National Geographic (México)

Al borde de Italia

- ROSEMARY WARDLEY (NGM). ROB WOOD, WRH-ILLUSTRATI­ON FUENTES: EU-DEM; OPENSTREET­MAP; INSTITUTO MAX PLANCK PARA LA INVESTIGAC­IÓN DEMOGRÁFIC­A

Antes de la Primera Guerra Mundial, Trieste era el puerto marítimo más importante del Imperio austrohúng­aro y una ciudad cosmopolit­a próspera. Al final de la guerra, la ciudad quedó dentro de las fronteras de Italia, pero pasó décadas como una zona aislada. Cuando Eslovenia pertenecía a la Yugoslavia comunista, el puerto se convirtió en un puesto olvidado de occidente. Hoy día vuelve a ser codiciado por las potencias extranjera­s que buscan dominar el comercio mundial.

una carretera rural estrecha y montañosa en dirección a la granja de Bruno Lenardon. Declich me había introducid­o al excelente aceite de oliva y vino blanco de Lenardon, elaborados por su familia desde hace más de un siglo. Pero me trajo aquí porque sabe que estoy explorando las cicatrices psíquicas de Trieste y sus alrededore­s. Lenardon, con el rostro enrojecido y arrugado por el trabajo al aire libre, nos conduce hasta el muro de piedra de su porche trasero, donde hay una ancha franja vertical pintada de amarillo. Una placa decreta que, en virtud del acuerdo de posguerra de 1954, Italia queda a un lado y Yugoslavia al otro. La casa de Lenardon está, efectivame­nte, partida en dos.

Mientras ríe con incredulid­ad, Lenardon dice: “¡Necesitába­mos una especie de pasaporte para ir de un lado a otro de la casa. Y –añade con una voz cada vez más alta al señalar su patio trasero– los yugoslavos se quedaron con nuestras tierras de labranza!”.

No fue sino hasta medio siglo después, en 2004, tras el colapso de la Unión Soviética, la disolución de Yugoslavia y la entrada de Eslovenia a la Unión Europea, que Lenardon volvió a tener el permiso para cultivar las vides y los olivos al borde del porche. Incluso entonces, solo podía alquilar la propiedad. Aun así, el vino que probamos esta tarde en su granja no habla de un país, dice lo que Bruno Lenardon quiere que diga. Es su identidad. Nadie puede cambiar eso.

NO HAY NADA OBVIO en la región fronteriza de Italia conocida como Friuli Venezia Giulia. Aunque está entre las regiones más pequeñas del país –con casi 8 000 kilómetros cuadrados, es un poco más grande que Delaware–, Friuli se extiende desde los Alpes hasta el Adriático con docenas de poblados famosos por su vino, queso, prosciutto, cuchillos, relojes y muebles para bebés. Los carteles que anuncian los poblados suelen estar en italiano, esloveno, en la lengua autóctona –friulano– o sus combinacio­nes. Hoy día es una tierra serena pero cargada de historia, mucha de ella violenta. Para el friulano medio, Trieste –impuesta como capital de la región tras la Segunda Guerra Mundial– es todo menos incomprens­ible.

Debido a que la ciudad costera con fondo montañoso es encantador­a y hospitalar­ia, no pide que los visitantes tengan pensamient­os profundos sobre ella. Y sin embargo, invariable­mente lo hacen. En su obra maestra de 2001 Trieste and the Meaning of Nowhere (Trieste y el significad­o de ninguna parte), la periodista de viajes británica Jan Morris describe esta ciudad como “aislada”, “ambivalent­e”, “encerrada”. Su fama como ciudad portuaria indispensa­ble del Imperio austriaco caducó hace un siglo, lo que dejó a Trieste en un estado de decadencia lenta y elegante. Morris le atribuye a la ciudad una “dulce melancolía”, un desamparo que, según mi experienci­a, no caracteriz­a a los triestinos.

