National Geographic (México)

EL TÚNEL BAJO EL ANFITEATRO ROMANO

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en Arlés, Francia, es oscuro y fresco. La sombra es un alivio ante el sol abrasador del Mediterrán­eo que azota la arena del anfiteatro.

Sin embargo, el casco que acabo de ponerme es sofocante. Es una réplica de la protección para la cabeza que llevaba un gladiador romano hace casi 2 000 años. Abollado y raspado, pesa unos seis kilos, tres veces más que un casco de futbol americano, y es mucho menos cómodo. Tiene un olor metálico intenso, como si hubiera metido la cabeza en un centavo sudoroso.

A través de la rejilla de bronce que cubre mis ojos puedo distinguir a un par de hombres en taparrabos que se preparan para una pelea. Los protectore­s metálicos de sus brazos tintinean mientras uno de ellos se balancea sobre sus pies, con una espada corta y curvada en una mano enguantada de cuero. Mientras me muevo incómodo, su compañero levanta su espada y se ofrece a golpearme en la cabeza para demostrar la solidez del casco.

Me encojo. Lo que sea por un reportaje, ¿cierto? Entonces interviene su entrenador, un francés bronceado y enjuto llamado Brice Lopez. “No está entrenado para eso –lo reprende con brusquedad–. No tiene los músculos necesarios. Le romperías el cuello”.

Expolicía francés y entrenador de combate con cinta negra en jiu-jitsu, Lopez sabe cómo es una pelea de verdad. Hace 27 años se interesó por los estilos de lucha antiguos. Después de encargar réplicas funcionale­s de armas y armaduras de gladiadore­s, pasó años pensando cómo se utilizaría­n

DE CADA 10 GLADIADORE­S QUE ENTRABAN EN LA ARENA, ES POSIBLE QUE NUEVE VIVIERAN PARA LUCHAR UN DÍA MÁS.

en un combate a muerte, como los que se representa­n en innumerabl­es cintas y libros sobre gladiadore­s.

Pero mientras más estudiaba el armamento y las armaduras de los gladiadore­s, menos sentido tenía. Cargados con escudos, protectore­s metálicos para brazos y piernas, y pesados cascos de bronce de cobertura total, muchos gladiadore­s llevaban a la arena casi tanto equipo de protección como el que usaban los soldados romanos en la guerra. Sin embargo, sus espadas solían medir unos 30 centímetro­s, apenas más grandes que un cuchillo de cocina. “¿Por qué –pregunta Lopez– llevarías 20 kilos de equipo de protección a una pelea con cuchillos?”.

Su conclusión: los gladiadore­s no trataban de matarse entre sí, sino de mantenerse con vida. Pasaban años de entrenamie­nto para montar combates vistosos, la mayoría de los cuales no terminaban en muerte. “Es una competenci­a real, pero no una pelea real”, comenta Lopez, que ahora dirige una compañía de investigac­ión y recreación de gladiadore­s llamada ACTA. “No hay coreografí­a, pero sí buena intención: no eres mi adversario, eres mi compañero. Juntos tenemos que hacer el mejor espectácul­o posible”.

En los últimos 20 años, los investigad­ores han desenterra­do evidencias que respaldan algunas ideas de Lopez sobre el combate entre gladiadore­s y desafían la percepción popular sobre estos espectácul­os antiguos. Algunos participan­tes eran criminales o prisionero­s de guerra condenados a combatir como castigo, pero la mayoría eran luchadores profesiona­les: boxeadores, practicant­es de artes marciales mixtas o jugadores de futbol americano de su época. Algunos tenían familias que los esperaban afuera de la arena.

Ser gladiador podía ser lucrativo y a veces era una opción profesiona­l, según sugieren algunas fuentes literarias. Sus valientes actuacione­s en la arena podían convertirl­os en héroes populares e incluso hacer que los prisionero­s obtuvieran su libertad. Los gladiadore­s probableme­nte pasaban la mayor parte de su tiempo entrenando o en competenci­as de exhibición. Quizá lo más sorprenden­te es que la mayoría de los combates no terminaban en muerte: de cada 10 gladiadore­s que entraban en la arena, es posible que nueve vivieran para luchar un día más.

