National Geographic Traveler (México)
GUATEMALA AL EXTREMO
Un tour de norte a sur, por aire, tierra y mar para descubrir la grandeza de este pequeño país centroamericano.
Soy mexicano, y el vecino del sur no es un sitio muy popular entre los viajeros connacionales. Tan cercana como desconocida, la patria maya de la bandera celeste se convirtió en un destino desdibujado debido a la violencia de su no tan lejano régimen militar. Sin embargo, hoy Guatemala escribe un nuevo capítulo de su historia; una que Sergio Izquierdo, fotógrafo guatemalteco y activista ambiental, me quiso contar para convencerme de visitar su país e internarme en los lugares más representativos de las regiones que componen su territorio.
TIKAL, LA JOYA DE LA CORONA
Llegamos aún de noche. Solo se veían las estrellas en lo alto mientras caminábamos con ayuda de nuestras linternas, sorteando rocas y raíces en medio de una oscuridad casi total. Tan pronto ingresamos a la plaza, una serie de rugidos surgió con fuerza a nuestro alrededor para perderse en un largo eco.
Los monos aulladores advertían nuestra presencia al penetrar la espesa selva de Petén, hacia las ruinas de Tikal, una de las urbes mayas más grandes e importantes de la antigüedad. Luego del alboroto, entre una bruma densa, la imponente y altísima estructura del Templo del Gran Jaguar se reveló frente a nosotros. Si Petén es la corona de Guatemala, sin duda, esta es su joya.
Quisimos ganarle a los turistas para que Sergio pudiera obtener las mejores tomas de la zona arqueológica –en temporada alta, este sitio es capaz de recibir hasta 1500 personas al día–, así que nos dirijimos hacia allá en auto desde el hotel, a las 4:00 de la mañana, para manejar un par de horas y alcanzar el amanecer desde los miradores de las pirámides. Pasamos junto a ellas sin saberlo debido a la complicada visibilidad, hasta que nos topamos con el Templo de la Serpiente Bicéfala, el mayor de Tikal.
Hay que subir sus casi 70 metros por una escalinata para tener una vista panorámica de la selva. Desde arriba, entre la neblina, el sol poco a poco iluminaba el paisaje con tonos rojos y naranjas, revelando las siluetas de las demás estructuras que sobresalen por encima de la espesura. El intenso bullicio nocturno se convertía en una melodía de pericos, coatíes, zanates, monos, halcones y una inmensa variedad de insectos.
Huele a vegetación. Con el sol arriba, vemos que el verde nos rodea por doquier. Luego, de un segundo a otro, el calor cae a plomo y la humedad se levanta. Ahora caminábamos en el clima primordial de los bosques subtropicales guatemaltecos, como si nos hubieran caído cubetas de agua caliente, mientras unos tucanes volaban sobre nuestras cabezas.
Así, recorrimos las calzadas que llevan a cada uno de los conjuntos arqueológicos: templos, pirámides, palacios, monumentos, juegos de pelota, estelas, altares, jardines, tumbas, todo de piedra caliza. El esplendor de esta capital –que pudo albergar a más de 90000 personas– ocurrió durante el periodo Clásico (200-900 d.C.) y alcanzó a dominar gran parte del antiguo territorio maya.
Una de las vistas más privilegiadas de la pirámide principal se puede tener desde su contraparte, el Templo de las Máscaras, en la Gran Plaza. A tan solo unos metros uno del otro, ambos se yerguen frente a frente para marcar el centro de la ciudad. Aquí se
observa lo que fue la magnificencia de uno de los imperios más importantes de la historia. Un mundo perdido.
En algún momento, tras caminar varias horas por gran parte del parque nacional, nos percatamos del cansancio acumulado al haber iniciado esta expedición desde las primeras horas del día, así que regresamos a Las Lagunas Boutique, el hotel –enclavado en la selva– donde nos hospedábamos, para comer y descansar junto a la lujosa piscina con vista a las lagunas que salpican Petén.
Con suites de madera sostenidas por palafitos encima del agua y terrazas privadas con jacuzzi incluido, la exploración arqueológica encuentra su muy merecido descanso. Después de cenar un pescado blanco sobre hongos Portobello y un puré de papas gratinado increíble, en el restaurante Shultun, no hay más que entregarse al sueño con los sonidos del agua y la selva a tu alrededor.
Por la mañana, con los primeros rayos de luz, decidimos aprovechar nuestros últimos minutos en Petén, así que tomamos uno de
los tours que ofrece el hotel hacia las islas de la laguna, donde un grupo de monos araña nos espían entre los árboles e incluso suben a la embarcación. Finalmente, pero no sin antes remar unos minutos en kayak, nos dirigimos al Aeropuerto Internacional Mundo Maya para tomar una avioneta de regreso a Ciudad de Guatemala.