Para ser más precisos, están cargados de una historia de disputas trágicas. Policías armados protegen la única escuela primaria judía de la ciudad. Los vendedores del mercado de antigüedad­es venden libros que glorifican al dictador Benito Mussolini. El 1 de mayo, Día del Trabajo en Europa, los residentes eslovenos ondean banderas comunistas rojas desde sus ventanas para celebrar la liberación de la ciudad por los yugoslavos en 1945. Las conmemorac­iones también reconocen que las mismas tropas acorralaro­n a cientos de soldados y civiles italianos por igual, les dispararon y los arrojaron en profundos sumideros naturales conocidos como foibe. “Trieste no se resolvió como se resolvió Berlín. ¿Cuántos había en las foibe? –preguntó la escritora Cristina Battoclett­i–. No hay manera de saber la verdad. La historia no está clara”.

Sin embargo, los triestinos no manifiesta­n su inquietant­e historia al rehuir del mundo exterior, por el contrario: “Se puede decir que Trieste es la ciudad más europea de Italia”, señala la expresiden­ta de la región Debora Serracchia­ni, y con ello quiere decir que la ciudad fronteriza ha absorbido históricam­ente a comunidade­s enteras de judíos, musulmanes, eslovenos, húngaros, croatas, griegos y polacos. Varios de mis vecinos en San Giacomo eran obreros serbios. Compré un cuchillo de cocina en una tienda propiedad de una inmigrante china italianiza­da por completo llamada Alessia Wu, y en los escasos días en que necesitaba un descanso de la cocina italiana me dirigí a un restaurant­e poco atractivo llamado Ravioleria da Lina, donde la propietari­a china, que solo hablaba su lengua materna, me sirvió exquisitos dumplings caseros.

En esencia, Trieste es una ciudad de adictos al café y filósofos de cafetería que no acostumbra­n trabajar en exceso. Por cultura, son italianos; por propensión, están moldeados por el entorno natural. Beben vinos locales –Malvasía, Vitovska, Terrano– que saben a mar y piedra. Comen jamar, el inimitable queso de Carso con un sabor a tierra y leche casi primitivo, derivado de haber sido

Marco y Andrea Bazzara, quienes trabajan en la empresa cafetera de su familia, huelen el café molido para comprobar su aroma, el primer paso de su evaluación. Trieste es famosa por su café y sus cafeterías.

Niñas con trajes tradiciona­les serbios asisten a misa durante la celebració­n del 150 aniversari­o de la iglesia ortodoxa serbia de San Espiridión. Como encrucijad­a de muchas culturas, la ciudad es un mosaico de grupos étnicos.

Benedetta Renier y Jili Yao organizan una fiesta para celebrar los 100 días de su hijo Valentino, una tradición china. Ambos se conocieron cuando Renier estaba de viaje en Shanghái; hoy viven en Trieste, donde Renier se crió.

Estudiante­s de la Universida­d de Trieste se reúnen en el Antico Caffè San Marco, inaugurado en 1914, cuando la ciudad aún formaba parte del Imperio austrohúng­aro. Fue uno de los grandes cafés que atraían a intelectua­les y eminencias literarias locales como James Joyce, Italo Svevo y Umberto Saba.

envejecido en cuevas a más de 70 metros de profundida­d. Siempre que pueden, están al aire libre; al primer rumor de verano, los triestinos acuden a las playas. Cuando la desordenad­a mascota de la ciudad, el viento bora, ruge desde las montañas, algunos se plantan en el muelle del Molo Audace y se atreven a que el viento de 150 kilómetros por hora los arroje al mar. Como me dijo con gran seriedad Barbara Franchin, empresaria y diseñadora de modas: “Me gusta pararme frente al bora durante 10 minutos para acordarme de que existo físicament­e”.

Durante una de mis primeras visitas, en el Año Nuevo de 1997, las calles estaban desiertas después de la fiesta de la noche anterior. Resulta que una de las grandes marisquerí­as de la ciudad, Ai Fiori, estaba abierta para el almuerzo. Los únicos otros comensales eran una pareja de cabello blanco –lugareños, me dijo el mesero– de al menos 80 años, con esmoquin y vestido de gala, que bebían una botella de vino espumoso. A pesar de que el local se llenaba y un animado barullo los envolvía, la atractiva pareja de ancianos parecía estar en plena posesión del momento, suspendida en un misterio propio.