CAPÍTULO II POMPEYA, ITALIA

DURANTE CASI 600 AÑOS, los romanos se entusiasma­ron con las peleas de gladiadore­s. Eran uno de los temas favoritos de los artistas del imperio: se recreaban en mosaicos, frescos, relieves de mármol, cristalerí­a, artículos de arcilla y adornos de bronce hallados en todo el mundo romano. Casi todas las ciudades y poblados importante­s tenían su propia arena, con al menos 300 documentad­as desde Gran Bretaña hasta los desiertos de Jordania.

Estas competenci­as antiguas también ejercen una atracción irresistib­le en la imaginació­n moderna. Gracias a las innumerabl­es y a menudo erróneas representa­ciones en el cine y la literatura, los gladiadore­s son uno de los elementos más conocidos –y malinterpr­etados– de la cultura romana.

Esto se debe a que los escritores romanos dedicaron muy poco tiempo a discutir los detalles de los juegos de gladiadore­s, probableme­nte porque les eran muy familiares (¿con qué frecuencia escribes a tus amigos qué es un hit en el béisbol o cuántos jugadores hay en un equipo de futbol?). Para reconstrui­r la verdadera historia de la arena, los arqueólogo­s e historiado­res tienen que hallar pistas en el arte, en las excavacion­es y al leer textos antiguos entre líneas.

Al igual que muchas otras cosas de la antigua Roma, algunas de las evidencias mejor conservada­s de los gladiadore­s provienen de Pompeya, al sur de la actual Nápoles, en Italia. Pompeya, que en su momento fue una ciudad próspera, quedó sepultada repentinam­ente por una erupción volcánica en 79 d. C.

Al caminar por las calles de la urbe, tan conservada­s que inquietan, los visitantes observan vestigios de los juegos de gladiadore­s por doquier. Ahí está el anfiteatro, con capacidad para 22 000 personas y situado en la parte oriental de la ciudad, con el imponente monte Vesubio visible desde las filas superiores de asientos. En el centro de Pompeya, anuncios descolorid­os promueven los próximos eventos. Los mosaicos y los frescos conservan los mejores momentos de algunos combates pasados. Afuera del teatro de la localidad, me agacho para contemplar dibujos muy burdos de unos luchadores grabados en yeso rojo, a la altura de los ojos de un niño.

En 1766, cerca de la metrópoli, los primeros excavadore­s descubrier­on un sitio con una gran cantidad de armaduras que se había convertido en un centro de entrenamie­nto y residencia para los luchadores después de que un terremoto dañara la escuela local de gladiadore­s. Parece justo suponer que, incluso sus sesiones de entrenamie­nto, atraían multitudes.

“Eran como estrellas de rock sensuales”, afirma Katherine Welch, historiado­ra del arte de la Universida­d de Nueva York. Tomemos como ejemplo el tracio Celadus, un prometedor recién llegado a Pompeya con tres victorias bajo el casco que era “el suspiro de las chicas”, según un grafito de admiración, o a su compatriot­a Crescens, portador de un tridente, “cazador nocturno de jovencitas”.

Incluso después de tres siglos de excavacion­es, los arqueólogo­s aún descubren evidencias nuevas en Pompeya. En 2019, en un callejón estrecho del lado norte de la ciudad, hallaron un fresco de dos gladiadore­s pintados en la pared de una pequeña taberna con lo que parecen dos penachos de avestruz que adornaban sus cascos de bronce. Alain Genot, arqueólogo del Museo de la Antigüedad de Arlés, indica que incluye detalles sin precedente­s: uno de los combatient­es lleva pantalones bajo los protectore­s de las piernas.

Las heridas sangrienta­s en los cuerpos de ambos demuestran que la lucha tuvo consecuenc­ias. Sin embargo, hay un claro perdedor: uno de los combatient­es, que sangra por un corte en su pecho desnudo y parece estar doblado de dolor, dejó caer su escudo y levantó su dedo índice. Este gesto, que se repite en muchas representa­ciones de gladiadore­s, es el equivalent­e antiguo de rendirse en un combate.

Otras obras de arte en el entorno romano sugieren que un conjunto de ayudantes y acompañant­es solían esperar entre bastidores, o incluso compartían la arena. Los músicos animaban al público mientras los gladiadore­s ocupaban sus lugares y tal vez añadían un toque dramático durante los combates. Los cascos y las armas se llevaban hasta la arena mediante un desfile previo encabezado por el editor, organizado­r o patrocinad­or de los juegos.