TERREMOTOS QUE CONSTRUYEN LA HISTORIA
Ya en la capital, Sergio, su esposa Rocío y su pequeña hija Mickis, me ofrecieron un cuarto en su casa, ubicada a las afueras de la ciudad, con la inigualable amabilidad latina que, en nuestros países, es casi un compromiso. Desde su hogar partiríamos para conocer la parte central del país. A pesar del tránsito caótico y la sobrepoblación, la urbe exuda cultura y tradición en su Plaza de Armas, el Centro Histórico, sus museos y mercados de artesanías.
Autobuses escolares viejos con luces multicolores, estampas, pintura y bautizados con un gran nombre escrito en sus costados dominan las calles de la ciudad. A velocidades altas y con tal sobrecarga de gente que a veces se ven pasajeros sobre el techo, las burras transportan sin escrúpulos a los lugareños que trabajan dentro y fuera de la capital con un controvertido folclor que provoca desconfianza. Aun así, subir a estos autobuses surrealistas siempre dejará una experiencia que contar.
Las carreteras discurren entre montañas, curvas y pueblos indígenas de mayoría kakchikel y quiché. Así, nos alejamos de la ciudad hacia la primera capital del país hasta 1776, cuando los terremotos de Santa Marta redujeron a ruinas –por tercera ocasión en menos de un siglo– Santiago de los Caballeros, hoy conocida como Antigua Guatemala.
Los volcanes en el horizonte crecen al acercarnos a esta ciudad colonial, cuyos coloridos rincones reposan bajo la mirada del de Agua, del Acatenango y del impetuoso volcán de Fuego. Iglesias, conventos, catedrales, arcos, acueductos y fuentes son el escenario donde trascurre la vida cotidiana de cientos de personas que pasan el rato en el parque central, acuden a misa, caminan por las calles empedradas con una refrescante nieve para calmar el calor, venden y compran productos locales, e incluso se preparan para su boda.
De entre todos los monumentos coloniales, la catedral de San José sobresale no solo por su belleza barroca, sino porque su historia es la misma que la de Antigua. Iniciada en el siglo xvi, esta parroquia ha sido destruida y reconstruida varias veces debido a los terremotos que han ocurrido a lo largo de los siglos y hasta 1976; la evidencia se encuentra tras su enorme fachada, donde permanecen de pie algunas columnas sobre las ruinas de la edificación original. Aquí reposan los restos del sanguinario conquistador español Pedro de Alvarado y su familia.
Sin embargo, entre todo este color y tradición, el verdadero protagonista de Antigua grita presente con sus erupciones continuas, aunque únicamente en la oscuridad es posible apreciar toda su magnificencia. El volcán de Fuego, de más de 3700 metros de altitud, ilumina la totalidad de su cono con cada estallido de su caldera. No hay forma de evitarlo, ejerce una atracción hipnótica; debemos acercarnos y explorar este coloso.
DONDE ESTÁ EL FUEGO
Durante las noches, el volcán se encendía por completo con la violencia de las erupciones que hacían cimbrar el suelo en una exposición brutal de poderío natural. El material piroclástico caía cual relámpago tras ser expulsado por los aires, provocando avalanchas de ceniza y roca incandescente en un estruendo que fácilmente se podría confundir con el de una tormenta eléctrica
Los volcanes en el horizonte crecen a la vista al acercarnos a esta ciudad colonial, cuyos coloridos rincones reposan bajo la mirada del de Agua, el Acatenango, y el impetuoso volcán de Fuego.
El Acatenango creaba una sombra piramidal cuya punta se extendía hasta tocar el horizonte. Y el colosal volcán de Fuego no paraba de emitir sus grandes fumarolas.
intensa. Lo veíamos de frente, a casi 4000 metros, sobre la caldera dormida de su volcán hermano, el Acatenango. La cercanía, aunque segura, intimida a cualquiera.
Para llegar se requieren de cinco a ocho horas, dependiendo de la condición física de cada uno. Sin embargo, la ayuda de un caballo puede ahorrar hasta tres horas de camino; eso sí, hay que prestar atención para esquivar la secuencia infinita de ramas que amenazan con tirarte del equino. Aun así, una empinada ladera de arena espera antes de llegar a la cima, donde los caballos ya no pueden avanzar. Con equipos de fotografía y camping en la espalda, la empresa se torna interesante.
Los senderos pasan por sembradíos, selvas y bosques de coníferas para llegar a una zona de bosque muerto, ocasionada por la plaga conocida como gorgojo, un descortezador del pino. Luego, una extensión de ceniza y piedra que rodea la caldera es el último obstáculo hacia la cúspide. Paso a paso, con persistencia y serenidad, logramos llegar a la cima.
