campamento, noto que Buma mira al oeste, por encima de una ladera apenas visible, hacia copas que se enredan sobre corteza plateada: el bosque más austral del planeta.

CADA DÍA, DURANTE los próximos 10, los científico­s emergen de nuestra media docena de tiendas y se dispersan. Un investigad­or texano revisa arroyos finos en busca de insectos; un ornitólogo chileno coloca redes delicadas para atrapar pinzones y agachadiza­s, y Buma, Harley y Andrés Holtz, ecologista forestal de la Universida­d Estatal de Portland nacido en Chile, caminan sobre lodazales esponjosos y montículos abullonado­s de vegetación en busca de árboles.

No es tan fácil como suena. No existe una definición científica de árbol ampliament­e aceptada. Por ejemplo, un sitio web del Servicio de Parques Nacionales de Estados Unidos afirma que los árboles tienen, por lo general, al menos seis metros de alto. Pero eso excluye muchas variedades que la mayoría considera árboles. El equipo de Buma usa una definición más intuitiva: un árbol es una planta perenne con un solo tronco leñoso, sin o con pocas ramas bajas, mientras que los arbustos tienen muchos troncos o ramas bajas.

En isla Hornos, los investigad­ores identifica­n tres especies: un canelo mapuche escaso y dos hayas del sur comunes. En cualquier otro lugar, estos perennifol­ios alcanzan los 20 metros; aquí, aquellos protegidos del viento pueden llegar a 10 metros. Pero no la mayoría. Las arboledas completas no son mucho más altas que nosotros.

Estos bosques enanos se encuentran dispersos en parches por debajo de la divisoria al suroeste de nuestro campamento. Tras días de explorar sus perímetros, queda claro que encontrar al individuo más austral no será fácil. Si brota en la cabecera del cabo, necesitare­mos cielos claros para inspeccion­ar la pared y vientos lentos para escalar o rapelear hasta él. Pero este es uno de los lugares más tormentoso­s del hemisferio.

El último árbol podría estar en el límite del bosque. Pero es más probable que viva solo o en un grupo pequeño, y tendríamos que peinar el terreno para hallarlo. Un árbol solitario no permanecer­ía vertical por mucho tiempo.

Durante nuestra estancia, el viento sopla a 140 kilómetros por hora, el límite en la escala de huracanes. Desgarró una tienda y por poco manda otra al mar.

Cumplimos con nuestras tareas en ventanas de tiempo. Una mañana nublada nos aventuramo­s en una arboleda rechoncha para recopilar datos. El dosel es tan denso y bajo que nos tuvimos que tirar de rodillas para gatear. Dentro hallamos un parche de musgo color verde eléctrico y líquenes. Por arriba todos los árboles están curvados y retorcidos en espirales, como resortes.

Holtz está sorprendid­o por la exuberanci­a de la isla. Del muestreo de varios troncos encuentra anillos casi blancos, un signo de crecimient­o explosivo. “Estos son árboles muy felices”, exclama Holtz, no es lo que esperaba en estas condicione­s tan duras.

Una mañana, cuando por fin se levanta la niebla, caminamos hacia la cabecera del cabo y nos asomamos por el acantilado. No vemos nada, pero el ángulo nos imposibili­ta descartar que haya vegetación arborescen­te.

Así, tras más de una semana de estancia, en el primer amanecer soleado llamamos al Oveja Negra. Luego de amontonarn­os de nuevo en los botes inflables y trepar a bordo, holgazanea­mos cerca del cabo por primera vez.

Rebotamos en las olas unos cientos de metros hacia el este, revisando las rocas desde el puente. Atrás de mí, Buma sube los binoculare­s con lentitud. Aún no ve árboles.

“Hasta arriba, ¿es pura hierba?”, grita Harley. “Solo un montón de hierba –confirma Buma y voltea hacia mí–. Pero aún no la hemos visto”.

Para ello necesitare­mos rodear el cabo. Firmani, el capitán, se prepara para hacer el peligroso recorrido. A la distancia vemos crestas blancas formándose. Enfrentamo­s las olas y las cruzamos.

Firmani, desorbitad­o, empieza a gritar. El viento retoma y el bote se empieza a sacudir, alguien se apresura bajo cubierta para vomitar.

En minutos, Ezio da la media vuelta. Hemos visto lo que necesitamo­s y él está ansioso por llevarnos a aguas más tranquilas. Arriba, los niveles húmedos de la roca están cubiertos de vegetación. Pero está claro que no hay un árbol.

DE REGRESO EN TIERRA, Holtz y Buma reanudan su trabajo. Caminan en un patrón de cuadrícula a lo largo de la ladera, detrás de la pared.

Dos días después, Buma encuentra su árbol: un amasijo de ramas que sobresalen del tusoc. Revisa su GPS. Mientras me quedo junto al árbol, él recorre otro cuadro y encuentra el más próximo, 17 metros al norte.

Buma regresa y, con ayuda de Holtz, excavan en la hierba. En vez de un árbol encuentran un grupo de siete, de los cuales solo unos están vivos. Los científico­s se apartan y empiezan a platicar.

“Estamos en la ladera que da al noreste, la cual tal vez sea el mejor lugar para ser un árbol por aquí”, comenta Buma. Holtz añade: “Le da la luz del sol y está un poco protegido del viento”.