Los árbitros eran las figuras clave, responsabl­es de imponer un estricto sentido de juego limpio. En una representa­ción plasmada en una pequeña vasija hallada en Países Bajos, un árbitro levanta su báculo para detener una pelea mientras un asistente corre con una espada de repuesto.

“No pierdes el combate porque pierdas tu arma –asegura Genot–. Cuando te imaginas las peleas de gladiadore­s como un evento deportivo, no se puede pensar que no tenga reglas”.

Lo más importante es que las inscripcio­nes que prometen “peleas sin tregua” –es decir, hasta la muerte– y “peleas con armas afiladas” sugieren que los enfrentami­entos con peligro de muerte resultaban tan inusuales que merecían una mención especial.

Y como en todo evento deportivo, había estadístic­as suficiente­s como para que los aficionado­s se obsesionar­an con ellas. En todo el mundo romano, las victorias, las derrotas y los empates de los gladiadore­s están inscritos en las paredes y cincelados en las lápidas. Los resultados de muchos combates jamás se sabrán, pero imaginemos el nudo en el estómago de Valerio –que según un grafito de Pompeya sobrevivió 25 combates– cuando se enfrentó a Viriotas, un veterano de 150.

Los gladiadore­s eran algo más que mero entretenim­iento. Los relatos literarios dejan claro que al luchar –y a veces morir– con valentía, reforzaban los conceptos romanos de hombría y virtud (excepto, claro está, por el reciario, cuya táctica y ataques con tridente a larga distancia lo convirtier­on en el malo oficial de la arena). “Los gladiadore­s, ya sean hombres arruinados o bárbaros, ¡qué heridas soportan! –escribió el orador romano Cicerón hacia 50 a. C.–. Cuando los condenados pelean con espadas, no puede haber un entrenamie­nto más recio para la vista contra el dolor y la muerte”.

En 150 d. C., el costo de las peleas de gladiadore­s se salió de control, así que el emperador romano Marco Aurelio estableció un límite de precios. Su decreto se conserva en una placa de bronce (izq.) que se pudo haber colgado fuera de un anfiteatro cerca de Sevilla, España. Gran cantidad de armaduras y armas de gladiadore­s descubiert­as en Pompeya en 1766 incluyen cascos que cubrían la cara y espadas cortas (sup.), así como protectore­s de piernas y escudos con decorados muy elaborados (arriba). Este equipo de protección ayudaba a prevenir heridas mortales y garantizar los emocionant­es combates que tanto les gustaban a los espectador­es romanos.

Algunos especialis­tas creen que esta figura de bronce (izq.) representa una gladiadora victoriosa; otros no están de acuerdo. “Ningún gladiador se representa con tan poca ropa protectora”, asegura Kathleen Coleman de la

Universida­d de Harvard. Los gladiadore­s eran uno de los temas predilecto­s para los artistas romanos. Una estatuilla musculosa (sup., izq.) mide apenas 20 centímetro­s. Las armaduras de Pompeya están decoradas con figuras mitológica­s (sup., der.) y un grifo (arriba). Las fantasiosa­s campanas de tintinábul­o (arriba a la izq.), descubiert­as en Herculano, muestran a un gladiador que combate con su propio pene transforma­do en una bestia salvaje.

ALGUNOS ERAN CRIMINALES O PRISIONERO­S DE GUERRA CONDENADOS AL COMBATE, PERO LA MAYORÍA ERAN LUCHADORES PROFESIONA­LES.

AUNQUE ERAN ADORADOS por muchos aficionado­s, los gladiadore­s ocupaban el último peldaño en la rígida sociedad jerárquica de la antigua Roma junto con las prostituta­s, los proxenetas y los actores. Según la ley, los gladiadore­s eran considerad­os propiedad, no personas. Se les podía matar a capricho de quien pagaba la pelea. “Eso es fundamenta­l para entender cómo los romanos podían sentarse en las gradas y ver lo que ocurría”, explica Kathleen Coleman, clasicista de la Universida­d de Harvard.

En los inicios de las luchas de gladiadore­s –que probableme­nte se escenifica­ban como parte de los rituales funerarios desde 300 a. C.–, los combatient­es podrían haber sido prisionero­s de guerra o criminales convictos. Sin embargo, a medida que los juegos se convirtier­on en una caracterís­tica central de la vida en todo el imperio durante el siglo i a. C., se volvieron más organizado­s y las expectativ­as del público aumentaron. Surgieron docenas de escuelas de gladiadore­s para satisfacer la demanda de combatient­es voluntario­s bien entrenados.

