National Geographic Traveler (México)
Consejos con Sabor: delicias de Pekín
En la calle Wangfujing, de Pekín, una feria de comida es famosa por sus platos exóticos, un manjar casi exclusivo para occidentales
A travieso los palacios amurallados de la Ciudad Prohibida y salgo cerca de la calle Wangfujing, donde convive la cosmovisión milenaria oriental con la energía del hiperdesarrollo chino. A lo largo de seis cuadras de calles peatonales eclécticas podría comprar un Maserati, una talla de Buda o una cartera Gucci; o tal vez comer pato laqueado, una hamburguesa de McDonald’s o incluso un escorpión.
“Los escorpiones fritos saben a maní. Al freírlos neutralizan el veneno –me dice un argentino que visita la feria y ha probado de todo–. Pero no recomiendo las estrellas de mar; saben horrible”. Me acerco a uno de los tantos puesto de comida que hay y contemplo un montón de alacranes vivos empalados. No veo a un solo chino comer estos platillos, pero sí a unos extranjeros saboreando un saltamontes verde y una víbora. Decenas de miles de personas circulan a diario por esta zona inaugurada durante la dinastía Ming, en el siglo
xvii. Me pregunto cuántos son capaces de comer una de esas tarántulas negras y peludas.
Avanzo entre olores penetrantes y me cruzo con una joven inglesa a punto de comer un capullo de gusano de seda. “Se parece a la nuez, pero la textura es esponjosa y sedosa, con el centro baboso y picante”. Me cuenta que también probó un
ciempiés con sal y pimienta. “Estaba un poco amargo. Los saltamontes verdes saben a papas fritas y a veces te queda una pata entre los dientes”. En esta bulliciosa feria, uno de los vendedores grita: Hello sir! Hello my friend! You wanna try?, mientras blande un pincho con cinco riñones crudos.
Pienso en llevarme a la boca alguno de estos exotismos, como una serpiente enroscada en un palito o las tortugas sin caparazón. No me atrevo. Como no soy entomófago, descarto las larvas de abeja y los escarabajos. Tampoco pienso hincarle el diente a un pajarito, así que pruebo los tentáculos de pulpo.
Los hipocampos me dan ternura. También hay varios tipos de lagartija. Pienso en que ya he comido langosta de mar y centolla, criaturas hasta feas, porque en nuestra cultura es común. ¿Por qué zamparse un langostino rojo y no un saltamontes? ¿Un prejuicio social? Para la antropología, el sentido del gusto es una construcción cultural, un asunto de costumbres.
A mi paso encuentro milanesa de perro y de gato que me ofrecen cuando pregunto, ¿un engaño? Además, me resulta raro no ver a ningún local comer un solo insecto.
Lo que no hay en Wangfujing son grillos, comunes en los mercados de mascotas donde se venden dentro de una “grillera” de mimbre. Para muchos pekineses –quienes pasean con ellos en la mano– comerse uno sería peor que devorar un perro.
Se sabe que el paladar tiene memoria, pero la vista es un filtro implacable a la hora de elegir la comida que relega al gusto.
China ha sufrido hambrunas a lo largo de más de cinco milenios. Tal vez de ahí proviene su falta de prejuicios para comer. Seguro también contribuyeron a ello sus 56 etnias, • Es útil tener nuestro destino escrito en chino, ya sea para mostrárselo a un taxista o a cualquier persona. Uno cree que puede pronunciar bien la palabra “Tian an men” si desea ir a la famosa plaza, pero a veces nuestra dicción hace que los chinos no entiendan. • Conocer la estación de metro más cercana a nuestro destino es la forma más práctica de moverse. • Para buscar ayuda por la calle, lo ideal es preguntarle a la gente más joven con aspecto de oficinista, ya que es probable que sepan algo de inglés. • Alojarse en algún pequeño hotel en un hutong –barrio tradicional– permite tener una idea más cabal de la China de los siglos xix y xx, así como de sus contrastes con la del siglo xxi. cada una con su propio gusto con base en los ingredientes de cada región. Hoy pocas personas consumen estas comidas, pero hay lugares donde aún son comunes: las estrategias de adaptación al medio se vuelven parte de la cultura.
Logro identificar a una familia que parece provenir del campo. Los sigo con la ilusión de ver a chinos comer insectos. Sin embargo, compran unas cajitas con comida típica, forman un círculo en la vereda y se ponen en cuclillas a comer con palitos, mientras sorben ruidosamente el arroz.
Después de ver a tantos extranjeros masticar estas delicias, me vuelvo suspicaz: ¿y si los chinos solo vienen aquí a comer cosas comunes mientras disfrutan el espectáculo de ver a extranjeros saborear algo que ellos, urbanitas del siglo
xxi, no probarían jamás? Los imagino diciendo: “para estos occidentales, todo bicho que camina va a parar al asador”.