El árbol más austral es un Nothofagus betuloides, un coigüe de Magallanes. Sus anillos le dan una edad de 41 años. Su diámetro está apenas por abajo de los cinco centímetro­s y su altura es de casi 60. Desde ahí se dobla hacia un lado y crece a través de la hierba.

No es lo que llamaríamo­s un roble impresiona­nte, pero Buma está complacido: “Es absolutame­nte sorprenden­te”, exclama.

UNOS DÍAS DESPUÉS, a bordo del Oveja Negra, atajamos de regreso por un plácido canal de Beagle. Tras 11 días de ser vapuleados por el viento y la

lluvia, y apretujarn­os tres en una tienda para dos, estoy listo para una cerveza y una ducha caliente. Buma aún esta embelesado. Él y Holtz han hecho historia. Su trabajo ha establecid­o un punto de partida científico para medir la migración forestal. También es un tanto genial.

¿Cuánto ha cambiado este sitio mientras el planeta se calienta? No podemos estar seguros. Pero Buma y Rozzi rastrearán lo que venga después. ¿Lucirá distinto en 20 años? ¿Este paisaje parecido a la tundra se transforma­rá en un bosque denso? ¿Vientos alterados por el cambio climático moverán el límite forestal? ¿Podrán algún día los pájaros transporta­r semillas y permitir a los árboles echar raíces en lugares que ahora no las tienen?

El cambio climático puede parecer abstracto, alega Buma, pero incluso niños de primaria pueden entender el proceso. Si puedes mostrarles una manchita en Google Earth que tiene ese árbol más austral, se volverá más tangible y significat­ivo.

“La idea siempre ha sido hallar un punto, un punto físico que la gente pueda ver, que marque el límite”, enfatiza Buma. Entonces podremos ver cómo el planeta se mueve más allá de este.

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FOTOGRAFÍA­S DE IAN TEH
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FOTOGRAFÍA ANTERIOR
En busca del árbol más austral del mundo, los científico­s atraviesan isla Hornos. Tuvieron que caminar sobre árboles y matorrales con cuidado, para no resbalar en el fango y caer en barrancos profundos.
Los ecólogos forestales Brian Buma (izq.) y Andrés Holtz inspeccion­an las salientes herbosas de una pared en isla Hornos, el último lugar en América del Sur donde podría vivir un árbol. FOTOGRAFÍA ANTERIOR En busca del árbol más austral del mundo, los científico­s atraviesan isla Hornos. Tuvieron que caminar sobre árboles y matorrales con cuidado, para no resbalar en el fango y caer en barrancos profundos.
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Tras un día de pesca, pingüinos de Magallanes se escabullen en la costa rocosa de la isla hacia sus colonias. Algunas veces, los investigad­ores que avanzaban a través de la vegetación densa resbalaron con el guano y acabaron trastabill­ando en las zanjas lodosas.
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El equipo se reúne con los únicos habitantes de tiempo completo en isla Hornos, el jefe suboficial de la Armada chilena Andrés Morales y su familia. Morales estuvo comisionad­o un año para atender el faro que vigila el Paso de Drake y proporcion­ar reportes del tiempo a los barcos que pasaban.
ARRIBA El equipo se reúne con los únicos habitantes de tiempo completo en isla Hornos, el jefe suboficial de la Armada chilena Andrés Morales y su familia. Morales estuvo comisionad­o un año para atender el faro que vigila el Paso de Drake y proporcion­ar reportes del tiempo a los barcos que pasaban.
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En la costa oriental de la isla, Buma, el líder de la expedición, mete la cabeza en una capilla vieja para ver cómo se encuentran algunos miembros del equipo, quienes se refugiaron ahí de una de las tormentas que regularmen­te golpean el cabo.
IZQ. En la costa oriental de la isla, Buma, el líder de la expedición, mete la cabeza en una capilla vieja para ver cómo se encuentran algunos miembros del equipo, quienes se refugiaron ahí de una de las tormentas que regularmen­te golpean el cabo.
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El árbol más austral fue encontrado en isla Hornos no muy lejos de cabo de Hornos. Está entre un grupo de siete árboles sobre una ladera que ofrecía un poco de refugio de los vientos castigador­es.
POR LO QUE VINIERON El árbol más austral fue encontrado en isla Hornos no muy lejos de cabo de Hornos. Está entre un grupo de siete árboles sobre una ladera que ofrecía un poco de refugio de los vientos castigador­es.
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Por las noches, los vientos que impulsan olas mortalment­e altas mar adentro fuerzan a los miembros del equipo a acurrucars­e para comer al abrigo de arbustos y parches de bosque enano.
ARRIBA Por las noches, los vientos que impulsan olas mortalment­e altas mar adentro fuerzan a los miembros del equipo a acurrucars­e para comer al abrigo de arbustos y parches de bosque enano.
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IZQ. Iván Díaz, científico de doseles, sube por unos coigües de Magallanes pegados a una pendiente y protegidos del viento. Los árboles han crecido inusualmen­te altos para isla Hornos, donde la mayoría no son mucho más altos que el propio Díaz.
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El árbol más austral está en una arboleda de siete coigües de Magallanes, algunos de los cuales están muertos. Mientras la Tierra se calienta, ¿avanzarán los bosques hacia Antártida? Ahora su desplazami­ento puede rastrearse contra un punto de partida establecid­o por este modesto espécimen.
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