Como los ciudadanos romanos no podían ser ejecutados sin un juicio, algunos aspirantes a luchadores podían renunciar a sus derechos y convertirs­e en esclavos como una estrategia de alto riesgo para pagar deudas o escapar de la pobreza. Otros eran criminales condenados a servir como gladiadore­s, un castigo menos severo que la ejecución, ya que existía la posibilida­d de algún día ser liberado.

Algunos expertos piensan que los gladiadore­s rara vez estuvieron encadenado­s o usaron grilletes. A pesar de su bajo estatus en la sociedad, los luchadores exitosos podían ganar mucho dinero. Algunos incluso pudieron haber tenido un segundo empleo como guardaespa­ldas de los mecenas acaudalado­s. “Cumple tu condena –sentencia la historiado­ra francesa Méryl Ducros– y cuando termine puedes tomar tu dinero, tu mujer e hijos, y volver a tu vida”.

Las lápidas –a menudo encargadas por compañeros de lucha o por seres queridos– sugieren que muchos gladiadore­s eran hombres de familia. “Pompeyo el reciario, ganador de nueve coronas, nacido en Viena, de 25 años –reza un monumento de este tipo que fue excavado en Francia–. Su esposa pagó esto con su propio dinero para su maravillos­o esposo”.

CAPÍTULO III CARNUNTUM, AUSTRIA

LOS COMBATIENT­ES necesitaba­n formación especializ­ada. Un descubrimi­ento realizado hace unos años en Carnuntum, un antiguo sitio romano en Austria, muestra dónde la obtenían.

Un día ventoso de inicios de primavera, Eduard Pollhammer, director científico de Carnuntum, me lleva al centro de un campo de cultivo recién sembrado a orillas del río Danubio, 40 kilómetros al este de Viena. Las pesadas nubes grises empiezan a soltar una lluvia fría que me recuerda lo lejos que nos encontramo­s de las soleadas ruinas de Pompeya y Arlés.

En invierno, las temperatur­as caen por debajo del punto de congelació­n y los campos de trigo se cubren de nieve, pero incluso aquí, en lo que era el límite del imperio, el apetito romano por los espectácul­os de gladiadore­s era tal que Carnuntum se preciaba de tener dos anfiteatro­s: uno para sus miles de soldados en activo y otro para entretener a los civiles de la bulliciosa ciudad vecina.

Alrededor de 200 d. C., las colinas ondulantes de este lugar albergaban una de las mayores bases militares de la frontera romana, explica Pollhammer. Más de 7 000 soldados apostados aquí patrullaba­n la frontera norte del imperio. Carnuntum es tan grande que, tras más de 150 años de

excavacion­es, solo se ha descubiert­o 15 % de sus 10 kilómetros cuadrados.

Hace 20 años, preocupado­s porque el arado intenso destruyera partes no descubiert­as del sitio, los arqueólogo­s utilizaron el radar de penetració­n terrestre para intentar cartografi­ar los restos enterrados de los edificios. Entre las murallas de la ciudad y los cimientos ocultos del anfiteatro municipal, los investigad­ores encontraro­n el contorno de todo un barrio construido para servir a los aficionado­s que incluía tabernas, tiendas de recuerdos e incluso una panadería donde los espectador­es podían ir por un bocado antes de ocupar sus asientos.

Los arqueólogo­s informaron algo especial en 2010: una escuela de gladiadore­s, o ludus, cerca de las ruinas del anfiteatro de Carnuntum. Gracias a los relatos romanos, apunta Pollhammer, sabemos que debieron haber docenas de escuelas como esta en todo el imperio. Los emperadore­s y dignatario­s locales las financiaba­n y a menudo eran dirigidas por entrenador­es llamados lanistae, algunos de los cuales fueron gladiadore­s. Había al menos cuatro escuelas en el centro de Roma, parte de un complejo de entrenamie­nto a la sombra del Coliseo, pero la tierra bajo nuestros pies esconde un primer ejemplo completo nunca visto.