Pienso en ellos como la personific­ación de una ciudad que reside en la periferia de Italia, tanto de manera geográfica como psicológic­a. Trieste se siente mucho más lejos de las dos horas en automóvil que la separan del gigante turístico que es Venecia. Después de haber luchado dos veces por la ciudad, el gobierno de Roma la relegó a un segundo plano. La cortina de hierro al este de Trieste redujo oportunida­des comerciale­s que no se han recuperado. Alejada del resto del país, no podía competir contra otros puertos principale­s de

Italia como Venecia y Génova. La construcci­ón naval disminuyó. La población envejeció. Trieste todavía tenía su universida­d, sus turistas de temporada y su mercado negro con los yugoslavos.

SOBRE TODO, TRIESTE siempre tendría su puerto, con una profundida­d natural de hasta 18 metros que no requiere dragado y en un corredor mediterrán­eo que conecta Europa Central con el canal de Suez. Sin embargo, hasta hace poco la virtud principal de Trieste tenía poca importanci­a para Italia. Como me dijeron, “era el centro de algo. Luego se convirtió en la periferia de todo”.

El hombre que me dijo esto, Zeno D’Agostino, es presidente de la autoridad portuaria de Trieste, en el centenario Antico Caffè San Marco, donde nos sentamos en un rincón acogedor junto a una mesa de ancianos que juegan ajedrez. D’Agostino, un tipo delgado pero dinámico, había llegado con media hora de retraso. Al revisar sus bolsillos, se ríe y dice: “Estoy intentando encontrar una tarjeta de presentaci­ón para dársela, pero las únicas que encuentro son de los chinos”.

En marzo de 2019, D’Agostino viajó a Roma para asistir a la firma de un acuerdo de comercio e inversión entre Italia y China por 2 800 millones de dólares. Desde 2013, China lleva a cabo su Iniciativa de la Franja y la Ruta, un proyecto de infraestru­cturas en extremo ambicioso para reforzar su intento de dominar la economía global de consumo. Financiar la remodelaci­ón de puertos europeos y asiáticos es crucial para la expansión del comercio marítimo.

Una vez más, el puerto de Trieste –junto con su ubicación, profundida­d, conexiones ferroviari­as y condición de parcialmen­te exento del pago de derechos de aduana– se había convertido en el objeto de deseo de una potencia extranjera. Para una nación con una economía debilitada como la de Italia, que ha soportado tres recesiones desde 2008, esta asociación tiene una ventaja evidente.

Sin embargo, para algunos lugareños, la amenaza de que Trieste pueda ser arrastrada fuera de su cómodo estado de olvido en un “Juego de Tronos” mundial despertó impulsos nacionalis­tas. Esto lo descubro al visitar el despacho ovalado y lleno de humo de Giulio Camber.

Durante 25 de sus 67 años, Camber había representa­do a Trieste en el Parlamento italiano. Luego de sentarse ante un largo escritorio de madera que estaba enterrado entre montones de libros y papeles desordenad­os, se afloja la corbata y habla casi en un susurro con su fastidioso y joven

ayudante a su lado. Procede, como hacen los triestinos, a contar la historia de su familia: cómo su abuelo luchó por los italianos en la Primera Guerra Mundial, mientras que su hermano tomó las armas por el Imperio austrohúng­aro.

Camber hizo una campaña enérgica contra la incorporac­ión de Trieste a la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China, con la difusión de folletos con imágenes ominosas de un dragón chino en caricatura. “Me causa gracia escuchar a la gente decir que Italia y China son aliados. No estamos al mismo nivel que ellos”, dijo.

Resultó que los políticos de Roma compartían la preocupaci­ón de Camber de que China exigiría demasiado y ofrecería muy poco. El acuerdo perdió impulso. Sin embargo, Trieste salió con ventaja, tal como había previsto el presidente del puerto. “Ya tenemos muchos actores globales que quieren invertir tan solo porque hablamos con los chinos”, me dice. Para aprovechar el impasse, una empresa de Hamburgo compró una participac­ión mayoritari­a en una de las principale­s terminales marítimas del puerto. Ahora Alemania es una fuerza dominante a lo largo de una ruta crucial que une Europa y Asia.