Desde aquí se tiene una vista inmejorable del gran valle donde descansan las ciudades de Antigua y Chimaltenango. A la izquierda se erige el volcán de Agua, llamado así debido a la tragedia de 1541, cuando un torrente de agua cayó desde aquí y acabó con un asentamiento de la antigua capital. En frente, el volcán de Fuego, tan cerca como para ver todos sus detalles, expulsaba columnas de polvo cientos de metros hacia arriba.
El extenso cráter, forrado de piedras volcánicas y ceniza, sería nuestra morada esa noche. A pesar de que acampábamos frente a ríos de lava y roca ígnea, nos esperaba una velada intempestiva, con un viento veloz y gélido; pero todo valdría la pena con tal de ver al gigante de fuego al rojo vivo, justo en nuestras narices. Las erupciones parecían arrasar con el volcán en un incendio total. No hubo explosión que no extinguiera mi persona por completo ante el poderío de la naturaleza. Con nuestra pequeña fogata en medio de las casas de campaña, pasamos la noche sintiendo los rugidos de las entrañas terrestres.
A la mañana siguiente, con muy pocas horas de sueño, se develaba buena parte del Arco Volcánico Centroamericano, desde la frontera con México hasta El Salvador. El volcán Acatenango, donde nos encontrábamos, creaba una sombra piramidal cuya punta se extendía hasta tocar el horizonte. Y el colosal volcán de Fuego no paraba de emitir sus grandes fumarolas.
Recibimos el sol mientras unos viajeros nórdicos se desnudaban a contra viento, al parecer, para recordar su clima nativo. Luego de unas barras energéticas para el camino de regreso, nos dispusimos a levantar el campamento. Con las mochilas listas y los últimos preparativos, una enorme explosión retumbó en nuestros pechos, dejándonos paralizados y ensordecidos por un momento. Fue la más fuerte que sentimos: una inolvidable despedida de esta cima del mundo donde se despliega el poder de la Tierra.
Lo siguiente fue bajar, bajar y bajar. Llevar muslos y pantorrillas al máximo; sentir cómo queman. Al tomar otro sendero de regreso, pasamos por unas cuevas donde se forman estalactitas y bloques de hielo. Los paisajes no dejaron de impresionarme, pero el trabajo de las piernas fue maratónico. Después de cuatro horas nos encontrábamos en la carretera para recoger el auto, regresar a la capital y descansar nuestros cuerpos destartalados.
De regreso en la ciudad, la familia de Sergio disfrutaba una parrillada en el jardín de la casa de su mamá. Me recibieron como parte de la familia. Ahí, mientras la madre de Sergio escuchaba nuestra experiencia al subir el volcán, no pudo más que recordar aquella vez que ella y su esposo experimentaron esta misma intensidad de la
naturaleza, cuando Sergio los llevó hasta allá: “es tan bello como ver a Dios, acercarse y casi tocarlo”, concluyó.
VIENTOS MÍSTICOS
“Dos pasos hacia atrás. Luego corres hacia adelante”, dijo Andrés. Lo último que sentí fue un tirón que me elevó por los aires y me arrastró hacia las montañas, luego sobre las aguas. Los gritos y el vértigo se desvanecieron en poco tiempo para ser reemplazados por la enorme fascinación de observar Atitlán desde las alturas, un lago emblemático rodeado de tradición, coloridos pueblos mayas y tres volcanes enormes: Atitlán, Tolimán y San Pedro.
Tomó un par de días dejar de caminar como Bambi recién nacido (junto con algunas pastillas de diclofenaco). Con la energía renovada, estábamos preparados para este clásico de Guatemala. Así que, sin más, tomamos rumbo hacia el lago. Poco antes de llegar, en los últimos tramos de carretera, de vez en vez se atisbaba este cuerpo de agua tan importante para las culturas locales milenarias –incluso se han descubierto restos de una ciudad maya en su fondo–, pero no fue sino hasta que nos detuvimos en un mirador que apreciamos la mayor parte de sus dimensiones.
Con 130 kilómetros cuadrados de extensión y una profundidad de hasta 350 metros, solo por medio de los servicios que ofrece Guatevuela y de pilotos de parapente, como Andrés Bracamonte, es posible contemplar la verdadera extensión de las aguas de su nativa Atitlán. “Este es uno de los mejores sitios en Centroamérica para practicar parapente debido a las corrientes que corren junto a las montañas y permiten vuelos largos con varias posibilidades de acrobacias sin mucha turbulencia”, dice mientras subimos por la montaña en una camioneta hacia el punto de despegue.
Tardamos unos minutos en lo que las corrientes termales presentaban las condiciones necesarias para volar. Una vez desplegado el paracaídas, todo queda en las manos del experto. Desde arriba se dibujan pinceladas sobre las corrientes de agua mientras los vientos conocidos como xocomil estiran las nubes sobre nosotros. Según la tradición, esta ventisca, que se produce cada tarde, viene para limpiar los pecados de los habitantes de los 12 pueblos mayas que habitan Atitlán.