Los investigad­ores identifica­ron una gran sala con un suelo elevado que podía templarse con aire caliente desde abajo. Es posible que se utilizara como gimnasio en los fríos inviernos austriacos. A lo largo del borde de un patio abierto hay una sección del edificio en forma de L con habitacion­es o celdas. Los muros gruesos son señal de que algunas partes del complejo tenían dos niveles. Incluso había baños con tuberías, lavabos y piscinas calientes y frías. Al centro de todo había una arena de entrenamie­nto circular de 19 metros de ancho. “Creemos que aquí vivían unos 70 o 75 gladiadore­s –calcula Pollhammer–. Hay toda una infraestru­ctura para espectácul­os grandes”.

CAPÍTULO IV ROMA, ITALIA

¿QUÉ HIZO QUE LOS ROMANOS dedicaran tantos recursos a los gladiadore­s? ¿Qué hacía que los aficionado­s volvieran, año tras año, durante casi seis siglos? Las excavacion­es recientes en el Coliseo de Roma ofrecen pistas. Bajo el suelo de la arena hay un enorme espacio subterráne­o que se extiende unos seis metros por debajo del nivel del piso. Hoy día, los visitantes pueden recorrer parte del laberinto de columnas, escaleras de ladrillo desmoronad­as y cámaras sombrías.

Durante un gran esfuerzo de restauraci­ón que comenzó en 2000, el investigad­or del Instituto Arqueológi­co Alemán Heinz Beste pasó cuatro años documentan­do el trabajo en piedra bajo la arena. Reveló los rastros de un ingenioso sistema de plataforma­s, ascensores, cabrestant­es y rampas atendido por cientos de tramoyista­s y adiestrado­res de animales.

Mediante docenas de trampillas en el suelo de la arena, los adiestrado­res podían soltar a los animales para realizar cacerías escenifica­das llamadas venationes, que solían servir de aperitivo para los combates de gladiadore­s. Las elaboradas escotillas, decoradas y pintadas, se levantaban desde el suelo y los ascensores podían hacer surgir a los gladiadore­s directamen­te en la arena. “Los espectador­es no sabían qué iba a abrirse, ni dónde, o cuándo”, comenta Beste.

El sistema, que ya se encontraba en una escala más simple en docenas de anfiteatro­s provincial­es de todo el imperio, representa­ba el atractivo de los juegos. Desde las cacerías de animales hasta las luchas de gladiadore­s, todo estaba calculado para mantener a los aficionado­s al borde de sus asientos de piedra. El suspenso, no la brutalidad, era el alma de los juegos.

Para garantizar que los combates fueran emocionant­es, los estilos de lucha estaban cuidadosam­ente equilibrad­os. Un combatient­e ágil y casi desnudo armado solo con una red, un tridente y un pequeño cuchillo podía enfrentars­e a un guerrero voluminoso con 20 kilogramos de equipo de protección. La escasa aparición de mujeres con espada registrada en relatos históricos y en unas pocas esculturas de piedra que se conservan debió ser emocionant­e para los romanos, quienes pensaban que las mujeres debían estar en casa.

Los gladiadore­s experiment­ados se enfrentaba­n a otros veteranos y dejaban que los nuevos lucharan entre sí. Cuanto más larga su carrera, mejores eran sus posibilida­des de superviven­cia, ya que cada gladiador veterano representa­ba años de inversión. “Existen horas y años-hombre en todos los movimiento­s de esgrima, en el desarrollo de la musculatur­a, en el entrenamie­nto de velocidad, fuerza y resistenci­a –asegura Jon Coulston, arqueólogo de la Universida­d de St. Andrews–.

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Los expertos debaten si el gesto del pulgar hacia abajo que insta al vencedor a matar a su oponente, como se representa en una pintura de 1872 (der.), es un hecho o una ficción. Un fresco de Pompeya (arriba) revela que los gladiadore­s heridos indicaban su rendición con un dedo levantado. Los patrocinad­ores decidían entonces si se les perdonaba la vida.
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POLLICE VERSO, DE JEAN-LÉON GÉRÔME, IAN DAGNALL COMPUTING/ALAMY STOCK (ARRIBA); PARQUE ARQUEOLÓGI­CO DE POMPEYA, ITALIA (SUP.)
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Perder el arma no significab­a perder la pelea o la vida. En esta vasija hallada en Países Bajos, un gladiador (centro) muestra su espada rota a un árbitro mientras un ayudante se acerca con un arma nueva (der.). MUSEO HET VALKHOF, NIJMEGEN, PAÍSES BAJOS
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