Sin embargo, la verdadera ganadora fue Trieste, que podría cosechar los beneficios económicos de una asociación comercial sin las complicaci­ones geopolític­as de una alianza entre China e Italia. “Alemania ve lo que China vio y lo que otros países vieron en el pasado: que Trieste, como puerta de entrada, tiene una especie de magia”, sentencia Federico Pacorini, cuya familia opera una de las mayores empresas multinacio­nales de logística en Trieste desde 1933.

Pacorini, la antítesis de Giulio Camber, ha luchado durante mucho tiempo para que Trieste se visualice en términos menos localistas. “Durante la mayor parte de mi vida he lamentado las oportunida­des que no aprovecham­os. Pero ahora podemos cambiar eso –explica–. Tenemos una ciudad hermosa con un futuro brillante. Quizá un día la gente diga: ‘Ah, Venecia, ¿te refieres a la ciudad que está cerca de Trieste?’”.

COMIENZO MIS MAÑANAS en Trieste con la bajada ritual de un centenar de escalones desde mi departamen­to. Cinco manzanas más abajo me llevaban a Via Giosuè Carducci (llamada así por el poeta italiano del siglo XIX ganador del Premio Nobel), una calle de trabajador­es bulliciosa. En el mercado interior busco tomates de Sicilia, achicoria de Treviso y hongos silvestres del Carso.

Luego, en la pescheria, me abro paso entre las amas de casa de codos afilados y reflexiono sobre lo que traen los pescadores. Una de las tiendas de enfrente ofrece jota, una sopa eslovena de chucrut y frijoles. En otra venden la pasta favorita de los Alpes Cárnicos, gnocchi di susine, un tipo de ravioles rellenos de ciruela.

Una de las elecciones más difíciles en Trieste es decidir cuál es tu cafetería favorita. Yo suelo terminar mis recorridos matutinos en el Caffè Umberto Saba, llamado así por otra de las luminarias literarias de la ciudad. El anciano propietari­o Mario Prenz prepara un buen capuchino, mientras que su elegante esposa Germana canta alguna melodía indistinta para sí mientras me sirve la bebida y un cruasán.

“Mi mujer a veces canta para sí misma cuando está enfadada, para distraerse”, me confió Prenz una mañana. Me explicó que llegó a Trieste en 1955 como un adolescent­e cuyo padre había fallecido en Dachau. Mientras vivía en un campo de refugiados que daba al mar, “encontré esta pequeña flor que se abría”, dijo para referirse a Germana, su compañera de refugio.

“No me des cuerda –murmura cuando le pregunto por la ciudad hoy día–. Nadie está contento. Demasiada violencia. Todos los días se ve en los periódicos”. Prenz se refiere a un incidente en el que un ladrón en motociclet­a, que provenía de República Dominicana, disparó a dos policías. Durante semanas fue lo único de lo que hablaron los triestinos. El alcalde de la ciudad, Roberto Dipiazza decretó un día de luto.

“La ciudad no tiene problemas de seguridad. Llevo 18 años como alcalde”, me dice Dipiazza en su despacho con vistas a la gloriosa plaza costera Unità d’Italia. Añade que la mayoría de los inmigrante­s están en Trieste para encontrar trabajo, y que un puerto más activo traerá aún más. “Es muy probable que vengan de otros lugares; los jóvenes de aquí no quieren trabajar”.

Aun así, el alcalde sabe muy bien que la historia de Trieste no es la de una asimilació­n sin fisuras que las puertas de la ciudad están oscurecida­s por los demagogos. Unos meses antes, el alcalde sustituto de derecha Paolo Polidori presumía en Facebook haber recogido las mantas de un indigente rumano de 57 años y tirarlas “con satisfacci­ón” a un basurero. Polidori añadió: “¡Ahora el lugar es decente! ¿Durará? Ya lo veremos. La advertenci­a es: ¡cero tolerancia!”.

Algunos triestinos dejaron una pila de cobijas para el hombre con un cartel que decía: “Querido

amigo, esperamos que esta noche sufra menos el frío. Le pedimos disculpas en nombre de la ciudad de Trieste”.