Imitar el vuelo de las aves, junto a las aves. Planeando acoplado a las pendientes de las montañas, Andrés puso a prueba algunos de sus movimientos, lo que añadió más adrenalina a la experiencia mientras descendíamos para aterrizar en la orilla del lago. Los niños gritaban de emoción al vernos tocar tierra;
luego sus padres los llaman para que les ayuden con las labores de pesca y nos invitan a comer sus productos frescos.
Un pescado frito, directo del lago, y una taza del famoso café cultivado en la región son compañeros perfectos para presenciar cómo el célebre espejo de agua de Atitlán se convierte en una marejada cuando llega el xocomil, al caer la tarde. En ese momento, todas las actividades y los recorridos sobre el agua se suspenden, pues el oleaje puede llegar a ser tan fuerte que, en algunas ocasiones, incluso ha provocado el hundimiento de embarcaciones.
Con todos los pecados expiados –nunca es malo soñar–, dejamos atrás “Ati” y nos dirigimos hacia la costa sur en busca de más aventuras. Esta vez sobre las aguas abiertas y profundas del océano Pacífico.
VELOCIDAD SUBMARINA
Sostenía mi cerveza cuando picó. En cuestión de segundos tenía la caña en las manos y me habían amarrado a la silla de
pesca del yate. Uno, dos tirones y la cuerda se encontraba en tensión total. Finalmente emergió con un salto espectacular para mostrar sus colores platinados tornasol, su larga espada y la elegante vela que corona su cuerpo. Se azotó contra la superficie y así comenzó la batalla.
Botes, veleros y hasta cruceros se mecían en formación sobre las aguas de la Marina Pez Vela, el mayor club de pesca de Guatemala. Luego de manejar poco más de dos horas hacia la costa sur del país, llegamos a los muelles de puerto San José mientras algunos preparaban carnadas, anzuelos, cañas y embarcaciones para zarpar. Finalmente encontramos el yate de nuestro anfitrión, Álvaro de la Hoz, miembro de la Asociación Nacional de Pesca Deportiva de Guatemala, con seis años de experiencia.
“Este es el mejor lugar del mundo para pescar, no hay duda alguna”, nos dijo. Aquella aseveración, un tanto descabellada a mi parecer, se materializaría tan pronto nos dirigimos mar adentro para comprobarlo con nuestros propios ojos. No transcurrieron más de 45 minutos, entre aperitivos, pláticas y bebidas, cuando ya sentía la fuerza propulsora del pez más rápido del mar.
Tironeos. Estira y afloja. Tirar y enrollar. Repetir. Unos 20 minutos después, mi primera pesca de pez vela ya estaba junto al yate. Los ayudantes lo introdujeron al yate para medirlo –un metro y medio, aproximadamente–, quitarle el anzuelo y soltarlo lo más pronto posible para que desapareciera a la velocidad de un torpedo. La adrenalina subió al tope luego de esta captura y así se mantendría durante toda la navegación.
Tragos, risas, experiencias, sol, cielo y mar. De pronto, otro pique. Esta vez, del agua salió un atún que, más temprano que tarde, terminó como sashimi sobre mi plato. Así, cada 20 o 30 minutos, las cañas que arrastraban señuelos de plástico fosforescente en forma de calamares o pulpos se doblaban para encender las alarmas de los tripulantes. “Las corrientes mantienen una temperatura adecuada para que todos los meses del año haya pesca de vela en Guatemala. Treinta, 40, 50 peces vela se pueden ver en un solo día, una cantidad ridícula comparada con otros países donde ven apenas cuatro o cinco en un día con suerte”, afirma Álvaro.
Para nosotros fueron ocho peces vela en unas tres horas de navegación, un día de pesca cualquiera para Álvaro y sus compañeros. Aun así, la industria de la pesca deportiva de este marlin en Guatemala es muy
pequeña: países como Costa Rica obtienen ingresos de hasta 20 millones de dólares al año, mientras que aquí solo se perciben cinco. “Falta industria, pero cada vez nos acercamos más al turismo”, dice Álvaro.
De regreso al muelle, entre el mareo producido por los tragos y el síndrome del desembarco, una vista del horizonte marino desde las negras playas de arena volcánica de Guatemala me brindó una nueva perspectiva del país. Un rincón que en muchas naciones de primer mundo valdría millones, aquí se dispone para practicar un deporte que presenta un desafío y requiere esfuerzo, pero que brinda una experiencia inolvidable.
De la frontera norte a la frontera sur, esta es tan solo una parte de la extensa gama de vivencias coloridas que ofrece “Guate”. La nación del quetzal hoy escribe un nuevo capítulo de su historia con un plumaje de intensas emociones, presentes en el misticismo de su cielo, la vitalidad de su mar y el ímpetu ancestral de su tierra.