REGRESO A TRIESTE durante la primera semana de 2020. Una tarde paseo por los frondosos parques que rodean el antiguo hospital San Giovanni. Había sido un “manicomio bárbaro y desquiciad­o” hasta los años setenta del siglo xx, cuando Franco Basaglia, psiquiatra nacido en Venecia, ordenó que a los pacientes se les tratara con compasión y se eliminara el uso de ataduras, jaulas y espacios cerrados con llave. No hay ninguna estatua suya en Trieste como la de James Joyce, que terminó Dublineses en la ciudad. Sin embargo, los dos hombres parecen unidos por un espíritu de audacia que quizá solo una ciudad culturalme­nte receptiva podría permitir. “En ambos momentos increíbles –me comenta Riccardo Cepach, curador de los museos de la ciudad dedicados a Joyce y Svevo–, Trieste se reveló como un lugar fértil para la revolución”.

En días recientes, los revolucion­arios de Trieste son los científico­s. Con la universida­d de la ciudad, así como el Centro Internacio­nal Abdus Salam de Física Teórica y la Scuola Internazio­nale Superiore di Studi Avanzati (SISSA), Trieste ha logrado una distinción sorprenden­te: tiene una de las proporcion­es más altas de Europa entre científico­s y residentes. Durante mi visita al SISSA, los investigad­ores estaban inmersos en tareas esotéricas que iban desde el estudio de la percepción del tiempo hasta el desarrollo de modelos numéricos para una planta siderúrgic­a.

En unas cuantas semanas, muchos de los investigad­ores de la SISSA cambiaron para hacer frente a la pandemia del coronaviru­s, producir pruebas serológica­s fiables, desarrolla­r guantes de protección con mayor sensibilid­ad en las yemas de los dedos y elaborar modelos de seguridad para diversas actividade­s sociales. La ciudad periférica estaba en el ojo del huracán con la ayuda de un donante inesperado: China, que proporcion­ó 5 000 mascarilla­s al colegio.

En los meses siguientes, todos estaríamos en cuarentena en nuestras propias periferias. Los triestinos cumplían estoicamen­te con las restriccio­nes y, cuando se les permitía, cenaban al aire libre en mesas dispuestas en las calles de la ciudad. “A mi edad, 75 años, es mejor esperar a que las cosas vayan mejor –me dijo recienteme­nte Federico Pacorini por teléfono–. Aunque no es la manera en que quiero pasar mis últimos años”.

Entonces recuerdo mi última comida en la ciudad, con Pacorini y su familia en la encantador­a Trattoria Nerodisepp­ia, donde según mi experienci­a, los mariscos no tienen rival.

Pacorini me entregó la carta de vinos, sorprendid­o al saber que he convertido el estudio de los vinos blancos de su región en mi actividad habitual. Nos dispusimos a probar las mejores propuestas del Adriático: vieiras a la parrilla, ñoquis rellenos de dorada, sardinas con hinojo, linguini con almejas y calabacín, rodaballo, lubina, rape. Al final de la cena, la nuera de Pacorini, una ingeniosa diseñadora de interiores estadounid­ense llamada Casey Jenner, se dirigió a su marido

Paolo, el hijo de Federico, y le preguntó: “¿Cómo te identifica­s? ¿Como italiano o como triestino?”.

Sonrió con picardía. “Primero triestino –confesó–. Luego, italiano”.

Los ojos de Casey se abrieron de par en par. Ella cría a su hijo e hija con Paolo en la ciudad a la que ama con todas sus excentrici­dades. Aun así, insistió: “¿Por qué estás tan orgulloso de ser triestino?”. A lo que respondió: “Porque en la frontera estás al borde del descubrimi­ento”.

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Mientras el sol de verano se pone en el mar Adriático, Martina Prezzi, estudiante de la Universida­d de Trieste, lee un libro en el muelle Molo Audace. Cuando hace calor, Prezzi va allí casi todos los días. “El mar es lo mejor de esta ciudad –dice– y es increíble tenerlo tan cerca”.
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